jueves, 12 de agosto de 2010

Oscar Wilde: El rey mendigo


Herbert Lottman
Oscar Wilde en París
Tusquets, Barcelona, 2009



Hay escritores que no pierden su capacidad de seducción. Uno de ellos es Oscar Wilde. Nunca nos cansamos de recordar sus dichos ingeniosos, como nunca nos cansamos de escuchar la historia de su desventura.
¿Puso la genialidad en su vida y solo el talento en sus obras, como le dijo a André Gide? No parece que sea enteramente cierto. El tiempo, que ha convertido en arqueología a tantos escritores de su época, apenas si ha añadido alguna arruga al encanto de su prosa.
Importa poco que la biografía de Oscar Wilde haya sido contada infinitas veces. Siempre se pueden añadir algunas precisiones, arrojar nueva luz sobre enigmas que parecen indescifrables, como su destructiva relación con Lord Alfred Douglas o su incapacidad final para la escritura.
El interés de Herbert Lottman por las estancias de Oscar Wilde en París está relacionado con su propia biografía: “Si el autor de estas líneas puede permitirse un apunte personal, recuerdo que a mi llegada a París, hace ya medio siglo, disponía de un apartamento que me habían conseguido unos amigos y que se hallaba al lado del hotel d’Alsace; pues bien, en la mayoría de las fotografías de la fachada del hotel puede verse una de las ventanas de mi habitación, situada en la primera planta, como la de Wilde. Mi apartamento daba también a un patio, y de haber vivido Wilde entonces, habríamos mirado los mismos árboles, y tal vez habríamos podido conversar por encima de la pared de separación”.
En París vivió Oscar Wilde los días de su triunfo, en 1891, cuando era el escritor de moda y todo el mundo se esforzaba en adularle; en París vivió los años finales, viendo cómo le volvían la espalda quienes antes se vanagloriaban de ser amigos suyos. Incluso André Gide se avergonzaba de sentarse públicamente a su lado. En el homenaje que le dedicó tras su muerte, llegó a afirmar que “Wilde no es un gran escritor”. No era el único que pensaba lo mismo. Jules Renard quiso hacer en su diario una gracia que resultó cruelmente profética: “Consiento en firmar la petición a favor de Oscar Wilde, siempre que dé su palabra de no volver a… escribir”.
Herbert Lottman conoce bien las fuentes inglesas y francesas, pero ignora por completo las de habla española (estudiadas por Sergio Constán en Wilde en España). Uno de los grandes amigos de Oscar Wilde en los años de París fue un escritor guatemalteco, Enrique Gómez Carrillo, que le dedicó abundantes páginas en uno de los tomos de sus memorias, En plena bohemia, publicado en 1919. Podríamos pensar que esos recuerdos están fantaseados, como tantos otros que cita Lottman con alguna reserva. Hay que tener en cuenta que Oscar Wilde, a los pocos años de su fallecimiento, se convirtió casi en un género literario y todo el mundo que había tenido algún trato con él, por superficial que fuera, se dedicó a inventar anécdotas y apólogos que supuestamente le habían escuchado.
Pero lo fundamental de su relación con Oscar Wilde lo contó Gómez Carrillo ya en su primer libro, Esquisses, aparecido en 1892. Su valor historiográfico resulta así indudable. Carrillo no solo fue amigo de Wilde en sus años de gloria, también le trató en los años finales. Baroja cuenta en sus memorias cómo, allá por 1899, estando un día sentado en un café cercano al Moulin Rouge con él y con Manuel y Antonio Machado, pasó por allí Oscar Wilde y Carrillo se levantó en seguida a saludarle. Baroja ofrece un retrato del escritor en aquellos años finales: “Oscar Wilde era alto, demasiado alto, con un cuerpo de hombre grande y un tanto destartalado. Iba vestido de gris; llevaba un sombrero blando, una indumentaria vulgar. Tenía la cara larga, pálida, y un poco caballuna; las manos enormes, así como fláccidas y muertas, y los pies, por el estilo. Sabiendo quién era, daba la impresión de un fantasma. No sabiéndolo, parecía un hombre vulgar. No tenía nada de ese aire trágico y dramático que tienen a veces las ruinas humanas”.
Todos los escritores españoles o hispanoamericanos que en los años del modernismo pasaban por París tenían como guía a Gómez Carrillo. A muchos de ellos les presentó a Oscar Wilde, quien por esas fechas frecuentaba un bar del Boulevard des Italiens, el Kalisaya. Allí solía reunirse en torno a las cinco con amigos como Jean Moréas o Ernest La Jeunesse. Una tarde se encontraba Gómez Carrillo en ese lugar acompañando a Galdós. Cuando llegó Oscar Wilde, no fue necesario que se lo presentara, porque el propio escritor, que había oído el nombre de Galdós, “se aproximó a nuestra mesa –cuenta Carrillo— y me dijo, quitándose el sombrero e inclinándose con su exquisita distinción de gran señor de Londres: ¿Me hace usted el favor de presentarme al ilustre autor de Marianela?”. Galdós se puso de pie y estrechó la mano de su admirador. No intercambiaron ninguna palabra más. Marianela, con el subtítulo de “A Story of Spanish Love”, se había traducido al inglés en 1892.
Aunque se centre en las estancias en París, no se limita Lottman a hablar de ellas. La entera biografía del escritor está compendiada en estas breves páginas, escritas con agilidad periodística. Los admiradores de Oscar Wilde, junto a algunas informaciones consabidas, encontrarán en ellas bastantes datos nuevos, minucias quizá que no cambian nuestra imagen del autor de La importancia de llamarse Ernesto, pero que nos lo vuelven más conmovedoramente cercano, aunque no menos grande ni menos enigmático.

2 comentarios:

  1. "La importancia de llamarse Ernesto" hay que traducirla como "La importancia de ser Severo".

    Un abrazo, Martín, desde Noruega.

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  2. Gracias por la precisíón, amigo anónimo. Y si, ahí por Noruega, ves a Luis Salas, dale un abrazo de mi parte

    JLGM

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