Francisco Fuster
Azorín, clásico y moderno
Alianza Editorial. Madrid, 2025.
¿Tiene sentido una nueva
biografía de Azorín, un autor para muchos sabido y olvidado, casi una mención
del bachillerato y de los viejos trabajos académicos sobre la generación del 98
y el modernismo? Tiene sentido: su vida de escritor atraviesa desde la regencia
de María Cristina, a finales del siglo XIX, hasta los años sesenta, los del
desarrollo económico del franquismo tras el abandono de la autarquía. Y no fue
un mero espectador, de gran lucidez en muchas ocasiones, sino que siempre,
junto a su vocación literaria, tuvo otra de intervención política. Y en todos
esos años ocupó un lugar central en la escena literaria española: pocos tan
elogiados y admirados, pocos tan denostados.
De Azorín creemos saberlo todo, pero nos queda mucho por
conocer. Francisco Fuster resume con agilidad lo consabido y arroja luz sobre
aspectos menos conocidos, como sus tejemanejes en la vieja política o el
carácter presuntamente venal de algunas de sus publicaciones (Un discurso de
La Cierva al parecer le sirvió, entre otras varias prebendas, para que el
político loado le donara unos cuantos miles de pesetas). Su apoyo a Juan March,
en los años de la República, antes de ser recompensado con el primer premio de
la Fundación March, además de bien retribuido, contó con la colaboración de los
abogados del banquero a la hora de nutrir de argumentos jurídicos los artículos
en que pedía su libertad.
El epistolario de Azorín –abundantemente utilizado por
Francisco Fuster-- ofrece diversas pistas biográficas que aún no se han
seguido. Dos ejemplos: en una carta de 1905 a Ramón Pérez de Ayala le pregunta
si quiere escribirle alguno de sus artículos de Blanco y Negro; en otra,
a Mariano Rodríguez de Rivas, indica que en París fue “agente de cambio de
prisioneros”, pero que la más elemental discreción “le veda hablar de aquel
período histórico”.
Hay un Azorín apolillado, ciertamente, y otro que nos
avergüenza un poco, como sus alabanzas al político de turno del que esperaba
alguna prebenda (aunque esos claroscuros añaden interés al personaje), pero
queda muchas páginas que han envejecido menos que las de cualquiera de sus
contemporáneos.
El meritorio empeño biográfico de Francisco Fuster queda,
sin embargo, lastrado por descuidos y errores, unos nimios y otros no tanto,
que acreditan la falta de una atenta revisión. Ya en el primer párrafo nos
encontramos con que, tras afirmar que, “aunque varios biógrafos le atribuyen la
condición de primogénito, no lo es, pues tiene un hermano mayor, Luis, al que
no llega a conocer pues fallece de forma prematura, a los siete meses de edad”,
añade que “es el tercero de los nueve hijos que tienen sus padres”. Otra
afirmación peregrina: Casares Quiroga presidirá “el que acaba siendo el último
gobierno de la Segunda República”. Un corrector añadiría: “antes del comienzo
de la guerra civil”.
Hay errores de más bulto: la llegada al poder de Maura en
1907 no supuso el inicio de la campaña del “¡Maura, no!”, que tuvo su origen en
la represión de la Semana Trágica; José María Valverde no dijo que, si Azorín
hubiera dejado de escribir en 1915, podría haber pasado a la historia “como
introductor de toda la literatura española de protesta y reforma social, y
hasta quizá se habría visto que su estilo inauguraba, en nuestro idioma, la
posibilidad de una prosa aplicada a ver, a fondo, la realidad del país”. En
1915 ya había realizado Azorín su viraje conservador y publicado sus encomios
de La Cierva; la fecha que da Valverde es la de 1905.
Acostumbra Fuster a fundamentar sus afirmaciones en
opiniones ajenas, de las que a menudo, para saber quién las formula tenemos que
recurrir a las notas del final porque en el texto no se nos indica el nombre.
En la página 214, leemos: “Desde el punto de vista simbólico, la importancia de
octubre de 1934 reside en que, cuando estalla la guerra civil, varios
intelectuales –entre los cuales figuran liberales como Marañón, Ortega y Gasset
o Baroja-- situaron el origen del conflicto en la Revolución de Asturias, y
culpan a la República de haber permitido el auge de un comunismo radical de
tinte soviético”. Para fundamentar esa afirmación una nota nos remite al libro
de Jordi Gracia La resistencia silenciosa, en el que tampoco encontramos
ninguna justificación, salvo la referencia a un folleto propagandístico de
Marañón publicado en 1938, donde se añade que, el caso de Marañón, casi parece
que la guerra “empezó en su domicilio particular, cuando el conde de Romanones,
que además es paciente suyo, y muy rácano, ha de ir cediendo a la evidencia del
cambio de régimen antes de la caída del sol”. Divagaciones de tono
ensayístico, como estas de Jordi Gracia, no pueden servir de apoyo a la
afirmación de que Ortega o Baroja, al igual que luego harán los revisionistas
como Pío Moa, situaron el origen de la guerra civil en 1934.
Conviene tener también cierta precaución a la hora de
incluir como documento biográfico lo que es solo ficción caricaturesca. La
semblanza que José María Carretero, El Caballero Audaz, ofrece del paso de
Azorín por la subsecretaría de Instrucción Pública, añadida a una entrevista
que le hizo para La Esfera cuando la reproduce en uno de los tomos de Galería,
publicados en los años cuarenta (antes había aparecido en Lo que sé por
mí), no es el testimonio de ningún testigo presencial, carece de validez
como dato biográfico.
No invalidan estas observaciones, y otras que podríamos
añadir, el libro de Francisco Fuster, pero para el lector atento le quitan
“presunción de veracidad”, que es la cualidad esencial de cualquier
investigador. Alguna ventaja tiene este hecho: más de una vez me he dedicado a
confirmar por mi cuenta algunas de las afirmaciones de Fuster, y puedo
garantizar que la mayoría están bien fundadas. Y que vale la pena volver sobre
Azorín porque sus mejores páginas, algunas de ellas todavía perdidas en las
páginas de los periódicos o más editadas en algunas de las revueltas
misceláneas de los últimos años, ganan con el paso del tiempo. Y el autor, anarquista
y franquista, republicano federal y todo lo contrario, estuvo lejos de ser el
santo de palo en que algunos quisieron convertirle o que él mismo fingió ser en
más de una ocasión.
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