viernes, 26 de octubre de 2018

José Cereijo, instinto e inteligencia



El escalón vacío y otras consideraciones
José Cereijo
Renacimiento. Sevilla, 2018.

Contra lo que pudiera pensarse, los poetas saben poco de poesía. Quien lo dude, no tiene más que leer las vaciedades que acostumbran a escribir en las llamadas “poéticas”, esas líneas en prosa que suelen preceder a cualquier selección de sus poemas, o en las amicales y ditirámbicas reseñas que se dedican unos a otros cuando publican un libro. También las habituales polémicas sobre los premios literarios –todos amañados salvo los que conceden al que sustenta esa opinión– o sobre las diversas “tendencias” enfrentadas (que si “poesía de la experiencia”, que si “poesía metafísica”, que si “poesía de la conciencia”) ilustran sobre lo poco que suelen ir de la mano el cultivo del verso y el cultivo de la inteligencia.
            Hay excepciones, claro. Ahí están Eliot, Pessoa, Octavio Paz, Luis Cernuda y, más cercanos, José Ángel Valente o Jaime Gil de Biedma. A ellos, y a otros nombres que pudiéramos citar, viene a unírseles José Cereijo con El escalón vacío y otras consideraciones.
            No es un libro académico, de esos rebosantes de referencias y horros de ideas que se publican para ganar puntos en el escalafón académico y que a menudo no leen, y hacen bien, ni siquiera los que han de evaluarlos. Lo escribe un poeta que razona, que no se esconde en las vaguedades, más o menos llamativas, más o menos inteligibles de la prosa poética.
            Trata no solo de poesía, también de arte y de música. Y las grandes cuestiones –de difícil solución– alternan con otras menores en las que José Cereijo muestra sus buenas dotes de polemista.
            La admiración que siente por Cernuda no le impide ver que no siempre supo estar a la altura de sí mismo y que en La realidad y el deseo alguna vez nos dio desahogos y rabietas del hombre susceptible que era en lugar de la poesía que esperábamos. También en el caso de Borges –uno de sus más constantes maestros– se ponen algunos puntos sobre las íes. No solo en sus entrevistas –en las que jugaba a la llamativa paradoja– incurrió en algunas generalizaciones abusivas el autor de El Aleph. Ni siquiera Jaime Gil de Biedma –al que José Cereijo llama más de una vez “Jaime”, sin duda para subrayar la relación personal que con él tuvo– se libra de estas puntualizaciones. La glosa de unos versos de “Canción de aniversario” (“la música acordada / dentro del corazón, y que yo he puesto apenas / en mis poemas, por romántica”) le sirve para una inteligente defensa de la poesía total, que no se deje dominar por el sentimentalismo, pero que tampoco eluda los más elementales sentimientos humanos por miedo a incurrir en la falacia patética.
            El buen arte de José Cereijo en el razonamiento, su empeño en no ser dogmático, en atender a los matices y a las opiniones contrarias, no implica que nos convenza siempre con sus consideraciones. Uno de los puntos fuertes del libro –El escalón vacío del título alude a ello– es su descalificación del arte moderno, o de una parte muy significativa de él, el llamado arte conceptual. Se sirve para ello, algo tramposamente, de la comparación entre un cuadro de Magritte, “Ceci n’est pas une pipe”, y “Las meninas” de Velázquez. El cuadro de Magritte “no cambiaría en lo esencial si la pipa fuera un poco más larga o más corta, recta o curva, el letrero o el texto inscrito en él tuvieran formas distintas, o el fondo sobre el que aparecen uno y otra diferente color o aspecto”. No es eso lo que ocurre, no ya con “Las meninas”, sino con “Los fusilamientos del tres de mayo” o el “Guernica”, a pesar del origen circunstancial de estos últimos. Al contrario que en la ocurrencia de Magritte, “no se trata de una mera idea ilustrada artesanalmente, y de un modo que hubiera podido ser del todo distinto sin perder su eficacia, sino de una idea-imagen, por decirlo así, en que uno y otro componente no pueden plantearse por separado”. Incurre Cereijo en el sofisma de comparar una ingeniosa obra menor con tres obras mayores.
            El arte es “cosa mentale”, como decía Leonardo. Todo arte es conceptual, lo lleve a cabo el propio artista o, como sucede en la arquitectura y en buena parte de la escultura, eficaces artesanos. Damien Hirst –no solo autor de tiburones en formol– en su prodigiosa muestra “Tesoros del naufragio del Increíble”, que se pudo ver en la bienal de Venecia de 2017, no hizo más que llevar al extremo el comportamiento de los más exitosos maestros del Renacimiento y del Barroco.
            Tan conceptual es el arte que no depende de las manos sino de la mirada del artista. Es su mirada la que convierte una piedra o el tronco de un árbol, en los que nadie se fija, en objetos dignos de ser expuestos en un museo.  De la mirada del artista o de la del crítico el comisario de exposiciones, que son quienes transforman, en colaboración con el tiempo, a un simple fotógrafo de bodas, bautizos y comuniones –es el caso de Virxilio Viéitez y de tantos otros– en un involuntario maestro de la fotografía.
            ¿Basta sacar una piedra, un trozo de madera, un objeto cualquiera, unas fotos meramente banales y funcionales de su contexto habitual y colocarlos en otro para se conviertan en una obra de arte? Unas veces sí y otras no. La magia de la mirada funciona o no funciona. El artista propone y el espectador dispone. Sin su colaboración, no hay arte posible. Pero suele ser fácil de engañar. De ahí la importancia de los críticos, los catálogos y los precios. El arte es también cuestión de fe. Por eso nos conmueve el poema “Adiós a Elisa Guillén” cuando lo creemos de Bécquer y deja de interesarnos cuando nos demuestran que es apócrifo., o cambia de lugar en la historia del arte un cuadro como “La lechera de Burdeos” en cuanto comienza a dudarse de su atribución a Goya.
            De estas y otras cuestiones nos habla con inteligencia y rigor José Cereijo en El escalón vacío. No siempre estamos de acuerdo con lo que dice, incluso a veces sus razonamientos nos llevan a la postura contraria, pero eso no disminuye, sino que acentúa el fértil interés del volumen.



6 comentarios:

  1. Hay quien se escandaliza
    porque un rey es investido del poder de Dios.
    “Se cree Dios”, dicen.
    Necios: así él, como todos,
    responde ante Dios de sus actos.
    ¿Ante quién responde el tirano?
    Se impone por la fuerza,
    crea sus propias leyes
    y no hay quien le diga nada.

    © María Taibo

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  2. Leeré este libro con sumo interés. Más aún si habla de música. Con lo que dice del arte, presumo que el excelente poeta que es Cereijo ama a Bach.

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  3. No me parece, por otro lado, que respecto al arte moderno Cereijo haga trampas. Dudo que sea posible encontrar alguna obra de arte conceptual que no sea menor, que sea algo más que ingeniosa, que se pueda comparar con las tres obras mayores citadas.
    Los modelos de arte menor hacen daño. Esa es mi opinión.

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  4. Leyendo (y disfrutando) el libro de Cereijo. Como presumía, ama a Bach. Suscribo el capítulo sobre la interpretación musical con la pasión con la que él lo ha escrito. De la primera a la última palabra.

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  5. Sólo un precisión: lo mío por Bach es, me temo, algo más que amor. Sospecho que llega al vicio, o al menos le anda muy cerca. Gracias.

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  6. Una buena crítica. En su doble (o triple) sentido.

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