martes, 19 de septiembre de 2023

Crimen en el paraíso

 

 

El problema final
Arturo Pérez-Reverte
Alfaguara. Madrid, 2023.
 

Como en las dos novelas de Cervantes protagonizadas por don Quijote –tradicional y erróneamente consideradas como partes de una única novela-- o en la serie de relatos que Conan Doyle dedicó a Sherlock Holmes, es el diálogo entre dos personajes lo que más interesa en El problema final, el brillante, y finalmente frustrado, homenaje que Arturo Pérez-Reverte ha querido dedicar a la novela policíaca que estuvo de moda en los años treinta, la novela-problema que planteaba un reto al lector, un enigma que debía resolver en competencia con el el detective. Se trata de un género, o subgénero, más intelectual que visceral (de ahí la fascinación de Jorge Luis Borges) que arrumbarían en los cuarenta los Dashiell Hammett y los Raymond Chandler para sustituirlo por el que hoy prolifera, gore y denuncia de la corrupción policial y política, de la pervivencia del heteropatriarcado y de otras lacras. Agatha Christie y sus émulos de entonces –Dickson Carr, Ellery Queen, Dorothy L. Sayers--  se han refugiado en el cine y en las series de televisión. Ahí están para demostrarlo las varias temporadas de Crimen en el paraíso, siempre con la aclaración final del misterio (a menudo un asesinato en una habitación cerrada o cualquier otra imposibilidad) en una reunión del extravagante detective con todos los sospechosos, o Misterio en Venecia, la más reciente –y la más memorable-- encarnación de Hércules Poirot por parte de Kenneth Branagh, donde el referente es menos Agatha Christie que Henry James.

            Pérez-Reverte comienza de sugerente manera su homenaje a la literatura de otro tiempo: “En junio de 1960 viajé a Génova para comprar un sombrero. Había adquirido esa costumbre cuando rodaba películas en Italia: pasar unos días en el Grand Hotel Savoia y comprar un Borsalino de fieltro o panamá, según la época del año, en Luciana de la vía Luccoli”. Atractivo resulta el narrador en primera persona--un viejo actor inspirado en Basil Rathbone, el más famoso intérprete de Sherlock antes de que apareciera Benedict Cumberbatch-- en esas primeras páginas, pero en la mayor parte de la novela podía, y quizá debería, haber sido sustituido por una tercera persona. La novela tiene mucho de teatral o de guion para una adaptación cinematográfica. Los exteriores son pocos, pero muy visualmente atractivos, como en las películas basadas en la serie protagonizada por Tom Ripley: la Génova del prólogo, la villa junto al lago de Garda del epílogo y la isla griega frente a Corfú en que transcurre la mayor parte de la acción, “bellísima, un minúsculo paraíso de olivos, cedros, cipreses y buganvillas, con el embarcadero en forma de espigón bajo las ruinas de un antiguo fuerte veneciano, una colina espesamente arbolada que conservaba arriba los restos de un templo griego” y, en una concavidad protegida de todos los vientos, el hotel en el que durante unos días un inesperado temporal aísla a los personajes.

            Hace un esfuerzo el autor por abandonar su tono bronco característico (la única maldición que se permite el protagonista es un reiterado “Por Júpiter”) y ofrecernos un relato amable, como de sobremesa, un cosy crimen, en el que abundan las referencias literarias y cinematográficas. La verosimilitud no parece preocuparle demasiado y quien tenga la paciencia de seguir hasta el final, se sonreirá al comprobar que una suplantación se descubre porque un personaje era alérgico a la fruta y en el cadáver tenía “los incisivos manchados de un leve tono violáceo”, rastro de un postre de moras que había comido a mediodía. Como el asesinato ocurrió a media noche, hay que deducir que la adinerada y educada viajera inglesa no tenía la costumbre de lavarse los dientes. Tampoco existían entonces –años sesenta—las huellas dactilares y se podía conseguir pasaporte a nombre de otra persona con tal de que en la fotografía uno se pareciera a ella.

            ¿Minucias? Si uno acepta las reglas del juego, no estropean el entretenimiento. Pero –ya lo dijo Borges, el inevitable Borges-- utilizar más de trescientas páginas para resolver un acertijo resulta excederse un poco. Por eso, “el género policial se presta menos a la novela que al cuento breve; Chesterton y Poe, su inventor, prefirieron siempre el segundo”. Y cuentos, o novelas cortas, llenan las páginas del Mystery Magazine, la revista en que Francisco Foxá, que aspira a ser el equivalente de Watson en El problema final, publicó su única obra traducida al inglés.

            Para que nos interese una novela, hace falta algo más que una serie de asesinatos aparentemente imposibles. Para que los personajes no sean piezas de un mero juego o mecanismo hace falta mostrarlos humanos y creíbles, como hizo el pionero Wilkie Collins en La piedra luna. Los de Pérez-Reverte, salvo el viejo actor y el novelista de quiosco (un homenaje a los José Mallorquí y Marcial Lafuente Estefanía), nos interesan poco.

            Por otra parte, en Pérez-Reverte el relleno para llegar al número mínimo de páginas que exige el mercado editorial se nota demasiado, como en los antiguos folletinistas que cobraban por líneas. Baste un ejemplo: “Pedí a Evangelina que me sirviera el café en la terraza, dejé la servilleta, me puse de pie y crucé el comedor en dirección a la puerta vidriera”. ¿Hace falta decir que, cuando uno se levanta después de comer, deja la servilleta?

            Entre los crímenes –tres muertos en unos pocos días, la mitad de los huéspedes en un hotel aislado-- y la sorpresa final hay una elipsis de tres meses: los que transcurren entre el penúltimo y el último capítulo. ¿Por qué el narrador deja de contar lo que pasó en ese tiempo? ¿Por qué reanuda la escritura tres meses después? El autor ni siquiera intenta justificarlo. Simplemente lo necesita para aumentar la sorpresa: en ese tiempo, el narrador que se toma vacaciones ha ido averiguando datos, que se ocultan al lector, y que luego va a irnos revelando en la traca final.

            Metanovela más que novela es El problema final. Los fanáticos de Sherlock Holmes, en el libro y en el cine, disfrutarán con este bien documentado homenaje y pasarán por alto las inverosimilitudes de la historia, o sonreirán ante ellas. No es la menor que de seis personas que el azar reúne en un hotel, la mitad se sepan de memoria no solo amplias citas de los relatos de Holmes, sino también de los diálogos de sus películas (y en una época en que no era fácil ver las películas más de una vez e imposible revisarlas en casa, como sin duda hizo el autor). Quienes no sientan excesiva nostalgia del “elemental, querido Watson” de su adolescencia y quieran distraerse con una historia adictiva e intrascendente, mejor harán recurriendo a la televisión o yendo al cine a ver Misterio en Venecia.



           

 

1 comentario:

  1. Disculpa Martín.
    Ya se que me entiendes
    La mejor novela sobre el caso de la habitación cerrada es "El misterio del cuarto amarillo" de Gaston Leroux. Creo que lo he escrito bien. No recuerdo la solución pero si al detective.

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