Álvaro Pombo
El exclaustrado
Anagrama. Barcelona, 2024.
Como
folletín filosófico o comedia de enredo trascendental podría denominarse las
más reciente novela de Álvaro Pombo. Tres hombres –el exclaustrado que da
título al libro, su sobrino Jaime, un “profesor auxiliar de filosofía”-- y una
mujer, Petri Gillard, camarera en un bar de copas, que se casa con el último
de ellos y tiene relaciones con los otros dos.
De folletín la califica el propio
narrador: “¿Y a Jaime qué le pasa? ¿Ama Jaime a Petri como Petri a Jaime? He
aquí la gran pregunta de cualquier folletín que se precie. Y este relato es,
entre otras cosas, un folletín que se precia de sí mismo”.
Comenzamos a leer El exclaustrado
y lo primero que nos viene a la memoria son El escritor o El
enfermo, las novelas crepusculares de Azorín. El “discreto” protagonista
–así lo llama el autor-- vive retirado
del mundo en una pequeño apartamento lleno de libros, sin más visitas que la de
la asistenta que le atiende. Está leyendo a Sartre, al primer Sartre, y buena
parte de sus elucubraciones tienen que ver con El ser y la nada, libro
que se glosa y cita abundantemente.
A
ratos pensamos en Unamuno o Pirandello. Hay personajes en busca de un autor y uno
que se declara autor o manipulador de todos los demás. Discutiendo con su
mujer, Antón Rubial, el profesor de filosofía, le dice lo siguiente: “He aquí
un personaje que ha querido ser lo que haga falta y no ha servido de nada. ¡Hay
algo más trágico que Petri Gillard? Nada hay más trágico que Petri Gillard.
¡Que el corazón de la bienintencionada lectora reviente ahora! ¡Si revienta
ahora, habré escrito una gran novela!”. Aunque se dirige a ella, emplea
sorprendentemente la tercera persona.
En
otro pasaje, es el decimonónico narrador omnisciente quien nos refiere los
pensamientos de Jaime: “Se da cuenta de que Rafael siempre le ha manipulado. Le
manipuló cuando le dijo que los tres, Jaime, Petri y su tío Juan, eran
personajes de una ficción que él imaginaba. Personajes de Rubial”.
Los ingredientes que se emplean en El
exclaustrado son de primera calidad, muy Álvaro Pombo, el resultado de una
vida dedicada a elucubrar sobre los enigmas del hombre y del mundo, a moverse
por los estrechos lindes que separan filosofía, teología y literatura. Pero el
resultado es una obra frustrada, un borrador que nadie parece haber leído con
atención, ni el autor ni un editor a la manera anglosajona que le señalara los
descosidos.
Que son muchos, y graves. Señalaré
algunos. En la página 37, hablando de Antón Rubial y de Petri Gillard, que
trabajaba en un bar de alterne, afirma el narrador: “El caso fue que se casó
con esta periquita y se divorciaron a los tres años. Casarse y divorciarse
fueron dos actos casi continuos”. Pero pronto –o no tan pronto, en la página 100
se refiere a ella como su “exmujer”-- este narrador omnisciente, pero de mala
memoria, se olvida de esa afirmación y toda la trama melodramática de la novela
se basa en que Petri abandona el domicilio conyugal y luego –sorpresivamente-- vuelve
a él porque sigue casada con Rubial, quien la trata y la maltrata –llega a
encerrarla en casa-- como su legítimo dueño.
Jaime solo vio a su tío, Juan
Cabrera, el discreto exclaustrado, una vez hace quince años, “cuando era muy
joven”. Pero como tiene en torno a veinte años, resulta que no era muy joven,
sino un niño. Y no podía recordarlo vistiendo hábito, según se nos dice, porque
Juan Cabrera había abandonado el convento hace veintidós años, cuando tenía
cincuenta.
Es cierto que un relato crea su
propia verosimilitud, que no tiene por qué coincidir con la de la vida real,
pero una cosa es que Gregorio Samsa se despierte convertido en insecto y otra
que en la página 44 Petri Gillard sea una pésima cocinera (“Pero, criatura,
¿no ves que no sabes guisar nada decente? Hasta las patatas guisadas con
perejil, las vulgares patatas viudas, te quedan siempre aguadas. Haces unos
guisos inmaturos, de cafetería, de escort girl”, le reprocha su marido)
y en la 70, cuando le abandona y se va a vivir con una amiga, coman las dos de
lo que guisa Petri: “pucheros ricos que le había enseñado su madre”.
Álvaro Pombo ha querido escribir una
historia actual, aunque nos suene tan vintage. En la primera página
leemos: “Pero ¿cómo vive don Juan Cabrera? Vive confinado. Lleva viviendo así
muchos años. Pero solo ahora, con el confinamiento del covid, su confinamiento
roza la agorafobia, por tratarse ahora no tanto de una voluntad propia como de
la voluntad ajena, la voluntad del Estado”. No hay nada, sin embargo, en el
resto del libro, que haga referencia a esa situación; no hay mascarillas,
toques de queda, clases virtuales. La acción habría sido más creíble situada en
los años sesenta. Casi todos los pequeños detalles, esos pequeños detalles que
tanto contribuyen a la sensación de verdad en un relato, rechinan: Petri, antes
de volver con su marido, le cita en un Starbucks y allí “los dos eligen un
sándwich mixto”. ¿Un sándwich mixto en un Starbucks?
Significativo de las inconsistencias
del relato resulta que el motivo del resentimiento de Antón Rubial contra Juan
Cabrera –resentimiento que mueve la trama-- fuera que a una denuncia suya se
debiera el que lo expulsaran del convento en el que era novicio, sin que se dé
muestra alguna de que Rubial tuviera vocación religiosa (más bien parece que le
hicieron un favor al expulsarlo).
El
narrador se ocupa minuciosamente de las interioridades de los personajes (con abundantes
reflexiones filosófico-teológicas), pero con frecuencia da la impresión de que
sus cambios obedecen menos a razones psicológicas que a caprichos del autor, a sorpresivos
giros de guion como en una serie televisiva. Y como en una serie televisiva americana
actúan los policías que aparecen en el capitulo final.
Materiales
para una novela intelectual, a la manera de las de Pérez de Ayala o de otras
del propio Pombo, hay en El exclaustrado, pero lo que se publica es un
borrador que necesitaría una lectura atenta de un editor competente y una reescritura
que no afecte solo a las inconsecuencias menores, sino a la concepción del
narrador.
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