Ya no es tarde
Benjamín Prado
Visor. Madrid, 2014.
La mala literatura está llena de buenos sentimientos y por
eso comenzamos el nuevo libro de Benjamín Prado –tan claro, tan celebrativo–
con cierta prevención. A ello se añade otro prejuicio. Del mismo modo que Ramón
Gómez de la Serna transformaba cualquier género literario en una sucesión de
greguerías, Benjamín Prado convierte todo lo que toca en un conjunto de ingeniosos,
brillantes, contundentes aforismos. No otra cosa es el texto inicial de Ya no es tarde, “Cuestión de
principios”, continuado en el que cierra el libro, “Punto final”, ambos una
serie anafórica que intenta formular su poética, sus pretensiones a la hora de
escribir: “Un poema que diga también lo que no dice. / Un poema que escuche a
quien lo lee. / Un poema que diga que el que cierra los ojos / es cómplice de
aquello que no ha querido ver”.
¿Hay solo
anécdota sentimental e ingenio en el nuevo libro de Benjamín Prado? “Nunca es
tarde para empezar de cero”, leemos en el primer verso de un poema. Y continúa:
“llega María, acaba el invierno, sale el sol”. Los juegos de palabras no tardan
en aparecer: “y de pronto la puerta no es un error del muro / y la calma no es
cal viva en el alma”.
En el poema
“María y el fantasma” nos encontramos con un fantasma bien conocido que llega
no para asustar sino para dar buenos consejos: “Existen ciertas noches en las
que Ángel González / olvida que está muerto / y entra en casa, / enciende un
cigarrillo, / jugamos a poner las cartas boca arriba”.
Ya no es tarde es un libro de poemas de
amor en el que se hace un sitio a la poesía social –“Poesía social” se titula
uno de los poemas; otros, “Los camaradas”, “Tablón de anuncios”–, ya que “el
amor se parece a las otras libertades / en que a todas les siguen los mismos
enemigos”. Benjamín Prado, muy en su estilo, elogia a los poetas sociales recurriendo
sorpresivamente al palíndromo: “Cuando oían que nada es verdad para siempre /
que todo se transforma con decirlo al revés, / del modo en que el azar se hace la raza / o el líder el redil / o el animal la lámina, /
contestaban que era posible un mundo / en que se pudiese cambiar de dirección /
sin cambiar de sentido / –como aviva,
/ como oro, como radar, como ala…”
Un libro de
amor con preocupaciones sociales y lleno de literatura, como no podía ser de
otra manera tratándose de Benjamín Prado. La familia de la que se nos habla en
“Libro de familia” la forman los escritores leídos y releídos, los que nos han
hecho ser lo que somos: “He aprendido a nadar en los libros de Conrad; / a huir
en los poemas de Vallejo y Rimbaud. / Hablo cualquier idioma. Vivo en todas las
épocas. / Me llamaban Machado: / mi tumba está en Colliure”. El largo poema se
convierte así en un personal recorrido por la historia de la literatura.
La pareja
de amantes se pasea por la Lisboa de Pessoa y la Ginebra de Borges, visita la
tumba de Auden y la casa de Juan Ramón Jiménez en Coral Gables. Los poemas son
gratos de leer, pero bordean la circunstancial poesía viajera. No ocurre eso
con “Tu nombre quemará mis labios para siempre”, el poema dedicado a Jerusalén,
uno de los más destacados del libro.
Se lee con
gusto esta celebración de un amor tardío, siempre en un agradable tono medio y
de vez en cuando –entre aforismos y alguna greguería: “los calcetines como
liebres suaves; / las tijeras / que son / dos ríos amarrados”– con un chispazo
de punzante e inédita verdad. Pero de pronto –el libro está a punto de terminar
con la habitual hipérbole sobre la eternidad del amor (“Cuando África amanezca
/ cubierta por la nieve / y en los cuadros de Goya luzca el sol. / El día en
que las águilas se vuelen de los dólares, / y Pompeya despierte / de su sueño a
la sombra del volcán, entonces, / solo entonces, / dejaré de quererte”)– nos
encontramos con un poema distinto, el poema más extenso del libro, que nos
golpea directamente en el corazón.
Se trata de
una elegía. El tema resulta propicio a la falacia patética: habla de la muerte
de la madre. Y lo hace, sin desdeñar la anécdota, los pequeños detalles, con
palabras sencillas: “Le gustaban, la nieve, los gatos, la familia; / el fuego,
/ cocinar, / los cumpleaños, / llorar con las películas románticas; / encender
velas en las catedrales. / Le asustaban los médicos, / las llamadas nocturnas,
/ las tormentas, / el frío, / los reptiles…”
“Su viva
imagen” es un poema memorable y conmovedor, inesperado en este cancionero
amoroso, en esta celebración de un amor tardío.
No bastan
los buenos sentimientos para hacer buena literatura, cierto, como tampoco
bastan las buenas intenciones. Pero no es el ingenio ni el artificio retórico
–en los que Benjamín Prado resulta consumado maestro– lo que salva a un libro
de poemas, sino la verdad y la emoción de sus palabras. Las de Ya no es tarde comienzan como un juego y
acaban llegándonos directamente al corazón.