Relámpagos de lucidez. El arte del aforismo
Javier Recas
Biblioteca Nueva. Madrid,
2014
De los tres subgéneros literarios que últimamente parecen
haberse puesto de moda, el aforismo es el más antiguo. El haiku no llegó a las
literaturas de lengua española hasta hace un siglo, en los años finales del
modernismo, y el microrrelato, entendido como tal, es prácticamente de ayer
mismo, aunque le podamos encontrar múltiples antecedentes. Pero el aforismo lo
cultivaron ya los presocráticos, que fueron los primeros metafísicos y los
primeros físicos de nuestra cultura, y aparece en los textos sagrados de casi
todas las religiones.
El término
“aforismo” es el más generalizado hoy para los “textos sin contexto” –así los
define Jorge Wagensberg, uno de los grandes aforistas contemporáneos– que han
recibido muy diversos nombres: máximas, proverbios, sentencias, refranes,
adagios, epigramas, preceptos o incluso, más sencillamente, ocurrencias,
dichos, frases memorables. Tienen relación con el fragmento, y muchos de los
aforismos proceden de textos fragmentarios, pero un fragmento solo se convierte
en aforismo cuando paradójicamente deja de serlo y pasa a ser considerado un
texto completo.
Relámpagos de lucidez titula, muy acertadamente,
el profesor Javier Recas un volumen que es a la vez un estudio del aforismo,
una antología y una colección de semblanzas de los principales aforistas.
¿Los
principales aforistas? Mejor diríamos algunos de los principales y otros que
quizá no esperaríamos encontrar, pero que de ningún modo sobran. Comienza con
Lao Tse, el fundador del taoísmo, menos un personaje que una leyenda. “El que
sabe no habla, / el que habla no sabe”, dice uno de sus textos más divulgados
(la estructura paradójica y en quiasmo resulta muy característica del aforismo
contemporáneo). Lao Tse nos ofrece un arte de vida, una religión sin dioses,
una visión del mundo que supone un contrapunto al racionalismo de Occidente.
Tres aforistas
representan a la lengua española. El primero es un clásico que no puede faltar
en ninguna selección, Baltasar Gracián, autor del Oráculo manual, teórico del género en Agudeza y arte de ingenio, y reconocido maestro de algunos de los
más notables aforistas posteriores, como Schopenhauer o Nieztsche, a los que
Recas dedica sendos sustanciosos capítulos. Conceptuoso y barroco, quevedesco y
gongorino, gustoso de retorcer y comprimir el lenguaje al máximo, Gracián es
autor de algunos de los dichos más repetidos y populares, como “Lo bueno, si
breve, dos veces bueno”, que no deja de ser una excelente definición del
aforismo.
Antonio Machado
sorprende algo más en una restringida selección del aforismo universal, pero
aforismos son sus proverbios y cantares (muchos de los aforismos tradicionales
se escribían en verso) y al aforismo tienden con frecuencia los apuntes de Juan
de Mairena y las reflexiones filosóficas de Abel Martín. En cualquier caso, el
capítulo que se le dedica disuena un tanto del resto del libro.
El tercer
aforista de lengua española es el raro Antonio Porchia, un italo-argentino más
sabio que culto en el sentido tradicional del término (su formación académica
era escasa). Porchia no escribió más que aforismos. Los reunió en el volumen Voces, que fue creciendo en sucesivas
ediciones. La primera, una autoedición, pasó sin pena ni gloria, pero uno de
sus ejemplares llegó al crítico francés Roger Caillois (el mismo que resultó
decisivo para la fama de Borges) y fue su entusiasmo quien acabó
convirtiéndolo, si no en una celebridad, sí en un mito. Entre la filosofía y la
poesía oscilan los aforismos de Porchia, que prescinden de cualquier juego de
ingenio o alarde retórico; es el suyo un minimalismo extremo, un arte de la
pobreza expresiva que requiere toda la colaboración del lector para que no se
confunda con la obviedad y la nadería.
Los moralistas
franceses, una de las cumbres del aforismo, están representados por La Rochefoucauld y
Chamfort. Al primero lo define Recas como “el ingenio galante de los salones
parisinos”, mientras que al segundo lo resume en tres palabras: “carácter,
pasión y revolución”. Al arte de vivir del antiguo régimen, al ocurrente y
punzante discreteo de los salones, le puso fin de abrupta manera la Revolución. El
reiterado y atroz suicidio de Chamfort, quien tras ser detenido una vez juró
que no volvería “a ser reducido a la esclavitud en una prisión”, lo ejemplifica
de la mejor manera. Recas lo cuenta con minuciosidad gore: “Unas semanas después fueron los gendarmes a buscarle para un
nuevo interrogatorio. Chamfort compartía cena con unos amigos y pidió
terminarla. Concluida esta, se excusó para ir a recoger unos documentos a su
despacho. Se pegó un tiro que erró su propósito, la bala le partió la nariz y
le destrozó un ojo. Sorprendido de verse aún vivo e inmerso en un irrefrenable
delirio suicida, cogió una navaja con la que intentó seccionarse la garganta,
pero no logró sino causarse una feroz carnicería. Se asestó diversos golpes
intentando, sin éxito, llegar al corazón y en un esfuerzo final trató de
cortarse las venas. Rescatado del gran charco de sangre, recibió la atención y
los afanosos cuidados de sus amigos. Después de un tiempo de transitoria
mejoría, falleció el 13 de abril de 1794” . Toda una época fallecía con él.
Georg Christoph
Lichtenberg fue en vida famoso por sus trabajos científicos, como otros
aforistas lo fueron por sus tragedias, novelas o poemas, pero en su caso --al
igual que en el de tantos otros– las obras mayores cayeron en el olvido,
mientras que los apuntes escritos a vuela pluma permanecieron. Como en el
soneto de Quevedo, a veces es lo que parecía más frágil “lo que permanece y
dura”. De los aforistas clásicos, es quizá el irreverente e incisivo
Lichtenberg el que más cerca está de nosotros.
Mark Twain y
Ambrose Bierce aportan el humor a la selección. Un humor cada vez más negro en
el caso de Mark Twain, y negro y sarcástico desde el comienzo en el de Bierce,
cuyo Diccionario del diablo es un
vademécum que no ha perdido ni un ápice de su carácter provocador.
A los
soliloquios de Marco Aurelio y al seductor personalismo de Montaigne se dedican
otros capítulos de un libro que termina con Emile Cioran, quien dedicó su larga
existencia a glosar con la mejor prosa francesa la tentación del no ser y a
quien la posibilidad del suicidio le libró del suicidio: “Vivo únicamente
porque puedo morir cuando quiera: sin la idea
del suicidio hace tiempo que me hubiera matado”.
Me parece que es Jorge Wagensberg quien dice, precisamente en un aforismo, algo así como que "El refrán cierra la reflexión, mientras que el aforismo la abre". Creo que hay algo de cierto, y de ahí que los refranes suelan ser rimados, para que no puedan replicarse (pues la refutación no rimaría). Se dice el refrán y no se hable más, santo Tomás.
ResponderEliminarPor otro lado, los aforismos de Baltasar Gracián son excelentes, pero, al estar escritos en castellano rancio, pierden gran parte de su vigencia. Hace años se hizo una traducción del Oráculo al inglés y fue un éxito de ventas (hoy día, al estar disponibles en Internet, el libro no habría vendido nada), y es porque traducidos al inglés actual los aforismos gracianescos se libran de su arcaísmo léxico. Triste condena, no poder leer a los clásicos en español del siglo XXI, so pena de excomunión.
No estoy de acuerdo. A mí, lo que me parecería una condena es tener que leer a Garcilaso, a San Juan de la Cruz o a Cervantes en "español del siglo XXI", sea lo que sea eso. O a Dante en "italiano del siglo XXI", o a Shakespeare... Pero no "excomulgo" a nadie porque lo haga; pienso, eso sí, que se equivoca.
ResponderEliminarSi el "Oráculo manual y arte de prudencia" traducido al inglés lo retradujéramos al español desde la fuente inglesa (o sea, prescindiendo del original texto barroco), resultaría un libro mucho más legible y digerible por el lector medio. No me refiero al lector erudito ni especializado (obviamente), sino al lector medio.
ResponderEliminarY entonces, ¿por qué no se "traduce" a Gracián al español del siglo XX -incluido el título: ahora no sería "Oráculo manual", sino "Oráculo (o Aforismos) de bolsillo"-? Pues porque, si alguien se atreviera, sería tachado de adulterador, profanador o -incluso- "sacrílego".
¿Y si alguien "tradujera" el Quijote al español del siglo XXI? Pues peor todavía. Sit anatema.
En este asunto sigue habiendo ayatolas del purismo, aun a riesgo de provocar la deserción de los lectores. Leer a los clásicos debería ser un placer y no un "coñazo" (permítase la expresión). Insisto: estoy hablando del lector medio, no del lector de gran cultura que disfruta leyendo español del siglo XVII.
No quiero enzarzarme en una controversia. Y como creo que he dicho todo cuanto quería decir, no insistiré. Sólo añado que, si puedo leer a Shakespeare traducido al español actual (y no del siglo XVI, aunque él obviamente escribió en inglés de esa centuria), ¿por qué no puedo leer el "Persiles" en español del siglo XXI?
Usted confunde al lector medio con medio lector.
EliminarNo creo que haga falta "gran cultura" para leer a Garcilaso tal como él escribió. Pero, eso aparte (y el pequeño detalle de que casi todas las obras mayores de Shakespeare se escribieron a partir del 1600, o sea, en el siglo XVII), la traducción es sólo un recurso para quien no puede leer el original: un sucedáneo. Y, como tal, parece razonable aproximarlo en lo posible al lenguaje del lector. Pero supongo que nadie leería a Machado en inglés pudiendo hacerlo en español. ¿Por qué acudir a un sucedáneo cuando -con un mínimo de atención, de cultura y de esfuerzo- se puede acceder al original? Yo no condeno a nada ni a nadie; pero para mí es algo parecido a presentar, no un cuadro de Velázquez, sino un cuadro con el mismo tema y disposición de las figuras, pero adaptado al "lenguaje -pictórico- del siglo XXI". La forma (esa forma, la suya) no es importante sólo en pintura. Lo otro no me parecería "sacrílego" (creo poco en la sacralización), pero sí una tontería.
ResponderEliminarAhora bien: igual que se publican adaptaciones simplificadas para niños de libros clásicos, veo factible que se haga algo semejante para quienes, por desconocimiento o simple vagancia, no se atreven con los originales por no ser el suyo un lenguaje "moderno". Pero serían eso: adaptaciones. Igual que yo no creería haber leído "La isla del tesoro" porque lea una adaptación para niños, tampoco pensaría que ha leído el Quijote quien lea una de estas otras. Son sucedáneos, que pueden tener su utilidad, pero que de ningún modo, pienso, cabe considerar equivalentes a los originales.
Lo de adaptar libros para el lector actual tiene un problema: ¿dónde está el límite?. Me explico: si hiciéramos caso a los alumnos de, pongo por caso, de bachillerato, o a los de la universidad, tanto da, que dicen no entender a Baroja, a Unamuno y Cela - cito tres por no alargar la lista-, ¿tendríamos que buscar a alguien que "tradujera" al español actual a esos escritores (y nombro sólo a novelistas porque si entramos en el campo de la poesía el asunto puede ser aún más lioso)?. ¿No sería más sencillo darles las herramientas para que sean capaces de leer por sí mismos cuanta literatura caiga en sus manos?
ResponderEliminarEn cuanto al otro tema que se debate en estos comentarios, creo que todos estamos de acuerdo en que la traducción es imprescindible para la divulgación cultural de cualquier índole, puesto que todos hemos tenido nuestros primeros contactos con, qué sé yo, Shakespeare, Tolstoi y otros muchos en traducciones más o menos fieles - no quiero entrar en lo poco fieles que eran muchas de ellas, como hemos ido sabiendo a lo largo de la historia, como lo prueba la "Guerra y paz" de que editó Mario Muchnik, que puso por fin un texto fiel en nuestra manos de la monumental obra rusa -. Ahora bien, la satisfacción que produce poder leer los libros en su lengua original es impagable, por más que ya dijo, me parece que Borges, que no podemos prescindir de las traducciones por la sencilla razón de que nunca sabremos todas la lenguas en las que están escritas las grandes obras de la historia de la literatura.
Me fascina tanto el post como este pequeño debate que habéis abierto.
ResponderEliminarEl libro tiene muy buena pinta y a mí que me gusta el tema creo que me vendría genial.
Excelente reseña!
saludos!
De todas formas, lo de las malas traducciones no es un problema sólo español, puesto que, sin abandonar los clásicos rusos del siglo XX, las versiones de Constance Garnett al inglés han sido criticadas por todos, empezando por el poeta ruso Joseph Brodsky, que decía comprender a los lectores que no distinguían a Tolstoi de Dostoievski, porque no estaban leyendo a ninguno de los dos, sino a Constance Garnett; eso por no hablar de las omisiones o cambios en las novelas que traducía, que alteraba cuando no encajaba en su visión victoriana de la vida ( tengamos en cuenta que su tarea de traductora se remonta a los años setenta del siglo XX).
ResponderEliminarY término con otra apostilla, en este caso a las traducciones francesas: entrevistaban desde Le Monde des Livres a un traductor de Los endemoniados de Dostoievski ( Novela que he visto titulada en español de media docena de formas diferentes, todo sea dicho de paso) y él afirmaba que era necesario nuevas traducciones más fieles a la literatura original, que es lo que había querido hacer precisamente con el narrador ruso, porque la traducción canónica francesa no tenía lo que se dice mucho que ver con lo que Dostoievski había escrito en su muy peculiar estilo.
Un pequeño duende del ordenador: Constance Garnett vivió ente 1861 y 1946, de manera que sus traducciones son de finales del siglo XIX y primeras décadas del XX. Es decir, tenia veinte años más que Rafael Cansinos Assens, el escritor español del que se sospecha que no tradujo a Dostoiesvki del ruso, sino del francés. Y esas fueron las traducciones que durante muchos años tuvieron que leer los lectores ingleses y los españoles.
ResponderEliminarUna de las maravillas de los clásicos es que nunca terminan de comprenderse, por eso podemos volver a ellos una y otra vez, como dijo el otro día en la BNE María do Cebreiro Rábade, en una interesante conferencia sobre Rosalía de Castro.
ResponderEliminar