jueves, 17 de marzo de 2011

La Legión de Cristo: Una historia singular


Jesús Rodríguez
La confesión. Las extrañas andanzas de Marcial Maciel
y otros misterios de la Legión de Cristo
Debate, Barcelona, 2001



No tengo ninguna duda de que Dios, si existe, es un gran humorista. Con un sentido del humor muy negro y muy peculiar y particularmente justiciero. Solo a él se le puede ocurrir una historia tan disparatada y esperpéntica, capaz de poner en solfa a papas y cardenales, como la que cuenta Jesús Rodríguez en La confesión.
Los Legionarios de Cristo fueron fundados en los años cuarenta del pasado siglo por un joven sacerdote mexicano, Marcial Maciel Degollado, que se había formado en el duro ambiente de la guerra de los cristeros, la particular guerra carlista que vivió aquel país tras el triunfo de la revolución y el laicismo anticlerical de los gobiernos subsiguientes. El catolicismo volvió entonces casi a las catacumbas y muchos creyentes, sobre todo en las zonas rurales, decidieron tomar las armas para defender su fe.
En 1946, Marcial Maciel llegó a España en compañía de un puñado de niños y adolescentes que le habían confiado sus padres para que los convirtiera en sacerdotes. En la España de Franco, con su espíritu de cruzada, encontró el ambiente adecuado para desarrollar su organización. Pronto tuvo muy claro que para poder influir en la sociedad había que apuntar a lo más alto, seducir a los líderes. Y él comenzó seduciendo a señoras beatas de la alta sociedad. Era alto, rubio, guapo, tenía ideas muy claras sobre cómo conseguir la salvación. Primero seducía (espiritualmente hablando) a las madres, luego a los hijos: su propósito era conseguir dinero, cuanto más mejor, y vocaciones, también cuantas más mejor. Su mayor éxito en España lo constituyó la familia Oriol, una de las más destacadas en la oligarquía franquista: cinco hijos de Íñigo Oriol y Urquijo (hermano del ministro de Franco que sería secuestrado por los GRAPO cuando era presidente del Consejo de Estado) se hicieron legionarios. Y los donativos de la familia –en fincas y en metálico— se cuentan por millones de euros.
La llegada de Juan Pablo II al Vaticano supuso la época de oro de los Legionarios de Cristo. Desde el primer momento, el nuevo papa vio en Marcial Maciel un alma gemela: como él no era un teólogo ni un intelectual (aunque la formación de Carol Woytila resultaba infinitamente superior a la de Maciel), sino un hombre de acción. Ambos venían de países con un catolicismo a la defensiva: el México postrevolucionario, la Polonia comunista. Se entendieron a la perfección desde el encuentro inicial, que tuvo lugar en 1979, cuando Maciel se encargó de organizar el primer viaje triunfal del papa al extranjero, con destino precisamente a México. Ambos habían nacido en 1920 y se querían y se entendían como hermanos. El dinero que había que inyectarle a Solidaridad para se mantuviera firme en su lucha contra el gobierno comunista vino de muy diversas procedencias, pero una de las principales eran las arcas de los Legionarios, que Maciel manejaba a su antojo, sin tener que dar cuentas ni al fisco ni a nadie.
Los Legionarios de Cristo representaban a la verdadera iglesia, a la que no se había dejado contaminar por las ideas del concilio. Al contrario que los jesuitas y otras órdenes tradicionales no habían querido ponerse al día ni demagógicamente al lado de los pobres. Sus curas seguían vistiendo sotana, pero de la más elegante manera, como si estuviera diseñada por Armani, y se distinguían por ser bien parecidos, deportistas, exigentes consigo mismos y con los demás. Eran castos y puros, rechazaban la homosexualidad como el peor de los pecados, hacían voto de pobreza. Representaban la pureza del dogma en una época que se hundía en el lodazal del marxismo y el relativismo.
Los seminarios tradicionales se vaciaban, pero sus centros de formación estaban llenos de aspirantes al sacerdocio. Cuando había que recibir al papa, allí estaban los legionarios, más entusiastas que nadie, dispuestos a llenar inmensas plazas de entusiastas seguidores. Marcial Maciel ya tenía preparado en Roma un suntuoso sepulcro (costó un millón de euros) donde se venerarían sus restos cuando él fuera (como lo fue su gran rival en estos menesteres, Josemaría Escrivá de Balaguer) santo.
Y en esto ocurrido lo inesperado, ese golpe de guión que solo se le podía ocurrir a un gran humorista despreocupado de la verosimilitud. Resulta que son cada vez más las personas que han visto al fundador vestido de paisano y en compañía femenina asistiendo a la ópera en París, subiendo al Concorde con destino a Nueva York o saliendo del madrileño hotel Ritz. De vez en cuando se encuentra con algún legionario, pero no se inmuta: sonriente se limita a decir que hay que ser amable con las ricas patrocinadoras.
En los años cincuenta, ya se le había investigado por acusaciones de pederastia. Se las arregló para salir absuelto. Ahora arrecian las denuncias –está de moda el tema— de antiguos legionarios. Se despachan como calumnias de los eternos enemigos.
Las evidencias se van acumulando. Pero nadie se inquieta en la Legión: todo está bajo control. Los legionarios no leen más prensa que la que sus superiores les permiten, no pueden conectarse a Internet, tener teléfono móvil, enviar ni recibir cartas que no sean censuradas. Y en el vaticano, del Papa abajo ninguno con algún poder está libre de haber recibido sustanciosas sumas de dinero –en sobres cerrados— “para obras de caridad” (y ya se sabe que la caridad bien entendida empieza consigo mismo).
Pero llega al papado Joseph Ratzinger, un intelectual astuto, que no quiere que toda esa suciedad le estalle en la cara y que con habilidad infinita logra poner a la Legión de Cristo contra las cuerdas.
Marcial Maciel, además de abusar sexualmente de niños y adolescentes durante décadas (y luego, a los más escrupulosos, él mismo les confesaba para perdonarles el pecado que con él había cometido), era drogadicto (en más de una ocasión mandó a sus seminaristas a buscarle la droga), tenía diversas identidades (con sus correspondientes pasaportes: agente petrolero, ex agente de la CIA), manejaba cantidades fabulosas de dinero en efectivo. Y no se casó una vez, sino varias, y alguno de sus hijos le acusó de abuso sexual…
“No sabíamos nada, nos engañó a todos”, dicen los que compartieron con él durante décadas las riendas de la Legión. Y luego añaden: “Puede que él fuera un pecador, pero su obra es santa, es la obra de Dios, Marcial Maciel solo fue un instrumento de Dios”.
Esta historia increíble la cuenta Jesús Rodríguez de la más ponderada manera, sin incurrir en el libelo. Entrevista a unos y otros, a amigos y enemigos, consulta documentos, permite a todos, partidarios y detractores, dar su opinión.
Y aunque es verdad todo lo que se nos cuenta no acabamos de creérnoslo. Porque la secta que fundó Marcial Maciel –y que encandiló, y encandila, a banqueros, ministros, rectores, buena parte de la más rutilante derecha española— da más miedo que la propia historia de su fundador. Si Marcial no hubiera delirado en los últimos años (y se hubiera limitado a los pecados que él mismo absolvía en el confesionario), hoy sería un santo más y Ratzinger no habría tenido ocasión de entrar en esa Santa Mafia para tratar de poner un poco de orden y salvar, al menos, las apariencias.

1 comentario:

  1. Como dijo el maestro Rubén Darío, "singular ha sido la celeste / historia de mi corazón". Y de otros órganos (y organismos) menos mencionables, añado yo por mi cuenta.

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