jueves, 30 de octubre de 2025

Vida y novela de Victorina Durán

 

Eva Moreno-Lago
Victorina Durán, una vida llamada teatro
Renacimiento. Sevilla, 2025.

Victorina Durán (1899-1993) fue una de las figuras más destacadas de la renovación intelectual de los años veinte. Hija de una bailarina y de un militar, que antes ya se había casado dos veces y tenido otras hijas, desde pequeña se movió en los ambientes relacionados con el teatro. Quiso ser actriz, algo no bien visto por la familia paterna, estudió en la Escuela de Bellas Artes, se inició en la pintura y en las artes decorativas, obtuvo la cátedra de Indumentaria en el Conservatorio de Madrid y acabaría dedicando la mayor parte de su vida al teatro como figurinista, aunque no solo.

            Eva Moreno-Lago conoce bien su trayectoria (le dedicó su tesis doctoral), pero en Victorina Durán, una vida llamada teatro no parece ser lo que más le importa, aunque nos rescate con méritos minucia su labor profesional y la renovación teatral llevada a cabo por figuras como Cipriano Rivas Cherif y Margarita Xirgu en los años veinte y treinta. En la historia de la literatura quedan los nombres de Lorca, Casona, pero el teatro es algo más que texto. Y en ese algo más está no solo la dirección (que antes estaba a cargo del primer actor), sino en la escenografía y el vestuario. En ese algo más, destaca el nombre de Victorina Durán, activa durante más de medio siglo, primero en España, luego en Argentina y posteriormente otra vez en España.

            Lo que más parece importarle a Moreno-Lago es la vida afectiva y sexual de Victorina Durán. Quiere convertirla en un icono gay, en un ejemplo de vida en libertad, en un modelo para las nuevas generaciones. Alterna así en este libro la investigación con la enfadosa moralina, el rigor con un tono de libro de autoayuda. ¿Un ejemplo? A Victorina "le cambiaron su rumbo, y aun así supo disfrutar cada etapa, transformarse una y otra vez en el plano profesional. Esa capacidad de adaptarse y volver a empezar la convierte en una mujer ejemplar y en un referente para nosotras". Y continúa, dirigiéndose no al común de los lectores, sino a ese cómplice “nosotras”: “¿Cuántas veces nos hemos sentido frustrados porque las cosas no resultaron como esperábamos? Quizás, lo que Vic nos enseña es a confiar en el proceso, en las oportunidades, reconocer que nuestras cualidades pueden llevarnos a lugares impensados, que no estaban en nuestros planos, pero que nos muestran otros, quizás más maravillosos”.

            Pero la vida de Victorina Durán no parece ejemplarizar muy adecuadamente la doctrina que su biografía quiere impartir. Su orientación sexual no supuso ninguna limitación en su carrera, entre otras cosas porque la vivió privadamente, sin referirse nunca a ella en sus actividades públicas.

En 1937, marchó de España a trabajar con Margarita Xirgu, que había iniciado una gira americana poco antes de comenzar la guerra. Marchó como marcharon Juan Ramón Jiménez o Alejandro Casona, para buscar una vida mejor lejos de esa España que se había convertido en un sangriento caos, aunque siguieran apoyando a la causa republicana. Pero Moreno-Lago no opina así. Incluye la experiencia de Durán dentro de lo que llama “sexilio”, esto es, de aquellas formas de exilio motivadas por la orientación sexual y no por razones políticas. La muerte de Lorca habría sido un aviso para todas las personas que no se ajustaban a la norma: "Ninguna disidencia sexual se iba a permitir en la España gobernada por las tropas del general Franco. Por ese motivo, eligieron a una persona conocida, sin una afiliación política definida, pero que había manifestado sus preferencias sexuales".

Lorca, sin embargo, no había manifestado públicamente sus preferencias sexuales, al contrario que Cernuda en varios poemas de La realidad y el deseo . Hasta los años ochenta no se le reconoció como homosexual. Antes, los que sabían, callaban. Solo hay que pensar en lo que tardaron en publicarse sus Sonetos del amor oscuro a pesar de que en ellos sigue teniendo buen cuidado de no utilizar adjetivos masculinos para referirse al destinatario. A Lorca le mataron porque era una de las figuras literarias más populares y destacadas en la España del Frente Popular, aparte de los rencores añadidos que pudiera haber en Granada, “en su Granada”.

            La represión sexual en la España de Franco es innegable, pero referirse a las numerosas personas fusiladas por ser homosexuales es una gruesa inexactitud. La Ley de Vagos y Maleantes no implicaba la pena de muerte y menos por fusilamiento. Esa represión, más que a las mujeres que amaban a otras mujeres, afectó especialmente a travestis y trans, a quienes les era más difícil, por razones obvias, la entonces necesaria discreción. El lesbianismo, por el contrario, al apartar a algunas mujeres del matrimonio y permitirlas enfocarse en su carrera, les ayudó a destacar en su trayectoria profesional. Fue el caso de Victoria Kent o de Celia Gámez, dos mujeres muy distintas, pero ligadas para siempre por un chotis.

            Lo cierto es que Victorina Durán, por lo que se deduce de sus escritos, publicados póstumamente o aún inéditos, no tuvo mayores problemas para vivir una vida sexual a su manera, sin demasiadas cortapisas, tanto en la España anterior a la guerra, como en la Argentina del exilio (que fue, en gran parte, la Argentina de Perón) o en la España franquista a partir de los años sesenta. Ayudó a ello el medio en que se desenvolvió, la burguesía ilustrada y el teatro, siempre más propenso a ciertas libertades y por eso mal visto por la gente de bien, además de la tendencia a la invisibilidad, casi hasta ayer mismo, del amor entre mujeres: las muestras de afecto entre amigas, besos y abrazos, siempre llamaron menos la atención que cuando se daban entre hombres.

            Moreno-Lago gusta de fantasear sobre los amores de Victorina Durán. El caso más notable es el de sus supuestas relaciones eróticas, además de profesionales y amigables, con Margarita Xirgu. Cierto que no hay constancia del lesbianismo de la actriz, pero en la época hubo rumores y “cuando el río suena, agua lleva”; Además, la actriz “era amiga cercana de figuras abiertamente homosexuales, tanto hombres como mujeres, y se movía con naturalidad en ambientes donde la diversidad sexual era aceptada”. Y ya se sabe –añade Moreno-Lago, que en su afán de sacar a Margarita Xirgu póstumamente del armario elude cualquier rigor conceptual-- “dime con quién andas y te diré quién eres”.

El capítulo titulado “Amores lésbicos al proscenio” es una novelita de tesis LGBTIQ , una especie de ensoñación erótica que está fuera de lugar. Más interesante el capítulo siguiente, “Una trama difícil: su gran amor”, en el que se nos cuenta la historia de Miguel Durán Terry, que nació en Lugones en 1901, que estudió con los jesuitas en Gijón, que marchó a Madrid para estudiar ingeniería y pronto se convertiría en uno de los jugadores más destacados del Atletic Club. Murió durante la revolución del 34 mientras se desplazaba al cuartel de Pelayo. Esa historia, o la más conocida del empresario argentino Natalio Botana, uno de sus mecenas argentinos, son bastante más interesantes que las fantasías sobre cómo supuestamente Victorina Durán y Margarita Xirgu se abrazaban secretamente en la parte de atrás de un coche.



           

miércoles, 22 de octubre de 2025

Sin perdón

 

José Luis Piquero
Todo va a salir bien
(Antología poética 1989-2024)
Edición de Rodrigo Olay
Renacimiento. Sevilla, 2025.

En la poesía española actual, pocos poetas tan inconfundibles como José Luis Piquero. Desde sus primeros poemas, los de Las ruinas , le gustó adentrarse por terrenos poco frecuentados y, a pesar de los muy evidentes primeros maestros (Cernuda, Gil de Biedma entre los más reconocibles), pronto encontró una manera de decir, a la vez conversacional y enigmática, hiriente y lúcida, absolutamente inconfundible.

            Con el título, llamativo por inesperado, de Todo va a salir bien y la colaboración de Rodrigo Olay, autor del prólogo, reúne una amplia selección de su obra. Aquí están algunos de los poemas más impactantes. Es difícil salir indemne de esta antología.

            El título, según se nos explica en una breve nota, procede de “telefilms norteamericanos de los domingos por la tarde” donde, en los momentos más dramáticos, siempre habría un optimista que anunciaba “todo va a salir bien”. Siguiendo con el mismo campo de referencias, podríamos decir que una de las más llamativas características de la poesía de Piquero es que en ella nos habla “el malo de la película”. Un niño maltratado (recordamos el espléndido “Apunte biográfico”) que se convierte en un adulto maltratador, sobre todo de sí mismo. Caín y Judas son sus personajes bíblicos favoritos, especialmente el primero, que parece convertirse en su alter ego. “Gracias, odio; gracias, resentimiento; / gracias, envidia: / os debo cuando soy. / Lo peor de nosotros mantiene el mundo en marcha / y la ira es un don: estamos vivos”. Desde el humor, Fernández Flórez expresó una tesis semejante en su novela Las siete columnas.

            José Luis Piquero es un poeta que no gusta de engañarse ni de engañarnos sobre la condición humana. Las mentiras piadosas no son lo suyo. Desdeña la mentirosa moralina para adolescentes (véase su “Mensaje a los adolescentes”, escrito con la falsilla del “Discurso a los jóvenes” de Ángel González) o su “Intervalo de la Rosa”, diatriba contra el tópico símbolo de la belleza poética convencional, que para él está en las antípodas de la verdadera poesía.

            Pero junto a ese poeta “oscuro, atormentado” hay otro, el autor de un puñado de poemas memorables que hablan de los amores, las melancolías y los apasionamientos de la adolescencia. Es el caso de “Romeo en el internado” o “En el camping”, tan cinematográficos, tan Erick Rohmer. O de mi preferido, “Iván y Arancha en Praga”, que canta una fascinación por la andrógina belleza adolescente, por la inalcanzable felicidad que promete.

            No es el José Luis Piquero hímnico y jubiloso el más habitual. En los poemas inéditos que añaden a la antología, hay uno, “Luna de miel”, que parece querer resucitar ese tono. Pero ahora el poema muestra todos sus descosidos, incluso para el lector más desatento: quiere narrar un feliz viaje de novios, pero se pierde en detalles de un viaje anterior (incluso se narra un encuentro con el poeta Nuno Júdice); añade precisiones redundantes: “Yo quiero / ver pasar a los curas ya los novios / guapos como nosotros (sobre todo los novios)”; termina afirmando que en el poema no aparece “ni un solo monumento” porque siempre estuvo en los hombros, las piernas, las caderas de la mujer amada, siempre dentro de ella, sin ojos para otra cosa. Pero termina –un final anticlimático convertido en tic-- señalando que el hotel “no era muy allá”. O sea que el amor no le permitía fijarse en el Panteón ni en el Foro, pero sí en que el hotel no era precisamente un cinco estrellas.

            A la poesía le sienta bien una cierta oscuridad. Por eso José Luis Piquero tiende cada vez más al poema-enigma, aquel que parte de una situación concreta (sigue siendo un poeta realista) a la que ocultan audaces elipsis. Algunos poemas son así como adivinanzas de las que no acertamos a encontrar la solución. ¿De qué nos habla “Amenazando con hacerlo”? El título parece aludir a quienes practican el chantaje de la amenaza de suicidio. Los versos insinúan sin aclarar demasiado y eso –en algunos casos, no en todos-- les vuelve más eficaces: “Tú, pequeña hijaputa, debes ser muy feliz / compartiendo tu muerte con nosotros. / Gracias por tu regalo, recoger los pedazos y comer de tu cuerpo y beber de tu sangre, en una alianza nueva y eterna. Para redimir / el gran pecado de sobrevivirte no basta una vida”.

            Aviso para lectores sensibles: la poesía de José Luis Piquero a menudo hace daño. Tras los primeros poemas, que cantan la promiscuidad sexual a veces sin eliminar precisiones innecesarias (llamativas entonces) y otras de muy gozosa manera (“Cuatro” me parece uno de los más hermosos poemas eróticos que se hayan escrito en lengua española), se centra en las experiencias de pareja. Imposible leer “Historia de G.”, en la que toma la palabra la víctima, sin sentirse acongojado. En “Quemaduras” el poema, sin dejar de ser poema, se aproxima al análisis psiquiátrico: pocas veces se han elucidado mejor los gozos y las sombras del masoquismo.

            El prólogo de Rodrigo Olay –un poeta cuyo mundo está en las antípodas del de José Luis Piquero (si uno es “el malo de la película”, el otro es “el primero de la clase”), está escrito desde un entusiasmo crítico que no impide aciertos parciales, pero que le lleva a incluir textos menores y aceptar elogiosamente reflexiones más que discutibles sobre métrica. No hay que fiarse demasiado de lo que afirman los escritores acerca de su obra. El poeta, si lo es de verdad, no sabe lo que hace, aunque sepa hacerlo muy bien. Y el crítico está para explicárnoslo, no para parafrasear las buenas ideas del poeta sobre sí mismo. 





jueves, 16 de octubre de 2025

Así fue el fin del mundo

 

Manuel Moyano
El mundo acabará en viernes
Menoscuarto. Palencia, 2025.

La narrativa de Manuel Moyano, autor además de excelentes libros de viajes, gusta de adentrarse en terrenos que no suelen frecuentar, o al menos de la manera en que él lo hace, los autores considerados serios: el terror, lo fantástico, la ciencia ficción.

            El mundo acabará en viernes comienza de la manera más intrigante y en diversos escenarios –Idaho, Londres, Tel Aviv-- y con personajes bien caracterizados: la psiquiatra que sueña con ser novelista de éxito, el paparazzi que acecha a los famosos, la solitaria y deprimida empleada en una cadena de televisión. Empezamos a leer la novela con la misma curiosidad con que nos disponemos a ver una serie de Netflix. El estilo, sin florituras retóricas, muy dialogado, más cercano a cierta tradición de la literatura norteamericana que a la española, resulta de gran eficacia para mantener el suspenso.

            A esas tres intrigas entrelazadas, pronto se les irán añadiendo otras. Algunas con un cierto desarrollo como las de Ronia Sharabi, ensayista israelí de fama mundial, y Boris Woon, el “todopoderoso”, dueño del Grupo Babylon, mientras que otras viñetas carecen de desarrollo posterior y parecen insertos de los que se podrían prescindir o que podrían multiplicarse.

            Durante la primera mitad, el libro se mueve en ese terreno intermedio entre lo natural y lo sobrenatural, tan bien estudiado por Todorov, y que ha dado tantas obras maestras, entre ellas los mejores cuentos de fantasmas. Luego se inclina por lo fantástico y la novela de intriga se convierte en parábola sobre lo que ocurriría si las profecías bíblicas sobre el fin del mundo se hicieran realidad.

            Para algunos lectores, a partir de entonces El mundo acabará en viernes perderá interés; para otros, entre los que me cuento, lo acrecienta. Deja de ser un grato pasatiempo para convertirse en un bienhumorado análisis de las contradicciones de la teología a la hora de satisfacer nuestro deseo de inmortalidad.

            El Mesías que regresa para anunciar la llegada del fin del mundo, la resurrección de los muertos y el juicio final, aprovecha para difundir mejor su mensaje el festival de Eurovisión que se celebra en Tel Aviv. Y el autor lo aprovecha para resumirnos la historia y caricaturizar semejante evento.

Los primeros muertos que resucitan no son muertos anónimos, sino Hemingway, Lady Di y Leonardo da Vinci. El tono unas veces se aproxima a la farsa y otras se acerca al enumerativo Borges: "Se levantó del polvo todos los egipcios e hititas caídos tres mil años atrás en la batalla de Kadesh. Se levantó del polvo Pauline Koch, madre de Albert Einstein, quien había educado a su hijo para la música, la paciencia y la perseverancia. Se levantó del polvo la primera persona que oyó predicar a Siddartha Gautama en las llanuras del Ganges..."

Y sigue así durante dos páginas hasta terminar con el poeta chino Li Bai (“Suspiro en la larga noche solitaria y las lágrimas humedecen mi ropa”) y con Lázaro de Betania, que resucita por segunda vez. Disuena también del tono del conjunto algún otro pasaje lírico: “Allí abajo, en aquel lacrimarum valle, en aquella tierra devastada y poblada solo por réprobos, quedaban los logros, las pasiones, los placeres, las historias, las infinitas obras humanas. Las pirámides de Egipto, Yentl, las ruinas de Disneylandia, las pinturas de Chagall, el olor a sal de la playa de Tel Aviv en las mañanas de verano, el vino de Ribera, la imagen de Armstrong hollando la superficie lunar, la imagen del otro Armstrong blandiendo la trompeta, el recuerdo de su abuelo contándole la historia de Moisés, esa misma historia contada por Cecil B. de Mille…”. Borges entremezclado con Bradbury, Miguel d’Ors y el replicante de Blade Runner.

            El Dios padre de esta singular historia tiene menos que ver, con el bíblico Yahvé que con los monstruos de Lovecraft. Y el enfrentamiento entre Yeshua, el mesías, y el dueño de Grupo Babylon, que recuerda algo al demonio y mucho a los genios del mal de las películas de superhéroes, podría compararse con la opa hostil entre el BBVA y el Banco de Sabadell, aunque el libro fuera escrito antes de esa fantástica historia verdadera.

            El desajuste entre los primeros capítulos del libro, más atenidos a la lógica de la narración de intriga, y los siguientes, algo embarullados y de contradictorios enfoques, es muy posible que resulte intencionado: refleja el caos en que se convierte el mundo cuando se anuncia, para el séptimo día, el fin del mundo.

            Entre burlas y veras, irreverencias y contradicciones, El mundo acabará en viernes acaba planteando arduas cuestiones teológicas. Los muertos, si pudieran elegir, ¿querrían resucitar? ¿La otra vida en el cielo resulta más apetecible que esta vida con todas sus desdichas? Los bienaventurados que vuelven a la vida parecen solo desganados zombis.

Manuel Moyano, tras desarrollar muy imaginativamente la idea de qué pasaría si las profecías bíblicas se hicieran realidad, no nos da ninguna respuesta. Nos deja tan perplejos a los lectores con esa opa hostil entre Yeshua, el mesías, y Boris Woon, como esa otra opa hostil entre dos corporaciones bancarias que se ha desarrollado, a golpe de publicitarias e incomprensibles razones, ante nuestras narices. La realidad no es menos inverosímil que la ficción más inverosímil. Ni la ficción menos verdadera.

           

martes, 7 de octubre de 2025

Umbral y el arte de resucitar

 

 

Francisco Umbral
El corazón y la luna / Yo, Umbral
Artículos publicados en la revista Jano (1971-2006)
Edición de Alex Prada y Bénédicte Buron-Brun
Renacimiento. Sevilla, 2025.

“El periódico es la antesala del libro” se ha repetido más de una vez. Y ciertamente las publicaciones periódicas –diarias, semanales, mensuales-- nunca han publicado solo lo que suele entenderse por periodismo: información noticiosa ligada a la actualidad. Ciertos géneros literarios –como el cuento o la poesía-- encontraron en ellos un lugar tan propicio como el libro o más. Para no hablar de la novela por entregas, tan popular en otro tiempo.

            Pero si buena parte de las obras literarias se anticiparon en periódicos y revistas, no todo lo publicado en ellos debe ser recopilado en volumen: su lugar está en las hemerotecas, al alcance de curiosos y estudiosos, aunque lo firme un autor de cierto renombre.

            Umbral, como Azorín, como Clarín, como Borges, como tantos otros, es uno de esos autores que prepararon buena parte de sus libros con material publicado previamente en prensa. Libros secundarios y prescindibles en algunos casos y fundamentales en muchos otros.

Una de las publicaciones en las que con más asiduidad colaboró ​​Umbral fue Jano, medicina y humanidades (1971-2011), una sorprendente revista con una parte dedicada a los profesionales de la medicina y otra de divulgación cultural en la que participaban las grandes firmas del momento. En ella, anticipó Umbral alguno de sus mejores libros. Así comienza uno de sus artículos: "Llevo más de un cuarto de siglo colaborando en esta revista, o sea desde que Jano nació. Con la primera serie, que iba muy de diario íntimo, hice un libro titulado Mis paraísos artificiales, que me editó Mario Lacruz, uno de los editores-escritores más finos que yo he tratado en mi vida".

            Alex Prada y Bénédicte de Buron-Brun recopilan ahora en dos volúmenes el material no aparecido nunca antes en libro, aunque no se pueda asegurar en todos los casos. Y lo hacen de muy curiosa manera. Cada volumen lleva distinto título ( El corazón y la luna, a cargo de Alex Prada, y Yo, Umbral , en edición de Buron-Brun), pero comparten subtítulo: “Artículos publicados en la revista Jano (1971-2006)”. Cada uno se ocupa de los de determinada temática: “Medicina” y “Literatura y otras artes”, el primero; “Política y sociedad” y “Vida privada”, la segunda (buena parte de los artículos seleccionados, por cierto, podría cambiar de ubicación). Ambos volúmenes llevan una nota preliminar y un prólogo, que parece puestos un poco al azar: el de Yo, Umbral se titula “¿Era hipocondríaco Francisco Umbral?” y parece más adecuado al otro volumen, que comienza con el apartado “Medicina”, donde el autor habla con frecuencia de sus enfermedades reales o imaginarias.

            La agrupación temática de los artículos tiene un sentido, aunque resulte a veces un tanto forzada; no lo tiene en que dentro de cada uno de los temas se prescinda de la ordenación cronológica y los artículos se sucedan caprichosamente. El resultado no deja de resultar chocante en más de una ocasión. En “Memoria y fábula”, de 1990, Umbral nos dice que en su obra hay un primer ciclo que él denomina “de la infancia y la memoria” formado por libros como Memorias de un niño de derechas, El hijo de Greta Garbo, Los helechos arborescentes, Los males sagrados, El fulgor de África, etc. En el artículo que aparece a continuación, de 1979, nos habla de que anda metido en un proyecto de libro que podría llamarse Los helechos arborescentes .

En la recopilación de textos publicados en la prensa, una vez agrupados temáticamente, la ordenación cronológica no es opcional, sino obligatoria: el tiempo es parte del argumento.

            Pero que ni Alex Prada –médico y escritor-- ni Bénédicte Buron-Brun –profesora universitaria y especialista en la obra de Umbral-- tienen ideas muy claras sobre la razón de rescatar textos publicados en la prensa (ni sobre la diferencia entre texto e hipotexto y otras cuestiones básicas) queda claro a lo largo de sus prólogos y notas preliminares. Alex Prada, a propósito de Mis paraísos artificiales , anticipado en Jano, escribe que es “un libro desordenado, sin pies ni cabeza (con lo bueno y lo malo que tiene una publicación así), un dietario, un almanaque lleno de avatares personales, de poemas en prosa intercalados con artículos que hablan del circo, de la tía Socorro, de leñadores y del otoño, de sacar el primer libro, de la antropología más lírica, de casas de campo y de Voltaire…”. Y se lamenta de que autor y editores “decidieran borrarles todas las pistas a los lectores, retirando minuciosamente de los textos las referencias a la revista Jano y “prescindiendo de notas aclaratorias y prólogos y epílogos que contaran al lector dónde y cómo y por qué nacido habían aquellas composiciones tan valiosas”. Quiere deshacer una obra literaria –“sin pies ni cabeza” en su opinión-- para convertirla en una recopilación de artículos, todos adecuadamente anotados.

            Si poca competencia literaria parece tener Alex Prada, no parece mayor la de Buron-Brun. En la nota preliminar a Yo, Umbral escribe: “Por desgracia, los artículos presentados no son, ni mucho menos, todos los que Francisco Umbral escribió entre 1971 y 2007 para Jano por diversos motivos, los derechos editoriales en particular, puesto que se valía de sus escritos sueltos (columnas o cuentos) para integrarlos en sus futuras novelas o diarios”.

            ¿Por desgracia? ¿El ideal como editora de Buron-Brun consiste en preparar un volumen de mil o dos mil páginas con las colaboraciones de Umbral en una determinada revista a lo largo de treinta y cinco años, incluidas las que forman parte de otros libros? Confunde editar con inventariar (cosa muy distinta y necesaria). 

También resulta una investigadora peculiar: se lamenta de que la revista Jano, en Madrid, solo esté disponible, incompleta, en dos instituciones. ¿No podría localizarla en otros lugares, hacer un registro completo de las colaboraciones del escritor y ofrecerlo a la Fundación Francisco Umbral? Para esa labor previa, tan necesaria, de archivero, no hace falta una especial sensibilidad literaria. Sí resulta necesario para rescatar a un escritor, famoso en su tiempo, y hoy en el purgatorio. Es preciso saber distinguir entre lo que de él sigue vivo y el peso muerto que lo ata a su época.

            ¿A qué rescatar del merecido olvido naderías o barbaridades? Naderías como las que encontramos en “Ver la tele” o barbaridades presuntamente humorísticas: “Uno ha lamentado siempre no estar suficientemente loco como para matar a unas cuantas ninfas en los parques del anochecer. Uno siempre ha pecado de sensato con las mujeres. Porque con las mujeres hay que enamorarse o matarlas. No valen los términos medios, y yo siempre me he quedado en el término medio”. Otro artículo comienza repitiendo unas palabras que le oyó a Cela –otro que tal--: “Me gusta observar las costumbres de los animales en cautividad”. Y se refería a su mujer.

            Ofrecer en revoltillo todo lo inédito que de un escritor notable y un tanto olvidado se puede localizar en las hemerotecas, aparte de ser labor más mecánica que propiamente intelectual, no ayuda al rescate de ese escritor, más bien a todo lo contrario.

           

           

lunes, 29 de septiembre de 2025

Los libros de una vida

 
Mariana Enríquez
Archipiélago
Comercial. Buenos Aires-Madrid, 2025.

“Creo que el gusto literario no se elige”, escribe Mariana Enríquez. Y en Archipiélago nos traza una apasionada y peculiar autobiografía lectora. Menciona muchas obras, exactamente 389, según el índice que aparece al final. Sorprende un poco que solo cinco sean de autor español: el Quijote, Marianela de Galdós, el Romancero gitano (un entusiasmo juvenil), Literatura y fantasma de Marías y Héroes de Ray Loriga, que es de la que se habla con más entusiasmo. Ciertas editoriales españolas, como Anagrama, fueron en cambio fundamentales en su formación.

            El gusto literario de Mariana Enríquez no es demasiado convencional. La literatura de género le ha interesado más que los grandes nombres de la tradición: prefiere Stephen King a Marcel Proust. Y tampoco es convencional su acercamiento a la literatura: “Llegué a Keats por los Rolling Stones”, escribe. Y no fue un caso único: "No estudié Letras, nunca fui a un taller literario y no conocí a escritores hasta que yo misma publiqué una novela. Mis conexiones, mis viajes entre islas literarias se dieron por medios menos convencionales. Llegué a libros por el rock y el cine, ya veces por comunicaciones entre ambos y la literatura".

            Archipiélago lleva el subtítulo de “Una formación literaria en veintinueve islas”, debido a que sus intereses de lectora los clasifica en “islas” que dan nombre a los capítulos más extensos: “La isla de las momias”, “La isla del laberinto”, “La isla tenebrosa”. Entre ellos, se intercalan otros más breves (“Los barcos”, “Los botes”, “Los remos”) que hablan de sus sucesivas bibliotecas, sus fuentes de información, sus hábitos de lectura, sus manías personales. “La espuma”, de solo tres líneas, dice así: “Nunca salgo de la casa –o de donde esté-- sin un libro o varios, desde que soy adolescente. A veces incluso llevo uno conmigo cuando voy a hacer compras”.

            Cada lector es un mundo, y el mundo de Mariana Enríquez, que escribe con desarmante sinceridad y sin excesivas preocupaciones de estilo, no es el habitual entre los escritores, aunque no podemos calificarlo de minoritario. Es fan del gore,  de los asesinos en serie, de las vísceras desparramadas, de la “sexualidad sádica”, de los monstruos y los vampiros, de la progresiva degradación que provocan ciertas enfermedades incurables. Como temas literarios, por supuesto.

            Ella misma es consciente de lo que pueden sorprender esas peculiaridades: "Yo nunca me lo pregunto, pero a veces suelen interrogarme sobre por qué lo cruel me atrae tanto, y si no me impacta negativamente, si no me impresiona, escandaliza, perturba. Tengo que reconocer que me excita, me entusiasma, me deslumbra". “Como recurso”, añade para evitar malentendidos.

            Varios de los capítulos de este libro, a los lectores de distinta sensibilidad, les servirán como una guía literaria a la inversa: destacan libros y autores a los que procurará no acercarse, aunque a Mariana Enríquez le entusiasmen hasta el delirio: "Cooper me abrió la puerta de la abyección. Quise más. Quise a esos escritores insoportables, los que no deberían ser publicados, los que van demasiado lejos. Y encontré muchos. A libros abyectos llegué por casualidad".

Últimamente encuentra la abyección en “escritoras mujeres latinoamericanas” (¿habrá escritoras hombres?, se nos ocurre preguntar). E incluso se refiere a Nefando, de Mónica Ojeda, “la novela que muchos escritores gustosos de lo abisal como yo no pudieron soportar”. No la pudo soportar, pero no nos ahorra alguna cita especialmente repulsiva.

            Sus recuerdos de juventud concuerdan a veces con sus preferencias lectoras: “En un recital en contra de la violencia policial en homenaje a Bulacio, en 1996., vi cómo, en una pelea entre punks y skinheads, mataron a patadas a un supuesto militante neonazi”. Aclara que no lo vio por morbosa: “en las corridas quedé cerca y pasó en mi cara”.

            Hay islas más amables, por supuesto, como las que tratan de Borges o Cortázar (también de Manuel Mujica Láinez, el preciosista autor de Bomarzo ) o de los relatos de fantasmas.

            Predominan los narradores, pero no escasean los poetas. “La isla de Charleville” está dedicada íntegramente a Rimbaud. Patti Smith sería una de las razones por las que se acercó al autor de Una temporada en el infierno “y otros punsks neoyorquinos como Richard Hell, Verlaine o David Wojnarowicz, que hizo toda una serie de fotos con una careta de Rimbaud, jóvenes en el subte y en habitaciones abandonadas inyectándose heroína, significando contra la pared”. (Nos quedamos con la duda de saber si hubo un punk neoyorquino que se llamara Verlaine, como el amigo de Rimbaud).

Aunque Mariana Enríquez cita muchos versos (nunca un poema completo), parece que lo que le interesa de los poetas tanto o más que la obra es la vida turbulenta, marginal ya ser posible con graves desarreglos mentales.

Al comienzo de la “La isla de los inolvidables”, escribe: “sin recurrir a los libros, miro la pared y trato de recordar lo que no puedo olvidar de los escritores mayores, para testear su prevalencia en mi memoria y su podio real”. De siete narradores –Joyce, Dickens, Nabokov, pero también nombres menos convencionales como Chinua Achebe--, recuerda el título de una obra. De la única poeta, Alejandra Pizarnik, lo que no puede olvidar son sus obras completas (ya tiene mérito) y lo que escribe a continuación son una serie de frases (“Un ahorcado que abre los ojos y entra por la ventana. Ojos azules. Qué haré con el miedo. Con esta boca en este mundo. Vestida de cenizas”, etc.), entre las que incluye, por ejemplo, el título de un poema de Olga Orozco: “Con esta boca en este mundo”.

Una de las más impactantes narradoras de ahora mismo, nos habla de lo que los libros han supuesto en su vida. Y lo hace con verdad y sin incurrir en los tópicos habituales. La literatura no es solo lo que piensan los profesores y los estudiosos de la literatura.



jueves, 25 de septiembre de 2025

Crepuscular

 

Julio Llamazares
El viaje de mi padre
Alfaguara. Madrid, 2025.

Seguir los pasos de un viajero anterior es ya un subgénero en la literatura de viajes. Recordemos a Azorín, en 1905, volviendo a recorrer la ruta de don Quijote o al Baroja sexagenario de 1935 al que el diario Ahora, el de Chaves Nogales, le encarga repetir los pasos de la expedición de Gómez, aquel general carlista que cien años antes había trazado una gran ese, de norte a sur, sobre el territorio peninsular (el año 1996, por cierto, Eduardo Gil Bera volvería sobre los pasos de Gómez y de Baroja en Sobre la marcha).

No menciona estos antecedentes, ni falta que hace, Julio Llamazares en El viaje de mi padre, pero sí los propios: “En Villafeliche un letrero señala que por aquí, antes que mi padre y yo, pasó el Cid Campeador, algo de lo que están orgullosos los naturales, como comprobé cuando seguí sus pasos hace algún tiempo para escribir un reportaje para un periódico coincidiendo con el milésimo aniversario del Cantar. Va a ser ese mi destino: el de seguir los pasos de otro en busca de no sé bien qué. O sí: en busca de esa huella que los hombres vamos dejando a lo largo  de la historia y que es nuestra verdadera historia”.

            Los pasos que sigue esta vez son los de su padre y su amigo Saturnino, quienes en 1937, recién cumplidos los dieciocho años, se alistaron voluntarios en el ejército sublevado y a los que un largo viaje, el más largo de sus vidas, llevó primero hasta Teruel, donde participaron en la famosa batalla, y luego, tras una estancia en Zaragoza, hasta Castellón, donde vieron por primera vez el mar.

            Ese viaje, o esos dos viajes, uno en invierno y otro al comienzo del verano, se llevaron a cabo en buena parte en tren, pero Llamazares los realiza en coche, incluso en el pequeño tramo, de La Vecilla a León, en que todavía subsiste el ferrocarril, pero siguiendo en lo posible el antiguo trazado de las vías.

El pretexto parece un tanto forzado: el padre del autor murió en 1996 (muy pronto, dice el autor, e iba a cumplir 77 años). La guerra civil queda ya demasiado lejos y pocos recuerdos de ella guardan los habitantes de los lugares por los que el viajero pasa. Para la mayoría está tan lejos como la primera guerra carlista cuando Baroja recorrió la España republicana tras los ecos de la expedición de Gómez, un tiempo famosa en toda Europa. El olvido es la mejor reconciliación. En Rubielos (“un centenar de casas arracimadas al pie de la iglesia en un costado del monte”), se encuentra con una mujer que lo único que sabe de la guerra es que a su abuelo, que era alcalde del pueblo entonces, lo asesinaron, aunque no está segura de “si los republicanos o los franquistas”. Y el autor le pregunta: “¿Su abuelo era de izquierdas o de derechas?”, “Creo que de izquierdas”, “Pues entonces le mataron los de Franco”. La respuesta de la mujer es toda una lección: “Da igual. El caso es que lo mataron”.

            Comienza el libro en el cementerio del pueblo donde está enterrado el padre, con citas de un poema que José Antonio Llamas escribió para la ocasión. Hay citas en estas primeras páginas de otros poetas, especialmente de Antonio Gamoneda, e incluso el libro comienza con una “Canción de cuna para mi padre” que nos devuelve al Llamazares que se inició como poeta, allá en los setenta, pero la prosa del libro no es nada preciosista ni poética, más bien periodística y funcional, aunque al autor, al recordar las “Coplas a la muerte de su padre”, de Manrique, le dé por pensar que lo que está haciendo es escribir “otra copla” al suyo, “solo que muchos años después de su muerte”.

            Cuando sigue la línea del tren que iba de Valladolid a Ariza, se detiene Llamazares especialmente en lo que queda de las estaciones. Más de una vez repite que lo que ve le recuerda “a un paisaje del Far West americano”.

            No quiere hacer una guía de viajes, aunque de vez en cuando nos cite lo que dicen las guías, y más que hablarnos de los monumentos o los hitos turísticos, prefiere hablar con la gente, según la norma que uno de sus maestros, y temprano detractor, Camilo José Cela, inaugurara en Viaje a la Alcarria. No son demasiados, ni demasiado interesantes, los interlocutores que encuentra en estos pueblos, vacíos cuando él los cruza (casi siempre durante la hora de comer o de la siesta) o llenos de extranjeros.

            Se quiere pagar con este libro una deuda al padre, al que nunca se le animó a contar sus historias de la guerra; ahora se rememoran parte de esas aventuras con el testimonio de su compañero de entonces y su mejor amigo de siempre. Pero el lector no deja de sentir, quizá equivocadamente, una cierta desgana en el autor, como si fuera un pretexto para seguir con su trabajo de escritor profesional.

            Que no parece pasar por su mejor momento. Cierto que en Teruel una mujer le reconoce y le invita entusiasmada a un café, pero un experto local en los maquis, al que le regala Luna de lobos, ni siquiera se fija en que él es el autor del libro, y no se le escapa una queja: “por la mañana después de escribir mi artículo semanal para un periódico que pronto me invitará a dejar de hacerlo salgo a la calle”.

            Esa desgana se nota en la falta de revisión del texto, donde se utilizan las normas de acentuación que el autor aprendió en la escuela en lugar de las actuales (sobran tildes), y en alguna expresión disonante como cuando, tras indicar que en una acción de guerra “solo se salvaron” su padre y Saturnino, añade: “y algunas docenas más”.

            Algo de western crepuscular tiene este libro, no exento de encanto, en el que el envejecido pistolero (quiero decir, escritor) recorre un país, que poco se parece al de la guerra civil y que ya apenas reconoce, para saldar, tantos años después, una deuda quizá imaginaria.

 

jueves, 18 de septiembre de 2025

La novela de un editor

 

Enrique Murillo
Personaje secundario
Editorial Trama. Madrid, 2025.

Las memorias de un personaje secundario –así se denomina Enrique Murillo, en todo caso un secundario de lujo-- pueden ser bastante más interesantes que las de un personaje principal. Nacido en 1944 –pertenece a la generación de los novísimos, de los Azúa y los Savater--, cumplidos los ochenta años quiere echar la vista atrás y, desde la última vuelta del camino, sin nada que perder ni que ganar, contarnos, no solo “la oscura trastienda de la edición”, como indica el subtítulo, sino también su vida, no siempre fácil, y darnos algunas lecciones sobre el arte de narrar –tan desconocido en España, en su opinión-- y el arte de editar.

            El sustantivo “editor” resulta ambiguo en español: se refiere tanto al empresario que se dedica al negocio editorial como a quien se encarga de convertir el original del autor en un texto que pueda ir a la imprenta oa quien busca y selecciona las obras a editar. Para que el manuscrito del autor llegue convertido en libro a manos del lector muchos profesionales han de intervenir y no todos figuran en los títulos de crédito.

            Enrique Murillo comenzó colaborando con Carlos Barral, siguió luego con Jorge Herralde, trabajó más tarde como periodista cultural y fue uno de los creadores de Babelia (no le gustó el nombre: él hubiera preferido simplemente Babel), trató de sanear Plaza &Janés buscando –ya veces consiguiendo-- best sellers,  pasó cinco años en Planeta y uno en Alfaguara, creó su propia editorial, Libros del Lince, y acabó vendiéndola, malvendiéndola, a la polémica Malpaso. Una variada trayectoria, con mucho que contar.

            Todo lo que sospechábamos sobre los chanchullos de los grandes premios literarios, y más, queda aquí confirmado. El jurado, no solo del Planeta, también del Herralde, o de cualquier otro galardón comercial, suele hacer el papel de convidado de piedra, aunque esté formado por muy ilustres nombres. En algunas de esas maniobras, intervino muy activamente el propio Enrique Murillo, quien no tiene inconveniente en contarnos cómo decidió darle el primer premio Plaza & Janés a Andrés Trapiello, su compañero del suplemento cultural de El País, antes de seguir leyendo la novela, en la que sugirió varios cambios que el autor no tuvo inconvenientes en incorporar. También nos cuenta cómo encargó un año el Planeta a un autor que vendía mucho, pero que no tenía nueva novela, y los esfuerzos que tuvieron que hacer entre los dos para tener un original a tiempo. O los levantamientos que tenía que hacerle a la verborreica prosa de Terenci Moix en sus exitosos y olvidados novelones.

            Enrique Murillo, si hemos de hacer caso a sus palabras, siempre que le ha sido posible ha accionado como “editor de mesa” –para decirlos con palabras de Juan Cruz--, como un estrecho colaborador del autor a la hora de darle forma final a su obra y solucionar problemas de estructura.

            Exigente con los demás, quizás ha sido demasiado complaciente consigo mismo. En estas memorias, sobran páginas, demasiadas páginas, quizás porque suma dos obras de interés desigual: unas memorias propiamente dichas, con algún ajuste de cuentas, nunca demasiado cruel (la experiencia y la edad le inclinan a la benevolencia), y una serie de lecciones magistrales sobre “la transformación de la lectura y la edición en España”, como se titula uno de los capítulos, y de denuncias sobre el maltrato que los editores dedican a los traductores (Enrique Murillo ha complementado su trabajo). de editor con una importante labor como traductor).

            Las quejas gremiales sobre lo poco precisos que eran antes los contratos de antes de no sé qué ley y lo mucho que se incumplen hoy en día, aunque estén bien fundados y resulten meritorias, aburrirán a los lectores ajenos al oficio.

            Lo que les interesa son, por citar un ejemplo, las maniobras de un autor de éxito como Arturo Pérez Reverte (no contento con el botafumeiro que le aplica en Vocento, el grupo periodístico en el que colabora semanalmente) para conseguir que en El País dejen de “ningunearle”.

            Mil y una anécdotas curiosas, y no siempre ejemplares, nos cuenta Enrique Murillo. Los intelectuales que denuncian, un día sí y otro también, las corruptelas del mundo político, no dan precisamente ejemplo de puertas adentro. Los negocios son los negocios y ahí no hay más ley que la del más listo y el más fuerte.

            Pero conviene no fiarse demasiado de lo que nos cuenta el autor, que a veces parece un narrador no confiable, como los que le gusta utilizar en sus narraciones (Enrique Murillo es también un narrador encomiable). Baste un ejemplo. Cierto día recibe la llamada de Pilar Urbano, que estaba preparando, por encargo de Murillo, un libro sobre la reina: "¡Tengo una exclusiva, Enrique! Voy a contar la verdad sobre doña Sofía y su marido. Me ha dicho alguien del personal de la Casa Real que una vez apareció sin estar anunciada doña Sofía y, delante de todos los que estaban allí, Sabino, alguna asistente que limpiaba el polvo de los muebles, el mayordomo... dijo en voz alta y clara y desgarrada: Me podéis decir ¿De ¿Dónde las saca? ¿Se las ponéis vosotros o las busca él?

            Cualquier editor, el propio Enrique Murillo en otros tiempos, tacharía esto y le diría al autor: "¿Pero desde cuándo la reina tiene que anunciarse para desplazarse por su casa? ¿Y qué hacía Sabino en una sala mientras una asistente limpiaba el polvo de los muebles? ¿Darle conversación? ¿Y ese mayordomo, como de novela inglesa, estaba con ellos de tertulia? ¿Y puede imaginarse a alguien acusando a gritos a los tres de “ponerle” amantes al rey? Ni siquiera hace falta mencionar que ese aspecto de la vida privada del rey era conocido de los periodistas, pero ningún periódico les permitía hablar de ello Y menos cuando la fuente fuera un anónimo empleado de la Casa Real. 

            Nadie es perfecto, como recuerda alguna vez el autor, que no tiene inconveniente en referirnos sus medidas de pata: no fue capaz de ver el interés de La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, ni de reconocer el talento de Irene Vallejo. Pero son más los aciertos, qué duda cabe.