Juan Luis Vives, autor del Lazarillo de Tormes
Francisco Calero
Biblioteca Nueva.
Madrid, 2014
También la historia de la literatura tiene sus misterios sin
resolver, sus serpientes de verano. Con cierta frecuencia los diarios nos dan
noticia de un nuevo descubrimiento sensacional en torno al Quijote (que no describe el paisaje de la Mancha , sino el de Galicia,
por ejemplo) o al autor del Lazarillo.
La historia
de sus presuntos autores daría para una novela, y no menos apasionante que la
carta autobiográfica del “mozo de muchos amos” sería esa otra novela en la que Lázaro
pasa de erudito en erudito.
Francisco
Calero publicó por primera vez Juan Luis
Vives, autor del "Lazarillo de Tormes" en 2006; lo reedita ahora muy
acrecentado con nuevos argumentos.
El título
es una réplica a otro de Rosa Navarro Durán que causó cierto ruido, Alfonso de Valdés, autor del "Lazarillo
de Tormes", de 2003, pero también reeditado y luego complementado con numerosas
publicaciones en la misma línea.
A
descalificar a Rosa Navarro Durán dedica buena parte de su empeño Francisco
Calero: no hace caso “ni de las críticas que se le formulan ni de las teorías
de los otros investigadores (si es que las lee)”, “sigue en su autismo”, “lo
que ha hecho es escribir una novela a propósito del Lazarillo”. Su metodología consistiría en “hacer afirmaciones que
no demuestra, lo que va contra los principios básicos de la filología, pues
también en las ciencias llamadas humanas hay que demostrar lo que se dice y, si
no se demuestra, el filólogo hará literatura sobre literatura”.
Por el
contrario, él afirmar utilizar el método clásico de la filología, esto es, “la
comparación”. Unas treinta concordancias entre dos obras confirman que son del
mismo autor. Ese método le sirve para demostrar, “con toda seguridad”, no solo
que el Lazarillo lo escribió Juan
Luis Vives, sino que además escribió otras muchas obras –anónimas o no– del
siglo XVI: Diálogo de Mercurio y Carón,
Diálogo de las cosas acaecidas en Roma, Diálogo de doctrina christiana, Diálogo
de la lengua, El Crotalón, Viaje de Turquía, Jardín de flores curiosas, Rosas
de romances… Y es raro que se haya detenido en una docena de obras (y
algunas traducciones): con su método, y un poco de paciencia, no resulta
difícil descubrir que cualquier obra del siglo XVI es de Juan Luis Vives. O que
La Regenta la
escribió Palacio Valdés.
Le vale la
mínima coincidencia. Un ejemplo. En el Lazarillo
se lee: “Estábamos en Escalona, villa del duque della”, y el Diálogo de doctrina christiana se dedica
“Al muy ilustre Señor don Diego López Pacheco, marqués de Villena, duque de
Escalona, conde de Sant Estevan, etc”. ¿Habrá señal más clara de que son del
mismo autor? Otro ejemplo. Si el ciego del Lazarillo
dice “que agora es invierno y sabe mal el agua, y más llevar los pies
mojados” y en la Introductio ad sapientiam se lee “procura mantener
los pies limpios y calientes”, ¿cómo no deducir que el autor es el mismo?
Cierto que
a veces hay documentos que desmienten una atribución, pero para Francisco
Calero los documentos del siglo XVI no tienen escaso valor probatorio, “han de
ser examinados con lupa, porque lo normal es que fueran obtenidos por las malas
artes interrogatorias de la
Inquisición ”. Por eso no da ningún valor a la censura del Mercurio y Carón, descubierta por
Bataillon, en la que se afirma que su autor es “Alfonso de Valdés, secretario de
su Mgt. para las cosas de latín”.
La prueba
“rigurosa y científica” no depende para Calero de la documentación, sino de las
coincidencias, a veces entendidas de manera muy peregrina ¿En qué se basa para
atribuirle a Vives el Jardín de flores
curiosas, de Antonio de Torquemada, publicado en 1570, treinta años después
de su muerte? Pues en que una de las innumerables anécdotas que contiene
menciona a Vives. El mismo argumento vale para atribuirle las Rosas de romances, cuatro romanceros
publicados en 1573. La historieta que se cuenta en las Flores y en uno de los romances habla de cierta condesa que, debido
a una maldición, “parió de un parto 366 hijos” del tamaño “de ratones muy
pequeños”. Los bautizaron en una vasija de plata que Carlos Quinto tuvo en sus
manos. Como fuente se cita a varios autores, entre ellos a Vives, quien
efectivamente narra la anécdota en sus Linguae
latinae exercitatio. Pero con una diferencia: no menciona al emperador. “En
relación con esto –escribe Calero– es muy difícil de explicar que Torquemada y
Timoneda tuvieran conocimiento de la anécdota protagonizada por Carlos V. Quien
la pudo conocer con toda facilidad fue Vives, que formaba parte del entorno del
Emperador. Lo que hizo Vives fue citarse a sí mismo, como solía hacer, y de
esta forma quedan relacionados y explicados los tres textos”.
Quien
razona de esta manera es catedrático emérito de filología latina, autor de
numerosas obras en su especialidad, y sus pintorescas tesis no aparecen en un
artículo periodístico ni autoeditadas sino en una colección de estudios
críticos de literatura y lingüística en cuyo consejo asesor figuran, entre
otros, Alberto Blecua, José-Carlos Mainer, Ricardo Senabre y Darío Villanueva.
Y el libro se edita con ayuda del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte.
En las
conclusiones a su trabajo escribe Calero: “Si se preguntara a Lazarillo a quien
preferiría como padre a Vives o a Valdés, con toda seguridad se quedaría con el
primero”. Quizá por eso, para facilitar la respuesta de Lázaro, durante todo el
libro se dedica a ensalzar los méritos de Vives y a rebajar los de Alfonso de
Valdés, a quien le niega la autoría de sus obras e incluso que supiera latín
(¡y era secretario de cartas latinas del emperador!). Se basa para esto último
en la carta de un rival en la que se afirma que en Roma “se burlan de su
latinidad”. Tras copiar el pasaje en las conclusiones, añade: “Este testimonio
ha sido confirmado por los investigadores M. Bataillon y A. Alcalá, lo que
quiere decir que no se debió a la enemistad del cardenal, como defiende Rosa
Navarro”. ¿Pero tendrá algo que ver el que el testimonio esté confirmado por
los investigadores, sea un documento auténtico, con que se deba o no la
enemistad?
Los
desahogos personales que abundan en el libro, si no aumentan su crédito como
investigador, contribuyen a hacernos simpático al personaje. Ironiza con
Francisco Rico, que se ha limitado a calificar de “increíble” su propuesta, y
nos cuenta sus intentos de llevarse bien con Rosa Navarro Durán, a pesar de que
ella no ha aludido a su teoría “ni una sola vez”: “Cuando publiqué mi primer
artículo, me ofrecieron en la TV de la UNED
grabar dos programas sobre mi teoría, y me preguntaron si tenía algún
inconveniente en que se hiciera la misma propuesta a R. Navarro. Yo dije que
no, y de hecho cada uno grabó dos programas. No quiero ni pensar si hubiera
sido al contrario. Mi intención era que, puesto que A. de Valdés y L. Vives
necesariamente tuvieron que ser amigos, no era lógico que los que nos
dedicábamos a estudiarlos no lo fuéramos. Pero así han sucedido las cosas, y va
para diez años”.
Este libro,
a pesar del comité de expertos que lo avala, no es ya que carezca de cualquier
rigor argumental, sino que choca a cada paso con el sentido común. En la
dedicatoria inicial se lee que “con toda seguridad, Vives es el padre que más
le contentaría” al Lazarillo. Quizá Francisco Calero no ha pretendido encontrar
al autor del Lazarillo, sino darlo en
adopción al mejor padre.
Que Alfonso de Valdés no supiera latín es un disparate mayúsculo, por la sencilla razón de que los pocos que sabían leer y escribir en condiciones se habían educado precisamente con la lengua latina como lengua de estudio. No tiene nada de extraño, por tanto, que se carteara con Erasmo de Rotterdam y tantas otras mentes preclaras de toda Europa, siempre en latín. Lo mismo hizo Quevedo el siglo siguiente y seguirían haciendo otros muchos escritores e intelectuales durante siglos, porque no conviene olvidar que todavía en el siglo XIX tanto Rimbaud como Bécquer escribieron composiciones en latín como ejercicios escolares. Aún a finales de ese siglo y comienzos del XX había tesis doctorales - de trabajos filológicos, por ejemplo - escritas en la lengua de Cicerón.
ResponderEliminarMe parece más interesante el culebrón de Avellaneda. Leí hace años su Quijote y no está mal. Me pregunto si Cervantes habría escrito la 2ª parte de no mediar el "plagio" o apócrifo. Por otro lado, en esa 2ª parte es Cervantes quien se sirve de episodios ideados por Avellaneda, como la participación en unas justas. Lo curioso es que Avellaneda (quien se oculta bajo ese nombre) anunció una tercera parte que nunca existió. Y Cervantes hizo morir a don Quijote para abortarla. Me parece que era Nabokov quien decía que habría sido genial un encuentro entre ambos Quijotes: el de Cervantes y el de Avellaneda. A lo mejor Trapiello (autor de "Al morir don Quijote") podría idear algo así. Bien, todo esto es un rollo, pero como culebrón es más divertido el tapado de Avellaneda que el del Lazarillo.
ResponderEliminarQué tontería. ¿Cómo van a enfrentarse dos Quijotes, si solo hay uno?
EliminarCreo recordar que a Nabokov no le gustaba nada El Quijote, pero ya dijo en un texto tan divertido como todos los suyos Augusto Monterroso, que la pena es que Nabokov dijera lo que decía tras leer una mala traducción de Cervantes, pero si no muchos leían El Quijote, y menos a Nabokov, ¿a quién le importaba lo que dijera un escritor guatemalteco como él que no leía nadie?. Al novelisa Julián Ríos tampoco le extrañaba la animadversión nabokoviana hacia la famosa novela de caballerías, porque no había entendido aspectos cruciales del contexto social en el que se desarrollaba la novela, y si me memoria no me falla, citaba como referencia aquellos famosos estudios sobre la cultura del Renacimiento de Mijail Bajtín.
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