sábado, 1 de abril de 2017

Eduardo García y su realismo visionario


La lluvia en el desierto
(Poesía completa 1995-2016)
Eduardo García
Prólogo de Andrés Neuman
Epílogo de Vicente Luis Mora

Eduardo García (1965-2016) se inició en la poesía en una línea deudora del Luis Alberto de Cuenca que aunaba rigor formal con frivolidad y del Luis García Mantero que había bajado la poesía a la calle para cantar a la musa con vaqueros. “Musa de a pie” titulaba precisamente uno de sus sonetos: “Despeinada me gustas, ojerosa, / con el rimmel corrido y con desgana / asomada al pavor de la semana / y no como en el búcaro la rosa”.
            El título de su segundo libro, No se trata de un juego, parece una declaración de intenciones. No abandona Eduardo García su componente realista ni su dicción coloquial (siempre ha sido un poeta más de “lo que pasa en la calle” que de “los eventos consuetudinarios que aconteces en la rúa), pero ahora su poesía –como su visión de la realidad– se va volviendo más compleja. El poema se aproxima al relato fantástico para adentrarse en el mundo de los sueños y del subconsciente. También la metapoesía hace acto de presencia, pero sin el componente teórico y pedante que tenía en la generación anterior, la de Guillermo Carnero y Jenaro Talens.
            La cita de Yeats que aparece al frente de Horizonte o frontera, su siguiente libro, resulta muy significativa del ensanchamiento del realismo que busca Eduardo García: “He sido llevado, en momentos de la más honda introspección, hasta aquellas cosas que están más acá y más allá de la vida despierta”.
            El abandono del realismo más convencional trae consigo, como no podía ser de otra manera, un cambio estilístico. Los correctos endecasílabos, el ritmo consabido, la frase corta y precisa, se abandona por un versolibrismo que gusta de la enumeración caótica y de la compleja subordinación, que parece avanzar a tientas en una única frase que se ramifica y se extiende a tientas por un territorio desconocido.
            Eduardo García se aprovecha de los logros del surrealismo, pero no es un poeta surrealista. Él mismo –autor de dos excelentes libros sobre poesía– lo ha expresado lúcidamente: “Busco más allá de la apariencia de las cosas, más siempre para generar sentido, excavar más allá de la corteza lo que se oculta al otro lado. Aquello que se abre paso en las palabras deviene al fin un mensaje en la botella del poema, navegando hacia el lector. Un acto de conocimiento, sí, pero también de comunicación”.
            En sus primeros y en sus últimos poemas gusta Eduardo García de partir de una situación cotidiana. “Sentado en un café miro la calle”, comienza uno de los poemas de No se trata de un juego; “Miré por la ventana: diluviaba”, otro de La vida nueva, su penúltimo libro. Esa es quizá su lección mejor: que el poema, para buscar trascendencia, no necesita abandonar lo concreto, que hay suficiente enigma en el vivir de todos los días.
            Pero no todo, ni mucho menos, es bucear en la sombra e indagación metafísica en la obra de Eduardo García. También puede considerársele un poeta del amor y de la alegría de vivir que en ocasiones, en raras ocasiones, se aproxima peligrosamente al manual de autoayuda. Difícil, sin embargo, resulta resistirse al encanto de alguno de esos poemas llenos de buenos sentimientos. Uno de mis preferidos es el borgiano “Aniversario”, con su técnica enumerativa y anafórica (“te regalo la música”, “te regalo mi llanto y mi torpeza”, “te regalo mi asombro”), un poema de amor a la vez novedoso e inevitablemente tópico.
            Duermevela, el último libro que publicó Eduardo García, termina con un poema titulado “Rescatar la alegría”. El poeta ha conocido los sótanos de la realidad, se ha perdido en sus extrarradios, se ha hundido en las arenas movedizas del insomnio y del absurdo de vivir, pero su lección final es que hay que “rescatar la alegría, / desarraigar del corazón la ceguera del ojo de la aguja, el injerto del lodo, las turbias excrecencias, / bajo el tumulto del agua desbocada lavar el cuenco roto, coserle los pedazos, dejarlo reposar, / agradecer cada sonrisa que nos tiende al azar un día cualquiera”.
            No sabía entonces que lo peor estaba por llegar: el mazazo de un diagnóstico sin apelación, los días de hospital, la desesperación y la aceptación (algo de esto cuenta el prólogo de Andrés Neuman). En esos pocos meses escribió dos series de poemas --“La hora de la ira” y “Bailando con la muerte”-- que es difícil leer con la objetividad necesaria, aunque nos atrevemos a afirmar que en la segunda de ellas se encuentran quizá algunos de sus más escuetos e impactantes poemas. Especialmente memorable resulta el dístico con que concluye el poema final, la personal versión del “carpe diem” con que termina su obra: “Si todo ha de acabar, muerde muy fuerte / cada hora que le robas a la muerte”.

2 comentarios:

  1. Me extraña que no diga nada del epílogo de su crítico literario preferido, Vicente Luis Mora... ;-)

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    1. Nada que decir. Es de Vicente Luis Mora. Ya está dicho todo.

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