Edgar Lee Masters
Antología de Spoon River
Traducción, introducción y notas de Eduardo Moga
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2025.
“Habent sua fata libelli”,
tienen su destino los libros, dice un aforismo clásico. Edgar Lee Master
(1868-1950) escribió medio centenar de volúmenes de los más diversos géneros
literarios. Todos se los ha llevado la trampa, de ninguno se acuerda nadie hoy,
salvo de uno: esta Antología de Spoon River, ya bien conocida del lector
español y que ahora vuelve a traducir y prologar modélicamente Eduardo Moga.
La primera edición apareció en 1915 y el éxito fue
inmediato, menos por parte de la crítica (aunque contó con el elogio de los más
alerta, como Ezra Pound) que de los lectores: se sucedieron las ediciones y
pronto las traducciones. Edgar Lee Master había escrito una obra en apariencia
muy local (contaba la vida en una población del Medio Oeste norteamericano),
pero de interés universal y fácil de trasladar a cualquier lengua: su valor no
radicaba en la experimentación o el artificio lingüísticos, sino en el mundo inédito
para la poesía que mostraba y en la manera que tenía de hacerlo (en la
“inventio” y en la “dispositio”, que dirían los retóricos clásicos, más que en
la “elocutio”).
El título resulta un tanto engañoso. Esta Antología no
tiene nada de antología. No es una colección de poemas atribuidos a distintos
autores, ni una colección de epitafios inspirados en la Antología griega,
aunque esa obra estuviera en su origen. Los epitafios clásicos compendian una
vida en unos pocos versos y a veces están escritos en primera persona, pero su
intención epigramática y por lo general apologética tiene poco que ver con el
lenguaje a menudo coloquial y sin censuras morales con que se expresan los dos
centenares y medio de personajes que aparecen en esta especie de comedia humana,
tragicomedia más bien, que algo tiene de miniatura del ciclópeo empeño de
Balzac o de los novelistas del naturalismo.
Más que de epitafios, podríamos hablar de monólogos
dramáticos. El primer poema del libro, “The Hill”, “La colina”, alude al
cementerio y es una variación del manriqueño tópico del “ubi sunt”: “¿Dónde
están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley. / el pusilánime, el fortachón, el
payaso, el bebedor, el camorrista? / Duermen, están durmiendo todos en la
colina”.
El libro parece inspirado en una de esas sesiones
espiritistas que tan de moda estuvieron a finales del siglo XIX y comienzos del
XX. El poeta se convierte en el médium a través del cual escuchamos las voces
de los muertos. No deja de ser una curiosa coincidencia que, por las mismas
fechas del año 1914 en que Edgar Lee Masters comienza a escribir los poemas de
su Antología, a Pessoa se le aparece inesperadamente el primer
heterónimo y maestro de todos los demás, Alberto Caeiro. En un caso y otro, los
poemas se amontonan y el poeta más que escribir parece transcribir las voces
que escucha en su cabeza. El resultado tiene poco que ver con lo que entonces
se entendía por poesía: versos medidos, rima, sentimentalismo, lenguaje
convencionalmente literario y deudor de reconocidos maestros.
Eduardo Moga, en un prólogo que resume bien todo que se
ha dicho de Edgar Lee Masters y su obra principal, destaca la importancia de
una escritura en libertad y casi automática, de un dejarse llevar por la
inspiración, de “una ignorancia que conduce al creador al mejor resultado, al
que acierta en el corazón mismo de lo pretendido, sin saber –aunque intuyéndolo
oscuramente-- que era eso lo que
pretendía”.
En la precisa erudición de Eduardo Moga –que tiene la
elegancia de referirse a las traducciones anteriores sin subrayar los defectos
para ponderar la suya, cosa poco frecuente--, no faltan algunas atinadas observaciones
sobre la poesía en general: “el empeño por encajar todos los elementos de la
creación en un molde conforme a la tradición, sostenido por los conocimientos
que se poseen y las técnicas que se dominan, palidece –o apaga-- el
descubrimiento verdadero; se acomoda uno a las exigencias del oficio –y puede
alcanzar objetivos plausibles--, pero se escapan los hechos vivos: los que
bullen en el subsuelo del pensamiento, en la penumbra de la conciencia
individual y el espíritu colectivo”.
Nunca entendió del todo Edgar Lee Masters lo que había
hecho con Antología de Spoon River. Por eso a la serie de poemas escritos
casi a vuela pluma, en el tiempo en que le dejaba libre su trabajo de abogado,
y que fue publicando en un periódico a medida que los escribía, como si de una
novela por entregas se tratara, quiso añadirles dos textos de más empeño: la
parodia de la épica clásica que titula “La Espuniada” (la atribuye a un poeta
de Spoon River) y un epílogo dialogado que trata de emular a Goethe y su Fausto.
El lector haría bien en prescindir de esos pegotes, aunque puedan no carecer de
valor para el estudioso, como han hecho algunos editores contraviniendo la
intención del autor, algo casi nunca recomendable, pero alguna vez necesario.
Los críticos más conspicuos de su tiempo desdeñaron la Antología
de Spoon River porque consideraban que eso no era poesía (hoy hablarían
despectivamente de “parapoesía”), sino historietas y cuentecillos, a menudo
escabrosos, contados en una prosa coloquial cortada como si fuera verso. Pero cuando
se ha convertido en aburrida hojarasca la mayor parte de la gran poesía que
ellos admiraban, nos siguen emocionando estas pobres gentes de un pueblo
perdido que en sus desdichas e ilusiones compendian las de la humanidad.