jueves, 17 de febrero de 2011

Alain de Botton: Un himno a la inteligencia


Alain de Botton
Miserias y esplendores del trabajo
Traducción de Alfonso Barguñó Viana
Lumen, Barcelona, 2011



Con una cita del “Canto a los oficios”, de Walt Witman, comienza Alain de Botton un fascinante ensayo que tiene tanto de novedosa indagación sociológica como de poema épico. Podía haber comenzado igualmente con los versos de la “Oda marítima”, de Fernando Pessoa: “A solas conmigo, en el muelle desierto, esta mañana de verano, / miro hacia la barra, miro hacia lo Indefinido, / miro y me alegra ver, / pequeño, negro y claro, un trasatlántico que entra”.
Un buque, “The Goddess of the Sea”, entra en el puerto de Londres. Como Fernando Pessoa, Alain de Botton nos hace conscientes de toda la magia y el misterio que hay en ese hecho aparentemente trivial: “Solo el recorrido del buque ya es impresionante. Hace tres semanas que partió de Yokohama y, desde entonces, ha hecho escala en Yokkaichi, Censen, Bombay, Estambul, Casablanca y Rotterdam. Hace apenas unos días, mientras la lluvia caía sobre las naves industriales de Tilbury, el buque comenzó su ascenso en el mar Rojo bajo el sol implacable mientras una familia de cigüeñas de Yibuti lo sobrevolaba en círculo. Las grúas de acero que ahora se mueven sobre el casco se deshacen de un cargamento heterogéneo de hornos de convección, zapatillas deportivas, calculadoras, fluorescentes, anacardos y animales de juguetes de vivos colores. Las cajas de limones de Marruecos acabarán en las estanterías de las tiendas del centro de Londres al caer la tarde. Al amanecer habrá en York televisores nuevos”.
El más trivial de los objetos cotidianos lleva tras sí una historia que nos asombraría escuchar. Cualquier supermercado resulta, para el que sabe mirar y ver más allá de lo que aparece a primera vista, una edición ilustrada de las mil y una noches. Tras un “Made in Pakistan”, Miguel d’Ors –en un poema memorable-- trató de imaginarse las manos que lo habían hecho posible: “¿A quién pertenecíais, manos menesterosas?, / ¿qué vida estaba tras vosotras, qué / ilusiones, qué rostros, / qué penas y qué nombres?, ¿qué puñado / de monedas ilusas / contasteis un minuto después de haber cerrado / este envoltorio?”. Una camisa “comprada en las rebajas” le sirve para descubrir que “todas las vidas son una misma Vida”.
Alain de Botton habla de lo mismo, pero con una perspectiva distinta. Lo que a él le interesa subrayar es lo que hay de creatividad, belleza e inteligencia (no de explotación de trabajadores cercanos o remotos) en todo aquello que solemos aceptar como un mal necesario: los grises almacenes de las afueras de las ciudades, las torres del tendido eléctrico, los lugares donde se almacenan los desechos industriales.
En contra del tópico habitual, se atreve a hablarnos de la “abrumadora belleza, sin alma e impecable, que caracteriza a muchos de los centros de trabajo del mundo moderno”. Por ejemplo, los veinticinco inmensos almacenes, que situado junto a tres autopistas principales, “están a cuatro horas por carretera del ochenta por ciento del Reino Unido, y todas las semanas, principalmente por la noche, distribuyen una parte muy considerable de los materiales de construcción, artículos de papelería, alimentos, muebles y ordenadores suministrados en el país”. En lo alto, con vista a seis carriles de autopista, hay un local al que acuden los camioneros que acaban de descargar o están esperando para recoger la mercancía: “Quien sienta desagrado por la vida doméstica encontrará consuelo en esta cafetería embaldosada y brillantemente iluminada, que huele a patatas fritas y gasolina, ya que da la reconfortante sensación de ser un lugar en el que todo el mundo está de paso y, por lo tanto, no existe el ambiente de unión o convivencia que pondría en evidencia de forma humillante la propia alienación”. Los lugares de paso –un sociólogo habló de “no lugares” y ese impropio término sigue en uso— no son un mal menor, una de las nefastas consecuencias del mundo moderno, sino un logro de la inteligencia.
Hasta las Maldivas viaja Alain de Botton, acompañado de un fotógrafo, para seguir hacia atrás el viaje de unos filetes de atún fresco que encuentra amontonados en una estantería. Al leer esa crónica ilustrada, recordamos las novelas de aventuras del siglo XIX, como cuando nos habla de los barcos que entran y salen en el puerto. Pero para resultar apasionante no necesita ir muy lejos ni alentar el ensueño de aventura que hay en todos los sedentarios. Uno de los capítulos nos lleva a las oficinas centrales en Europa de una de las más importantes empresas de auditoría del mundo, situadas en un transparente bloque de oficinas cerca de la Torre de Londres, al otro lado del Támesis. Pocos oficios más prosaicos, pocas páginas más iluminadoras y apasionantes.
En el gran poema de la vida moderna que es Miserias y esplendores del trabajo hay lugar para el costumbrismo y el humor, como en “Emprendedores”, visita a una convención donde los que tienen ideas para nuevos negocios acuden en busca de financiación. También acierta a darles una sorprendente vuelta de tuerca a los tópicos clásicos, como el de las ruinas. Un error al tomar la salida de una autopista le conduce, no a su residencia en Los Ángeles, sino en dirección sudeste, hacia el desierto de Mojave. Extraviado, ha de pasar la noche en un motel. Cuando va a dar una vuelta por la ciudad cercana, se encuentra con un aeropuerto en el que aparece que acaba de aterrizar una gran flota internacional. Al acercarse, ve que a unos les falta el morro, a otros el fuselaje posterior. Aquellos aviones que se estaban desintegrando le parecen el equivalente moderno de lo que “el Coliseo de Roma debió de ser para el joven Edward Gibbon”.
Miserias y esplendores del trabajo –las fotografías de Richard Baker no constituyen un mero adorno— nos enseña a ver el mundo de otra manera. No solo las catedrales y los objetos que guardan los museos son dignos de admiración: “Los pasillos de un supermercado medio contienen veinte mil productos, de los cuales cuatro mil son refrigerados y deben reemplazarse cada tres días; los restantes dieciséis mil hay que reponerlos cada dos semanas”. Cuánta inteligencia, cuánto esfuerzo, qué prodigiosa organización es necesaria simplemente para que, sin darle importancia, carguemos el carro de la compra con esta fruta que se nos apetece, aquel queso parmesano, esos filetes de atún fresco “pescado con sedal en las Maldivas”.

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