sábado, 3 de junio de 2017

Lorenzo Oliván, pensar con los sentidos



Dejar la piel (Pensamiento y visión)
Lorenzo Oliván
Pre-Textos. Valencia, 2017.

Lorenzo Oliván, uno de los más destacados poetas de su generación, comenzó su carrera literaria publicando dos libros de aforismos, años antes de que el género se pusiera de moda. Siguió cultivándolo en títulos sucesivos y ahora resume tres décadas de dedicación en el volumen Dejar la piel, donde no están todos los que ha escrito, pero sí lo fundamental de su aguda y grave obra breve.
            Hemos hablado de aforismos, pero si nos atenemos a la etimología de la palabra no serían, en la mayor parte de los casos, propiamente aforismos, esto es, dichos sentenciosos, píldoras sapienciales. Sus dos títulos primeros, Cuatro trazos y La eterna novedad del mundo, aún hoy los que muchos de sus lectores prefieren, tenían mucho que ver con la greguería, entremezclaban humor y poesía, nos mostraban las cosas cotidianas con el asombro del niño. Progresivamente su mirada se fue enturbiando a la vez que se hacía más reflexiva, pero el gusto por el decir ingenioso –aprendido en Gómez de la Serna– no le abandonó nunca. “Un ataúd es un cajón que presume de ser mueble”, leemos en Hilo de nadie.
            Lorenzo Oliván, según nos indica en el extenso prólogo, prefiere el término “fragmentos” para referirse “a lo que algunos suelen llamar aforismos”. No parece una elección muy afortunada. Un aforismo es exactamente lo contrario de un fragmento: un texto breve con principio y fin, que debe ser leído exento, que no forma parte de otro texto mayor. Un epigrama de dos versos, o un microrrelato de dos líneas, no son fragmentos; sí, en cambio, cincuenta o cien versos de un poema épico, varias páginas de una novela.
            Curiosamente, salvo en el prólogo, Lorenzo Oliván no emplea nunca el término “fragmento”, sino el de aforismos, en sus libros presuntamente de fragmentos: “El aforismo, tan diminuto siempre, pide a menudo la hipérbole, para hacerse ver”, “Un aforismo tiene que ser contundente como un puñetazo y, a la vez, dar la mano”, “Persigue en tus aforismos el arte de las desapariciones. ¿Qué, que podrías decir, no dices o insinúas? ¿Qué sombra o rastro fugaz cruza el blanco de la página?”
            No es lo único discutible del prólogo, que entremezcla reflexiones generales con el eco de viejos resquemores. “El error que cometió cierta poesía que defendía con insistencia el sentido común, el oficio y la labor de artesano del poeta fue caricaturizar como simples chamanes a quienes coqueteaban con cualquier visión metafísica del hecho poético”. Y se pregunta luego retóricamente si es que Keats o Pessoa fueron “ridículos chamanes”. como si alguien les hubiera aplicado alguna vez tal calificativo (sí se le pudo aplicar quizá, en las polémicas literarias de los ochenta, a Leopoldo María Panero). Pero los lectores tienen la costumbre de saltarse los prólogos en los que los autores hablan de su obra, lo que no deja de ser una buena costumbre.
            La “Obertura” de Cuatro trazos ya nos pone la sonrisa en los labios. El autor juega, como haría un niño, con los instrumentos de la orquesta: “El acordeón va disfrazado de dragón chino”, “Al trombón le pusieron el nombre un día en que se cayó por unas escaleras”. “En los platillos las notas caen como moscas”.
            Humor y poesía: “Todo el mar tiembla cuando la luna entra en él, desnuda”. “Cuando el río se acerca al mar, asustado, se hace el muerto, se hace mar”, “A los espejos cualquier aliento de vida les empaña de angustia el corazón”.
            La personificación es uno de los recursos literarios preferidos por Lorenzo Oliván. Unas veces recuerda la comicidad de los dibujos animados: “El piano de cola se peina con raya a un lado”, “Los garbanzos llevan el culo al aire”, “Los murciélagos, después de usar sus alas, las cuelgan de un perchero”. Otras veces se acerca al microrrelato, con la luna como protagonista preferente: “Vi la luna en lo alto de la torre y, tan triste estaba, que pensé: se va a tirar”.
            Abundan también, como en los chistes, como en las greguerías, los juegos de palabras (“La corrupción hace la fuerza”) y el uso hasta el abuso del simbolismo fonético: “Cicatriz es una palabra que, al pronunciarla, vuelve a abrir mentalmente la herida”, “Qué perfección la de la palabra melancolía. Larga. Grave. Acentuada”, “En la palabra champán hay una invitación a abrir ya la botella”, “Suplicio y suplico son dos palabras que solo el diablo pudo hacer parecidas”.
            En sus últimas colecciones de aforismo, Lorenzo Oliván, como arrepentido de su eutrapelia y de juguetear con las palabras, frunce a menudo el ceño, se vuelve metafísico y moralista. Ejemplos de lo uno y de lo otro: “En nuestra existencia, lo biológico sucede con tanta fatalidad que hasta cierto punto hace inevitable que lo biográfico quede como imantado de destino”, “La democracia, el estado de las apariencias, ha enseñado a los políticos a saber estar, pero no a saber ser”.
            No es el mejor Lorenzo Oliván, a mi entender. Afortunadamente, su creatividad y su ingenio (aunque sea una cualidad que no aprecie demasiado) le salvarán siempre de tropezar con lo obvio y de que se le pueda aplicar uno de sus aforismos: “La moralina es ese polvillo que recubre, de no leerlos nadie, a los escritores moralizantes”.


2 comentarios:

  1. Si no es una caricia a la inteligencia, no es un aforismo.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. También para ser malo hay que ser inteligente.

      (María Taibo)

      Eliminar