martes, 21 de junio de 2022

La historia con otros ojos

 

Madrid hace cincuenta años visto por un diplomático extranjero
Frances Erskine Inglis
Prólogo de Raquel Sánchez y David San Narciso
Ediciones Ulises. Sevilla, 2022.

La labor del editor es de esas que, cuanto más perfectas son, menos se notan. Entre el texto tal como sale de la mano del autor y cómo llega a los lectores en el libro impreso, hay una serie de trabajos intelectuales, a menudo anónimos, que casi nunca se valoran, pero cuya ausencia nunca pasa inadvertida, salvo para los reseñistas habituales, que no suelen ocuparse de estas cosas.

Frances Erskine Inglis (1804-1882), escocesa de nacimiento, española por matrimonio y vocación, fue una mujer excepcional que publicó dos obras maestras a medio camino entre el libro de viajes y el análisis costumbrista. El primero de ellos, La vida en México (1843) es bien conocido y reeditado. Frances, que se había trasladado con su familia a Estados Unidos, entró allí en contacto con un grupo destacado de hispanistas y se casó con un diplomático español, de sonoro nombre, Ángel Calderón de la Barca, que sería el primer embajador en el México independiente. Observadora sagaz, de una cultura insólita en una mujer (y en la mayoría de los hombres), Frances Erskine Inglis escribió una serie de cartas —o de crónicas en forma de carta— que todavía son útiles para entender un país que no se parecía, y sigue sin parecerse, a ningún otro. El libro se publicó anónimamente, como toda la obra de Frances, aunque no tardó en saberse su autoría.

Tras su trabajo como embajador, Ángel Calderón de la Barca fue nombrado ministro en el gabinete del conde de San Luis. Aquí llegó, con su atención siempre alerta, su esposa Frances y no dejó de tomar nota de todo lo que veía. Enamorada de España, todo lo veía con buenos ojos frente al pesimismo habitual de los españoles. Nadie como ella supo reflejar el fastuoso derroche de un tiempo, mediados del siglo XIX, en que en España había dos reinas, la joven y bien intencionada Isabel II, de poco más de veinte años, y su madre, María Cristina, que ya no era reina regente, pero que tras un breve exilio había recuperado su influencia y sin cuyo favor no era posible realizar ninguno de los prósperos negocios del momento, el principal de los cuales era el del ferrocarril (ese novedoso medio de transporte que —se decía entonces— iba a acabar con la poesía de los viajes).

Frances Erskine Inglis llegó a España en 1853. Le dio tiempo a reflejar una época de prosperidad económica —para unos pocos— y de fastuosas fiestas. Prestó especial atención a hospitales e instituciones de caridad. Ese mundo estallaría, al año de su llegada, con la revolución de julio, que ella nos cuenta desde el otro punto de vista, el de quienes han pasado a la historia como los malos de la historia. Aquel Madrid lleno de barricadas y de grupos armados que se toman la justicia por su cuenta se parece sorprendentemente al de los meses siguientes a julio del 36.

Su segundo libro, The Attachè in Madrid or Sketches of the Court of Isabella II, se publicó en Nueva York en 1856, anónimamente, y con la indicación en cubierta de “translated from de german”. A sus anotaciones, escritas casi día a día y a manera de diario (así lo considera su autora: “me despido por tres meses de Madrid y de mi diario”, termina el libro), se les ha dado, para cubrir las apariencias, una leve armazón novelesca: el autor sería un joven diplomático alemán. Como muchos de los asuntos de los habla, no interesaban entonces a un hombre —la minuciosa descripción de la vestimenta de las damas, por ejemplo, o el funcionamiento de la Inclusa— se supone que las describe para complacer la curiosidad de los familiares femeninos que ha dejado en Alemania. La propia Frances y su marido aparecen entre los personajes.

En España se leyó poco ese libro, si es que se leyó. No es probable que lo conociera Galdós cuando escribió La revolución de julio y sin duda le habría sido muy útil. El mismo año en que apareció ese episodio nacional, 1904, se publicó una traducción anotada de la obra de Frances Erskine Inglis firmada por un “Don Ramiro” que resultó ser el escritor cubano, Cristóbal Reyna y Massa, quien había encontrado el volumen, del que nadie había hecho caso, en un mercadillo de La Habana, según nos cuenta en el prólogo.

Esa traducción de un libro excepcional y prácticamente inexistente durante décadas es la que ahora se reedita de la manera más desafortunada posible, con el título de Madrid hace cincuenta años a los ojos de un diplomático extranjero, la mención en la portada de la autora y los autores del prólogo, Raquel Sánchez y David San Narciso, pero sin mención ninguna del traductor. Ese título, a la vez circunstancial y erróneo, era el que le dio “don Ramiro”, quien efectivamente creía que era obra de “un diplomático extranjero”, según indicaba la cubierta, y no de la esposa de un diplomático español, y que estaba escrito originalmente en alemán. Por eso cambia el simple título de “Prefacio”, que figura en la edición original, por el de “Prólogo de la traducción americana”, que se mantiene incomprensiblemente en esta reedición. No se reproducen, sin embargo, las notas del traductor, a las que alude en su prólogo, y que tan útiles habría sido para aclarar algunos nombres que calló la discreción de la autora. En el final del capítulo XI alude, por ejemplo, a que el secretario de la legación norteamericana, Mr. Perry, está casado con “la Coronata”, una muy encantadora poetisa. No sobraría la indicación de que se trata de Carolina Coronado.

 Unas triviales palabras pronunciadas en una fiesta llevaron a un duelo entre el duque de Alba y el hijo del embajador de Estados Unidos, en un momento de tensión entre ambos países por causa de Cuba, duelo que fue seguido por otro entre ese embajador y el de Francia. Son anécdotas que influyen en la historia, pero que no suelen pasar a la historia. Este libro está lleno de ellas. Y también encontramos discusiones religiosas ausentes en cualquier obra española de la época. “La confesión solo, aunque no tuviera yo otras razones, me impediría siempre hacerme católica”, dice una dama. Y añade: “Nada podría inducirme a consentir a mis hijos el confesarse. Me han dicho que las preguntas que les hacen bastan para enseñarles lo que no deben saber”.

Un libro excepcional de una mujer excepcional que parece condenado a ser invisible. En 2018 fue editado por una institución pública —ya sabemos lo que eso supone— con el título, más ajustado, de Un diplomático en Madrid. Impresiones sobre la corte de Isabel II y la revolución de 1854 y ahora vuelve a las librerías —donde apenas estuvo, donde apenas estará— de la más desidiosa manera.

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