La pasión de Mademoiselle S.
Anónimo
Edición y comentarios
de Jean-Yves Berthault
Traducción de Isabel
González-Gallarza
Seix Barral.
Barcelona, 2016.
¿Cuántas veces se ha utilizado la técnica del manuscrito
encontrado? El autor se disfraza de editor, y a menudo también de traductor,
para hacernos creer que lo que cuenta no es invención suya sino verídica
crónica. El trampantojo realista siempre ha sido uno de los efectos más buscados
en la literatura de ficción.
Jean-Ives
Berthault, que fue cónsul de Francia en Tánger y luego embajador en el
sultanato de Brunei, cuenta al comienzo de La
pasión de Mademoiselle S. cómo, ayudando a una amiga a vaciar el sótano de
una vieja casa, se encontró, debajo de tarros de conserva vacíos y amarillentos
periódicos, con una cartera de cuero llena de cartas manuscritas.
Eran cartas
de amor, escritas por una mujer en los años veinte con un lenguaje erótico
sorprendentemente directo y escandaloso para la época. Un tercio de ellas
constituyen este volumen publicado por Gallimard en Francia y de inmediato
traducido a las más diversas lenguas. Aspira a ser un nuevo best seller en la
línea de Cincuenta sombras de Grey.
Para
facilitar ese objetivo a la agente literaria que está detrás del proyecto,
Susanna Lea, una de las más importantes de Francia, se le ocurrió convertir un
manido recurso literario en una superchería (algo también frecuente en la
literatura, con ejemplos como los poemas de Ossian o las cartas de la monja
portuguesa sor Mariana Alcoforado). Más interesantes que las fantasías eróticas
de un embajador que se aburre en su destino serían las cartas reales de una
mujer que se atreve a poner en práctica sus deseos sexuales y hablar de ellos
sin veladuras en una época de incipiente liberación femenina. Como en cualquier
buena mixtificaciòn, se nos ofrece toda clase de pruebas. El libro se ilustra
con reproducciones de las cartas manuscritas y en la edición francesa aparece
incluso un documento firmado por Frédéric Castaing, que se dedica al comercio
de autógrafos, atestiguando la autenticidad de las cartas.
Al lector
medianamente atento, al contrario que al periodista cultural, le resulta
difícil caer en la trampa. El copyright
no engaña: figura a nombre de Jean-Ives Berthault. Si las cartas no fueran
escritas por él, aunque se las hubiera comprado a una amiga (como indica en el
prólogo), no sería el propietario de los derechos: cualquiera podría por lo
tanto publicarlas sin pedirle permiso ni a él ni a su agente y la operación
comercial se vendría abajo.
¿Y qué
ocurriría si aparecieran los herederos de la autora de las cartas prohibiendo
su publicación o exigiendo los correspondientes derechos de autor? En alguna
entrevista, Berthault ha tratado de solverntar esas dudas embrollando más el
asunto. Ha llegado a afirmar que otro paquete de cartas, encontrado también en
la casa de su amiga, le ha permitido saber la identidad de la mujer: “Estaban
datadas de tres años después, de otro amante; parece que estaba especializada
en hombres casados –ironiza–. Allí había cartas de los dos, porque a veces el
hombre devolvía las cartas a la mujer para evitar el chantaje, y algunos sobres
con los nombres completos”. Un estudio genealógico le habría permitido averiguar
que la mujer –a la que él llama Simone– no habría tenido ni hijos ni herederos
que pudieran reclamar los derechos. Esas otras cartas nos presentarían a una
mujer “casta, religiosa y espiritual, a imagen y semejanza del nuevo amante”.
¿Y entonces cómo es que guardó cuidadosamente las cartas procaces que escribió
al amante anterior después de que este al parecer se las devolviera? ¿Y cómo
es que no aparece ninguna de las que ese primer amante le escribió a ella? Y si
sabe el nombre de la autora, ¿por qué se publica el libro como anónimo?
Es una
técnica habitual en la novela realista insistir en la verdad de lo que se
cuenta y el lector finge creer al anónimo autor del Lazarillo, a Galdós o a Balzac, al Henry Jamen de Otra vuelta de tuerca o al Umberto Eco
de El nombre de la rosa. Pero cuando
esas apelaciones pasan del texto al paratexto, de la obra literaria a las
informaciones sobre ella conviene que los informadores culturales –demasiado
acostumbrados a ser meros transmisores de la publicidad de los grandes grupos
editoriales– no contribuyan al engaño.
¿Importa
eso para determinar el valor y el interés de un libro, La pasión de Mademoiselle S., que se nos presenta como anónimo?
Importa, y mucho. La realidad no tiene por qué ser verosímil. Las cartas de
alguien que nos cuenta lo mucho que disfruta cuando su amante la ata a la cama
y la azota con violencia o cuando da nombre de mujer a su amante y lo trata
como tal (e incluso le busca un hombre para que disfrute al ser penetrado lo
mismo que ella disfruta), de ser reales, son dignas de estudio, tienen un gran
valor psicológico y sociológico. Nos ayudarían a entender los enigmas de la
sexualidad humana, constituirían un documento excepcional. Si son solo las
procaces fantasías de un sexagenario embajador que se aburre, ¿a quién le
pueden interesar? El engaño sobre la verdadera autoría resulta así fundamental
para tratar de convertir el volumen en un rentable best seller.
Como
novela, vale poco: solo es un catálogo de monótonas audacias sexuales. Lo que
tiene de novela está fuera de las cartas: en el prólogo y en las declaraciones
de autor y editores para confundir al lector. Sobre su utilidad en prácticas
autoeróticas, no me atrevo a opinar. Pero no hace falta tener mucha imaginación
–solo conexión a Internet– para encontrar ayudas más eficaces.
Aristócratas europeos,
ResponderEliminarse acabó vuestro bienestar.
Llega la cultura del esfuerzo,
la tierra de la oportunidad.
© María Taibo