sábado, 12 de mayo de 2018

Noche y niebla



La extraña retaguardia
Fernando Castillo
Fórcola. Madrid, 2018.

¿Queda algo por decir del Madrid de la guerra? Docenas y docenas de libros se han dedicado a glosar el heroísmo y la barbarie de aquellos años. Primero fueron las memorias, más o menos noveladas, de los escritores del bando nacional que buscaron refugio en las embajadas (Una isla en el mar rojo, de Fernández Flórez, puede servir de ejemplo); luego llegarían los testimonios del otro lado y los estudios, no siempre más imparciales, de los historiadores.
            Creemos saberlo todo sobre ese Madrid, pero las más de quinientas páginas que Fernando Castillo le dedica (con alguna incursión a Valencia y Barcelona) en La extraña retaguardia  nos demuestran lo equivocado que estábamos. El subtítulo explicita su punto de vista, “Personajes de una ciudad oscura”, y también que el período abarcado llega más allá de los años de la guerra civil hasta incluir el tiempo no menos sombrío en que transcurre La colmena: “Madrid 1936-1943”.
            Fernando Castillo, que no es historiador de profesión, ha sentido desde siempre una especial fascinación hacia el París ocupado por los alemanes, al que ha dedicado dos libros ejemplares: Noche y niebla en el París ocupado. Traficantes, espías y mercado negro (2012) y París-Modiano (2015), que se refiere también de los años posteriores, como indica el subtítulo: “De la Ocupación a Mayo del 68”.
            El modelo de esos libros es el que quiere aplicar a Madrid en este nuevo volumen. No le interesan los grandes personajes históricos, bien conocidos, sino las figuras menores y las zonas de sombra, los agentes provocadores que se mueven entre un bando y otro, entre el hampa y la legalidad.
            La extraña retaguardia se lee como una novela de novelas, esbozadas unas, más desarrolladas otras, como una novela plural y de no ficción donde casi nada es lo que parece.  El comienzo ya nos indica el tono literario que se quiere dar al conjunto: “Amanecía el viernes 17 de julio, espléndido y luminoso, con el fresco olor de la pinada de la Sierra antes de que lo agostase el calor. Desde el Guadarrama, en el Alto del León, Castilla, como salida de un óleo de Darío de Regoyos o de Díaz Caneja, parecía una alfombra amarilla con algunos manchones marrones y verdes, bajo un cielo azul límpido”. Antonio de Goicochea, dirigente del partido monárquico Acción Nacional, avisado de lo que se avecinaba, sale de Madrid en un coche que conduce su chófer y guardaespaldas, Alfonso López de Letona, que será uno de los protagonistas del libro. En el índice de personajes que se incluye al final se sintetiza su trayectoria: señorito de buena familia, delincuente de tres al cuarto que acabó en la Legión, militante monárquico durante la República, agente de los Servicios Especiales y delator en el Madrid de la guerra civil. Un personaje de novela de Patrick Modiano, tan admirado por Fernando Castillo, como tantos otros que se entrecruzan en las páginas del libro: Cándida del Castillo, madre del novelista francés Michel del Castillo: David Vázquez Baldominos, responsable del contraespionaje y de las relaciones y de las relaciones con los agentes soviéticos de Alexander Orlov, que participó en todas las actividades de la guerra sucia contra anarquistas y trotskistas; Francisco Cachero, falso cónsul de Finlandia, que se enriqueció ofreciendo refugio en pisos que solo aparentemente estaban bajo la protección diplomática; Alberto Castillo Olavarría, “equívoco y ubícuo”...
            Fernando Castillo nos lleva al cambiante Madrid de aquellos años –nada tiene que ver la euforia y el terror revolucionarios de los primeros meses con el sacrificado heroísmo de después ni con la traición final–, apoyándose tanto en la documentación histórica como en la literatura, si menos fiel en los hechos notariales más útil para revivir ambientes y recrear la vida cotidiana de entonces.
            Pero no es un historiador profesional, y eso se hace notar en algún punto. Su tratamiento de las matanzas de Paracuellos resulta algo simplificador. Mucho se han discutido esos hechos, que siguen llenos de puntos oscuros, pero para él todo está claro, meridianamente claro: el principal culpable es Segundo Serrano Poncela, a sus 24 años recién nombrado Director General de Seguridad cuando comenzaron los traslados que acabaron en masacre, y luego convertido en uno de los más destacados narradores y ensayistas literarios del exilio republicano. Incluso nos lo llega a presentar presenciando algunos de los desmanes de la policía republicana como un malvado de película: “Imaginamos a Serrano Poncela durante el asalto, tenso, con sus rasgos afilados y la expresión sombría por la preocupación, un aspecto que acentuaban la cazadora de cuero negro, el pelo oscuro, su delgadez y unas cejas negras y pobladas. Un aire que recuerda al del actor rumano Béla Lugosi”.
            Pero esto es literatura, solo literatura. Los hechos: el 6 de noviembre, cuando parece que los sublevados están a punto de ocupar la capital, el gobierno de la República abandona Madrid con destino a Valencia, dejando la ciudad a cargo de una Junta de Defensa encabezada por el general Miaja. De la Consejería de Orden Público se ocupa un jovencísimo Santiago Carrillo, quien nombra a Serrano Poncela director de Seguridad, encargado de las prisiones. Los miles de prisioneros que llenan las cárceles, a pocos pasos de donde se combate, pueden ser liberados en cualquier momento y engrosar las filas de los rebeldes; se decide su traslado a un lugar más seguro. Muchos de esos traslados, en lugar de acabar en Chinchilla o en Alcalá de Henares, acabaron en un descampado y en una ejecución masiva. Varias de las autorizaciones para salir de la cárcel llevan la firma de Serrano Poncela. ¿Organizó él esas masacres? A nadie, salvo a Fernando Castillo, se le ha ocurrido afirmar algo semejante. ¿Estaba al tanto del destino final de aquellos presos? Probablemente, al principio no, pero acabaría enterándose, como su jefe directo, Santiago Carrillo. ¿Pudieron hacer algo para impedirlo? Serrano Poncela, que pronto dimitió o fue cesado y que no tardaría en distanciarse de los comunistas, seguro que no, a pesar de que Fernando Castillo le convierte en el malo de la película; Santiago Carrillo, muy probablemente sí. Lo que parece claro es que ninguno de ellos –sobre los que recayó la más complicada tarea en el peor momento– estuvo en el diseño de esa siniestra operación (muy en la lógica soviética: Alexander Orlov, que luego se pasó a Occidente, tendría bastante que decir).
            No disminuyen estas discrepancias –inevitables cuando se trata de la guerra civil– el interés de La extraña retaguardia, otra vuelta de tuerca sobre un tiempo sombrío que parece tardar más que ningún otro en convertirse definitivamente en historia, en dejar de gravitar sobre el presente.



6 comentarios:

  1. "Memoria histórica":
    chekas, sacas, paseos
    y paredones.

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    1. En ambos lados de la guerra civil hubo verdugos y víctimas, Pero los verdugos de un lado fueron juzgados y condenados y las víctimas honradas con letras de oro en iglesias y plazas, mientras que los verdugos del otro lado fueron honrados con cruces y medallas y las víctimas arrojadas anónimamente a una fosa común. Memoria histórica.

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    2. Si el presente juzga al pasado, perderá el futuro.

      (MANDELA)

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    3. Una tontería es una tontería, la diga Mandela o la diga su porquero. (Antonio Machado)

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    4. Cuando José Luis habla de Nelson, dice más de José Luis que de Nelson.

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  2. Poemas de hoy: Ruedas12 de mayo de 2018, 9:38

    Hay quien, para ir por el mundo,
    mapas, señales, precisa.
    A mí solo me hace falta
    el calor de una sonrisa.

    * *

    No te importe te confundan
    con una señal de esas.
    Las almas de semáforo
    solo con “dummies” se besan.

    * *

    Cuando te borren del mapa
    que les lleva a sus ciudades,
    agradece no ser vía
    y que sobre ti no asfalten.


    © María Taibo

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