Tiempos recios
Mario Vargas Llosa
Alfaguara. Madrid,
2019.
De la nueva novela de Mario Vargas Llosa, sobra todo lo que
tiene de novela. También la lección final, tan simplista. El resto es
apasionante.
El resto: la
crónica de los intentos reformistas de Jacobo Árbenz Guzmán, presidente de
Guatemala entre 1951 y 1954; las intrigas para derrocarlo, mediante la creación
del llamado ejercito liberacionista, apoyado por Estados Unidos; el triunfo de
los sublevados que lleva a la presidencia a Carlos Castillo Armas; el asesinato
de este en 1957; la figura enigmática de Marta Borrero Parra, conocida como
Miss Guatemala.
. El
novelista Vargas Llosa, al menos en este su último libro, resulta inferior al
cronista y al periodista. Desatento de los pequeños detalles, apenas si
consigue hacer creíble aquello que inventa, olvidando que, al contrario que la
realidad, la ficción sí tiene que ser verosímil.
El capítulo
XI nos cuenta cómo Marta Borrero se convierte en amante del Carlos Castillo
Armas. Comienza como un folletín (“Salió a escondidas, sin que la sintieran los
sirvientes, envuelta en una manta que la cubría dándole una apariencia
deforme”) y con la inverosimilitud del folletín continúa: casada por obligación
con un marido que al que detesta, decide abandonarlo; al ser rechazada por su
familia, va a ver al presidente, a quien no conoce; consigue que le hagan pasar
ante él, le cuenta su historia y, sin más ni más, se convierte en su amante.
Aunque el
presidente sea “muy celoso y hecho a la
antigua” (“No le gusta que reciba a hombres, ni siquiera acompañados por sus
mujeres ni siquiera cuando él no está”), es visitada frecuentemente por el
agregado militar de la República Dominicana, Johnny Abbes García, y por un norteamericano
que se hace llamar Mike. Van siempre juntos a verlo, de acuerdo con los deseos
de Marta y un día en que se quedan solos el dominicano y ella, porque Mike ha
ido al baño, le pregunta: “Este gringo es de la CIA,
¿no es cierto? Trata de sonsacarme cosas como si yo fuera tonta”. Al salir de la
casa, Johnny Abbes le refiere a su amigo las sospechas de Marta y este
responde: “Claro que se ha dado cuenta de para quién trabajo. Y me ha pedido
dinero por las informaciones que me da. Ella y yo hemos hecho un pacto”. ¿Y
cuándo lo hicieron –si pregunta el lector– si nunca se quedaron a solas?
Punto
central en Tiempos recios lo
constituye el asesinato del presidente Carlos Castillo Armas, todavía no
aclarado. Hubo, sigue habiendo, muchas hipótesis. Vargas Llosa se atiene a la
formulada por Tony Raful en La rapsodia
del crimen. Trujillo versus Castillo Armas (Santo Domingo, Grijalbo, 2017). Cita la obra expresamente en el epílogo
y declara tomar de ella una de sus anécdotas. Toma bastantes cosas más. La principal,
que Trujillo ordenó asesinar a Castillo Armas porque estaba resentido con él
por no haberle concedido una condecoración, la Orden del Quetzal, y no por no haber querido que los dos
celebraran juntos la victoria en un gran acto celebrado en el Estadio Nacional
de Guatemala. Quizá Tony Raful fundamente esas hipótesis en su libro con buenas
razones; Vargas Llosa no lo hace. Cierto que un novelista no necesita documentación,
que la imaginación es libre, pero eso no implica –y menos si se trata de una novela
histórica– que no deba preocuparse del encaje con los hechos probados.
El
magnicidio se nos cuenta en los capítulos pares –del II al XIV–, según la
rutinaria costumbre de Vargas Llosa de ir alternando momentos cronológicos
distintos cuando narra una historia. El Director General de Seguridad, Enrique
Trinidad Oliva, y el agregado militar dominicano, Johnny Abbes García, esperan
juntos en un burdel a que llegue la hora de cometer el crimen (sus conversaciones
ocupan varios capítulos), luego entran tranquilamente en el palacio presidencial,
del que han retirado la guardia, salvo a un soldado; el propio director general
mata a ese soldado con su pistola con silenciador, le quita el fusil y, cuando
el presidente y su mujer atraviesan un pequeño patio para ir a cenar (algo
extrañados de no encontrar a ningún sirviente) le disparan dos tiros. La
versión oficial es que el soldado mató al presidente y luego se suicidó. Esa es
la explicación que se dio en la realidad y también la que se nos da en la
novela, sin aludir en ella a cómo fue posible que el soldado se suicidara con
una pistola que no era suya, en lugar de hacerlo con su fusil, como resultaría
lógico. Por otra parte, Castillo Armas afirma repetidas veces que no se fía de
su director de seguridad, que está seguro de que le traiciona, y a pesar de
ello le mantiene en el cargo y ni siquiera sospecha nada cuando se queda solo,
con su mujer y un soldado, en palacio.
De
descosidos así está llena la novela, que claramente no ha pasado por las manos
de ningún buen editor (en el sentido anglosajón del término). En un capítulo,
el XVI, se nos dice que Mike habló con
Marta por teléfono para avisarla de que estuviera preparada para huir, y en
otro –el XIX– se nos cuenta que para ello fue a visitarla.
Todas las
conversaciones que Vargas Llosa se inventa suenan falsas. En el capítulo XXIII,
Trujillo reconvine a Héctor Trujillo Molina, presidente títere de la república,
con estas palabras: “Tú no existes. Eres una invención mía. Y así como te
inventé, te puedo desinventar en cualquier momento”. De sobra sabía el Negro Trujillo
–como se conocía al hermano del dictador– cuál era su papel.
Hay en esta
novela, que falla en lo que tiene de novela, capítulos espléndidos. Los que nos
cuentan el final de los dos presuntos asesinos del presidente, Enrique Trinidad
Oliva y Johnny Abbes García, por ejemplo.
Previsible
resulta el juego con los tiempos, tan previsible en Vargas Llosa como la
actualización o el cambio de época en la puesta en escena hoy en día de
cualquier ópera. ¿Cumple una función estética o solo dificulta que el lector
entre en la trama?
En uno de
los capítulos del libro –el VII– se alternan dos encuentros de Trujillo,
separados por algunos años: en el primero, con Carlos Castillo Armas, le ofrece
su ayuda; en el segundo, muestra su frustración –ya se sabe: no le concedió al
parecer la condecoración deseada– y encarga su asesinato. Al comienzo, aparece
otra de esas frases poco afortunadas del narrador: “El Generalísimo Trujillo
miró su reloj: cuatro minutos para las seis de la mañana. Johnny Abbes García
comparecería a las seis en punto, hora en que lo había citado. Probablemente
llevaba un buen rato sentado en la antesala. ¿Lo haría pasar de inmediato? No,
mejor esperar a que fueran las seis en punto. El Generalísimo Rafael Leonidas
Trujillo no solo era un maniático de la puntualidad, también de la simetría:
las seis eran las seis, no las seis menos cuatro minutos”. ¿Y dónde está ahí la
simetría?, nos preguntamos.
La moraleja
aparece en las líneas finales, en el capítulo epilogal en que se nos cuenta una
visita al único de los personajes de esta “verdadera historia” que aún continúa
vivo, Marta Borrero Parra.
En opinión
de Vargas Llosa, si Estados Unidos hubiera permitido que el experimento
democratizador de Jacobo Árbens Guzmán –que no era comunista, como la
interesada propaganda hizo creer, aunque su principal asesor, José Manuel
Fortuny, sí lo era-- hubiera seguido
adelante, la historia de América Latina habría sido otra: no habría habido
guerrillas, no habría existido la Cuba castrista, la democracia habría llegado
a esos países medio siglo antes. Una conclusión indemostrable, por supuesto. Y
que no se sostiene por ningún lado. El fracaso del experimento de Árbenz no
impidió otros experimentos similares, como el de Salvador Allende.
Igual de
simplista es la historia que se nos cuenta en el capítulo inicial –el encuentro
del fundador de la United Fruit Company y el creador de las relaciones públicas
modernas–, un encuentro que según Vargas Llosa cambiaría la política para
siempre y sustituiría la verdad por la propaganda.
El
simplismo doctrinal y la ficción novelesca lastran lo que podría haber sido –y
de alguna manera lo es– una magistral crónica de unos tiempos convulsos que no
han perdido –que no perderán nunca: nos hablan de los abismos de la condición
humana– su capacidad de repulsión y fascinación.