lunes, 11 de febrero de 2013

Gerhard Heller: Un alemán en París


Gerhard Heller
Recuerdos de un alemán en París 1940-1944
Prólogo de Fernando Castillo
Traducción de Juan Carlos Durán
Fórcola. Madrid, 2012


El París de la ocupación, como el de Hemingway en los años veinte, era una fiesta. No para todos, como tampoco lo fue aquel, pero sí para buena parte de los ocupantes y también, contra lo que la interesada propaganda posterior quiso hacer creer, para muchos de los franceses. Especialmente para los escritores y artistas.
            Los alemanes lo consideraron un destino especialmente apetecido, lejos de los frentes de guerra, y muchos franceses creyeron en el nuevo orden, en la capacidad de Alemania para librarlos de lo que ellos consideraban los grandes enemigos de la civilización occidental: el comunismo, los judíos.
            En la buena relación entre los alemanes y los escritores franceses tuvo mucho que ver el teniente Gerhard Heller, encargado de la censura. Era un gran admirador de la literatura francesa y, tras la guerra, se ganó la vida traduciéndola y editándola en Alemania.
            Sus memorias se escribieron tardíamente, en 1980, y contaron con la colaboración de un periodista francés, Jean Grand. Durante los años que pasó en París, de 1940 a 1944, llevó al parecer un diario. La historia de la desaparición de ese diario es poco verosímil. Antes de dejar París, en agosto de 1944, guarda en una caja de latón algunos documentos que quiere salvar: su diario, cartas, una copia de un ensayo de Jünger. Luego coge “una cuchara sopera” y sale a la calle en busca de un lugar donde esconderla: “Pasando por la explanada desierta de los Inválidos, descubrí un lugar preciso en la esquina de un gran rectángulo, al pie de un árbol, y empecé a cavar. Estaba duro como el hormigón, pero con esfuerzo logré excavar un agujero lo suficientemente profundo para colocar mi caja y recubrirla de tierra que aplasté cuidadosamente”. ¿Duro como el hormigón cuando basta una cuchara para abrir un agujero?
Cuatro años después, en 1948, vuelve a París. El árbol ha desaparecido, ha habido trabajos de excavación, el lugar tiene un aspecto distinto. Él, sin embargo, trata de encontrar su tesoro excavando “con la punta de los zapatos” en varios sitios distintos. Si había conservado esos papeles durante todo el tiempo de la ocupación, ¿qué riesgo había en que se los llevara a Alemania? Y si bastaba hurgar con la punta del zapato, ¿qué escondite era ese? Hasta un niño podría descubrirlo.
            Se trata de una mitificación, sin duda, como tantos pasajes en que ejemplifica su rechazo del nazismo: nunca firmó el juramento de fidelidad a Hitler, nunca saludó con el brazo en alto, y detestaba tanto ir armado que un día decidió “pedirle a un carpintero de la calle Ponthieu que me hiciese una imitación de madera, y normalmente metía ese revólver en la cartuchera, en lugar de un arma auténtica”. Cuesta imaginarse a un teniente del ejército alemán paseándose por París con un revólver de juguete porque odiaba las armas. ¿Ninguno de sus superiores se dio cuenta?
            Pero Gerhard Heller no nos miente; es fiel a su memoria, que ha ido, como toda memoria, edulcorando el pasado. Hubo crímenes entonces pero él, al igual que afirmaría luego la mayoría de los alemanes, nada tuvo que ver con ellos. Todo lo contrario: hizo lo posible para atenuarlos.
            Los años de París fueron los mejores de su vida. La vida intelectual y social continuaba a pesar de la ocupación y él, por el puesto que ocupaba, era mimado y adulado por todos, por Cocteau y por Drieu la Rochelle, por Picasso y por Braque, por Gaston Gallimard y por la excéntrica millonaria Florence Gould. Al dictar sus recuerdos en 1980 (moriría dos años después) quiere dejar constancia de su verdad, pero sabe que no será fácilmente comprendido y necesita disculparse: “Seguramente, es difícil de entender, de admitir, que pudiésemos vivir esas horas de felicidad, mientras que a nuestro lado se extendía la hambruna, se fusilaban rehenes, vagones enteros de niños judíos viajaban a campos de concentración”. Reconoce que lo sabía, pero que carecía “de la convicción suficiente y del valor” para resistirse a tales atrocidades.
            La memoria de Gerhard Heller calla algunas cosas y maquilla otras, pero es en lo fundamental verdadera: “No podía vivir continuamente en la brecha, angustiado; tenía hambre y sed de auténtico contacto humano, de cultura, pero sobre todo de amistad; encontraba todo eso en aquellas islas bienaventuradas que he citado, donde podíamos refugiarnos unos cuantos, en medio de un océano de sangre y lodo”.
            Entre sus “recuerdos felices” están dos sorprendentes historias de amor que aparecen al final las memorias, fuera del lugar que les correspondería, como si hubiera intentado callarlas todo el tiempo y solo al final se hubiera decidido a contarlas. Una tarde de septiembre de 1942, mientras pasea por los Campos Elíseos se encuentra a una jovencita medio escondida tras unos setos: “Me acerqué y me puse a su lado. Parecía tener quince o dieciséis años y, a pesar de la oscuridad que ya nos rodeaba, estaba muy guapa con sus dos trenzas rubias que caían sobre los hombros”. Siguieron viéndose posteriormente: “¿Cómo se llamaba? ¿Quién era? Nunca lo supe. Martine, Nadine, Aline, así sonaba aproximadamente cuando murmuraba su nombre. Le di el de Reinette. Fue durante unos meses mi pequeña reina, mi Beatriz, acompañándome durante una pequeña parte del camino a través de un mundo que se hacía cada vez más pesado y más oscuro”. Al lector no le cuesta adivinar la verdad: era una adolescente francesa que se prostituía para sobrevivir. Se encontraban los fines de semana y salían a pasear por los alrededores de París, buscaban un lugar solitario y se bañaban completamente desnudos en el río. Sin embargo, sus relaciones eran castas, ya que Reinette le prohibía acercarse “a menos de quince metros”: “Yo respetaba la regla, así como la prohibición de caricias más osadas que un beso en la boca o un simple abrazo”. Un bonito, y algo morboso, cuento de hadas: “Sin embargo, ella encontraba cierta diversión en excitarme, paseándose sin blusa por el campo, olvidando ponerse las bragas para pedalear en bicicleta”. A pesar de eso, el oficial alemán –si hemos de creerle– se comportó como un caballero en sus relaciones con aquella algo lasciva jovencita.
            El segundo de los “recuerdos felices” de Gerhard Heller es todavía más sorprendente: “Una tarde de noviembre de 1943, aproximadamente en el mismo sitio, conocí a un chico, él también de unos quince o dieciséis años. Nos miramos, nos sonreímos, me detengo y le pregunto si podemos caminar un rato juntos”. Ese fue el comienzo de otra gran amistad. El tipo de amistad que comienza, ya anochecido, tras los setos de un parque no parece que ofrezca muchas dudas. Por si las hubiera, el teniente Heller precisa: “Jacques tenía una clara inclinación hacia los hombres y me confesó haber tenido ya aventuras de ese tipo. A pesar de su proposición, me negué a que nuestra amistad se transformase en amor homosexual. Nos demostramos mucha ternura, me cogía gustosamente de la mano, nos dábamos un beso cuando nos encontrábamos, pero nada más”. Otro bonito cuento de hadas.
            Por lo que dicen y por lo que callan resultan apasionantes estas memorias de un alemán en París. Añaden nuevos matices a un período conflictivo de la historia que, como todos, y como ya sabíamos por las novelas de Patrick Modiano, no puede ser visto en blanco y negro.  

5 comentarios:

  1. Me he quedado con los ojos abiertos. En todas las almas, como en todas las casas, además de fachadas, hay un interior escondido. ¿No es cierto?

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  2. Completamente cierto. Hasta yo, que lo cuento todo, escondo casi todo.

    JLGM

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  3. Muchas gracias por tus comentarios al libro de Heller. A pesar de la distancia y del endulzamiento, no dejan de ser un testimonio en primera persona de la vida cultural, artística e intelectual de aquellos años de la Ocupación en París. Me ha interesado mucho su relación con los editores (Gallimard, Denoël..., y fue uno de los motivos por los que decidí publicarlo. Un cordial saludo

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  4. Gracias por publicarlo. El libro está lleno de verdad, a pesar de las posibles trampas de la memoria.

    JLGM

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  5. Es verdad que la memoria edulcora el pasado; es que el pasado es como una casa, como la casa de caramelo del cuento, solo que a veces esconde alguna bruja...

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