martes, 4 de febrero de 2025

La comedia humana

  


Edgar Lee Masters
Antología de Spoon River
Traducción, introducción y notas de Eduardo Moga
Galaxia Gutenberg. Barcelona, 2025.
 

“Habent sua fata libelli”, tienen su destino los libros, dice un aforismo clásico. Edgar Lee Master (1868-1950) escribió medio centenar de volúmenes de los más diversos géneros literarios. Todos se los ha llevado la trampa, de ninguno se acuerda nadie hoy, salvo de uno: esta Antología de Spoon River, ya bien conocida del lector español y que ahora vuelve a traducir y prologar modélicamente Eduardo Moga.

            La primera edición apareció en 1915 y el éxito fue inmediato, menos por parte de la crítica (aunque contó con el elogio de los más alerta, como Ezra Pound) que de los lectores: se sucedieron las ediciones y pronto las traducciones. Edgar Lee Master había escrito una obra en apariencia muy local (contaba la vida en una población del Medio Oeste norteamericano), pero de interés universal y fácil de trasladar a cualquier lengua: su valor no radicaba en la experimentación o el artificio lingüísticos, sino en el mundo inédito para la poesía que mostraba y en la manera que tenía de hacerlo (en la “inventio” y en la “dispositio”, que dirían los retóricos clásicos, más que en la “elocutio”).

            El título resulta un tanto engañoso. Esta Antología no tiene nada de antología. No es una colección de poemas atribuidos a distintos autores, ni una colección de epitafios inspirados en la Antología griega, aunque esa obra estuviera en su origen. Los epitafios clásicos compendian una vida en unos pocos versos y a veces están escritos en primera persona, pero su intención epigramática y por lo general apologética tiene poco que ver el lenguaje a menudo coloquial y sin censuras morales con que se expresan los dos centenares y medio de personajes que aparecen en esta especie de comedia humana, tragicomedia más bien, que algo tiene de miniatura del ciclópeo empeño de Balzac o de los novelistas del naturalismo.

            Más que de epitafios, podríamos hablar de monólogos dramáticos. El primer poema del libro, “The Hill”, “La colina”, alude al cementerio y es una variación del manriqueño tópico del “ubi sunt”: “¿Dónde están Elmer, Herman, Bert, Tom y Charley. / el pusilánime, el fortachón, el payaso, el bebedor, el camorrista? / Duermen, están durmiendo todos en la colina”.

            El libro parece inspirado en una de esas sesiones espiritistas que tan de moda estuvieron a finales del siglo XIX y comienzos del XX. El poeta se convierte en el médium a través del cual escuchamos las voces de los muertos. No deja de ser una curiosa coincidencia que, por las mismas fechas del año 1914 en que Edgar Lee Masters comienza a escribir los poemas de su Antología, a Pessoa se le aparece inesperadamente el primer heterónimo y maestro de todos los demás, Alberto Caeiro. En un caso y otro, los poemas se amontonan y el poeta más que escribir parece transcribir las voces que escucha en su cabeza. El resultado tiene poco que ver con lo que entonces se entendía por poesía: versos medidos, rima, sentimentalismo, lenguaje convencionalmente literario y deudor de reconocidos maestros.

            Eduardo Moga, en un prólogo que resume bien todo que se ha dicho de Edgar Lee Masters y su obra principal, destaca la importancia de una escritura en libertad y casi automática, de un dejarse llevar por la inspiración, de “una ignorancia que conduce al creador al mejor resultado, al que acierta en el corazón mismo de lo pretendido, sin saber –aunque intuyéndolo oscuramente--  que era eso lo que pretendía”.

            En la precisa erudición de Eduardo Moga –que tiene la elegancia de referirse a las traducciones anteriores sin subrayar los defectos para ponderar la suya, cosa poco frecuente--, no faltan algunas atinadas observaciones sobre la poesía en general: “el empeño por encajar todos los elementos de la creación en un molde conforme a la tradición, sostenido por los conocimientos que se poseen y las técnicas que se dominan, palidece –o apaga-- el descubrimiento verdadero; se acomoda uno a las exigencias del oficio –y puede alcanzar objetivos plausibles--, pero se escapan los hechos vivos: los que bullen en el subsuelo del pensamiento, en la penumbra de la conciencia individual y el espíritu colectivo”.

            Nunca entendió del todo Edgar Lee Masters lo que había hecho con Antología de Spoon River. Por eso a la serie de poemas escritos casi a vuela pluma, en el tiempo en que le dejaba libre su trabajo de abogado, y que fue publicando en un periódico a medida que los escribía, como si de una novela por entregas se tratara, quiso añadirles dos textos de más empeño: la parodia de la épica clásica que titula “La Espuniada” (la atribuye a un poeta de Spoon River) y un epílogo dialogado que trata de emular a Goethe y su Fausto. El lector haría bien en prescindir de esos pegotes, aunque puedan no carecer de valor para el estudioso, como han hecho algunos editores contraviniendo la intención del autor, algo casi nunca recomendable, pero alguna vez necesario.

            Los críticos más conspicuos de su tiempo desdeñaron la Antología de Spoon River porque consideraban que eso no era poesía (hoy hablarían despectivamente de “parapoesía”), sino historietas y cuentecillos, a menudo escabrosos, contados en una prosa coloquial cortada como si fuera verso. Pero cuando se ha convertido en aburrida hojarasca la mayor parte de la gran poesía que ellos admiraban, nos siguen emocionando estas pobres gentes de un pueblo perdido que en sus desdichas e ilusiones compendian las de la humanidad.

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