Libros, buquinistas y bibliotecas
Azorín
Edición de Francisco
Fuster
Fórcola. Madrid,
2014
El periódico, como resulta bien sabido, es a menudo la
antesala del libro. Buena parte de la mejor literatura de los siglos XIX y XX,
antes de reunirse en volumen, fue apareciendo en los diarios o en otras
publicaciones periódicas, desde las Leyendas
de Bécquer hasta algunas de las novelas últimas de Valle-Inclán, por no hacer
referencia a autores como Julio Camba, cuya obra entera se publicó primero en
la prensa diaria.
Conviene no
confundir los libros de origen periodístico que son una mera colectánea de
piezas sueltas y los que forman con ellas una unidad de orden superior.
Al segundo
tipo, corresponden algunos de sus títulos más inolvidables en la obra de
Azorín: Castilla, de 1912, o Al margen de los clásicos, de 1915. Al
primero, bastantes de los títulos elaborados, ya en vida del escritor, por José
García Mercadal o Ángel Cruz Rueda, aunque en muchos casos buscaran una unidad
temática. A medio camino entre una y otra se encuentra el sugerente Libros, buquinistas y bibliotecas, que ha
preparado un diligente rebuscador de tesoros perdidos en las hemerotecas,
Francisco Fuster.
Para el
lector distraído (y para el erudito, que casi siempre es un lector desatento a
los valores literarios de los textos que estudia) ambas clases de obras no se
diferencian en nada, ambas reúnen artículos publicados previamente en la
prensa.
Francisco
Fuster inicia su selección con un texto muy menor y circunstancial, que no
anima a seguir leyendo, aunque ya fuera incluido en Con bandera de Francia (1950). Nuestra impresión no cambia hasta
que no llegamos a “Meditación ante una imprenta”, aparecido en La Prensa ,
de Buenos Aires, e inédito en volumen hasta la fecha. Como estas, hay un puñado
de espléndidas páginas azorinianas en este volumen –a la altura de las mejores
suyas–, bastantes de las cuales nunca habían sido recopilados. Pero se
entremezclan con otras que hoy solo tienen el valor de una curiosidad histórica.
Azorín no
cuenta actualmente con demasiados lectores, aunque sí con un puñado de
fervientes admiradores (uno de ellos, Andrés Trapiello, firma el prólogo). Es
cierto que escribió mucho, a lo largo de sesenta años de vida activa, y que no
todo lo que escribió está, como no podía ser de otra manera, a la misma altura.
Pero es uno de esos escritores que no se agotan nunca por mucho que lo
frecuentemos. Superado el previsible tedio de las páginas iniciales (conviene
no empezar por ellas), pronto nos dejamos seducir por su encanto. Y nos vuelve
a llenar de asombro su sentido común, esa virtud tan escasa entre los
intelectuales.
Ni las
bibliotecas ni las librerías españolas fueron siempre lo que son hoy. Una pieza
maestra de la literatura satírica es “En la Biblioteca ”, de 1905, el
relato de una visita a la Biblioteca
Nacional , donde todo estaba minuciosamente planificado para
proteger a los libros del contacto con los lectores. Algo semejante ocurría en
las librerías españolas de entonces. Una de las ventajas de las librerías de
viejo frente a las de nuevo era que en las primeras se podían hojear libremente
los libros; en las segundas, no. Azorín insiste una y otra vez en la ventaja
comercial de dejar entrar al simple curioso, al que no busca ningún título
concreto, como ocurría en las francesas (de Francia, tomada siempre como
modelo, se habla casi tanto como de España en estas páginas): “el mayor
inconveniente, la mayor rémora del comercio de libros en España” consiste en que
“un desconocido, un transeúnte, no puede penetrar en una librería para ver lo que hay, sin deseo de
comprar”. Aunque hoy nos parezca increíble, los libreros españoles tardaron en
comprender que “el deseo de comprar surge a la vista de los libros”, como los
bibliotecarios españoles que su misión no era solo custodiar los libros, sino
hacerlos accesibles.
El sentido
común de Azorín le lleva a decir cosas que todavía sorprenden. Un ejemplo: “¡Cuántas
correcciones de faltas de ortografía le debe a los tipógrafos el autor de estas
líneas!”. Me imagino el pasmo de tantos profesores ante semejante confesión. ¿Las
faltas de ortografía no eran propias de los jóvenes de hoy que no leen nada?
Azorín añade algo obvio, pero que nadie había dicho antes que él, ni quizá
después, que las faltas de ortografía pueden ser debidas al exceso y
multiplicidad de lecturas: “Quien esté leyendo en italiano, por ejemplo, días y
días, Omero sin ‘h’, es fácil que se incline, al escribir este nombre en
español, a ponerlo, no tal como nosotros lo escribimos, Homero, sino a la
manera de Italia. La ortografía no ha estado fijada sino hasta tiempos
recientes; todos los escritores antiguos escriben con pintoresca desigualdad.
¿Cómo podrá librarse de tantas y tan encontradas sugestiones, al poner la
pluma, en el papel, quien lea frecuentemente a los antiguos?”
Cuánta
sensatez, cuánta inteligencia hay en unas páginas que en un principio pudieron
parecernos apolilladas. Cuánta sutileza al hablar de los distintos tipos de
lectura, de las varias clases de bibliotecas, de la secreta vida de los libros.
Nunca le
agradeceremos bastante a Francisco Fuster este rescate. Con buen criterio,
señala al pie de cada artículo el lugar y la fecha de su primera aparición,
pero no indica si fue luego o no recopilado en libro. En la nota inicial se
limita a decir que veinte de los cincuenta artículos son inéditos y que la
mayoría aparecieron inicialmente en La Prensa. Otros –añado yo– proceden
de ABC (“De un transeúnte”, “Una
opinión”, “Grados de la cultura”), La Vanguardia
(“Libros, libritos viejos”, “En la feria de los libros”, “Los libros”) o Luz (“Bibliotecas”). Poco habría costado
indicar, al pie de cada artículo posteriormente recopilado, el título de esa
recopilación, y algunos lectores se lo agradeceríamos.
Sorprende,
por otra parte, una frase de la nota inicial: “En relación a la ortografía, y
con el ánimo de alterar en lo mínimo el espíritu y la forma del texto salido de
la pluma de Azorín, he respetado el original siempre que ha sido posible”. Convendría
que nos indicara cuándo no lo ha respetado, y por qué razones.
Pero son,
por supuesto, reparos menores. Como que el volumen habría ganado con los
artículos en orden cronológico, sin división en partes (iríamos viendo así, no
solo la evolución del autor, también la de nuestro país en relación con los
libros). Pero tal como está resulta imprescindible para cualquier lector de hoy
que no resulte inmune al encanto de los viejos libros.
nice...
ResponderEliminarcan you tell me about Gabriel José García Márquez?
thanks
No sé en este caso, pero en otros prólogos de Trapiello que he leído creo que tiende a caricaturizar, lo cual me irrita.
ResponderEliminarMe gusta más su blog.
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