jueves, 24 de agosto de 2023

La nostalgia es un horror

 

Nido de piratas
Jesús Fernández Úbeda
Debate. Barcelona, 2023.

Jesús Fernández Úbeda, colaborador de Libertad Digital y Zenda, la revista cultural fundada por Antonio Pérez-Reverte, ha escrito un libro sobre el diario Pueblo, sobre su “fascinante historia”, según nos indica en el subtítulo, que asombra en cada página. Pérez-Reverte, que inició su vida periodística en ese diario, no solo escribe el prólogo, sino que interviene casi, o sin casi, en cada capítulo. El volumen se basa en sus declaraciones  y en las de otros supervivientes de aquella aventura, que tuvo su máximo esplendor entre los años 1964 y 1975, cuando dirigía el periódico Emilio Romero, y que acabó en 1984, cuando el gobierno socialista decidió el cierre.

            “Ya no hay periódicos ni periodistas de verdad, murieron con Pueblo para siempre”, esa es la tesis del prologuista-protagonista y de su fiel escudero, el redactor del libro. ¿Y cómo eran los periodistas de verdad? A juicio de Pérez-Reverte, los subdirectores y redactores jefes “se ciscaban en lo políticamente correcto y eran interesantes cruces genéticos entre perro de presa, padre confesor, tahúr cínico y madame de burdel.”

            El libro está lleno de anécdotas o de leyendas urbanas que tratan de reflejar aquella edad de oro. Cuenta Irma Deglané: “Emilio Romero tenía de ordenanza en su planta a uno que había sido en la guerra civil de la CGT, no recuerdo su nombre. Un día lo cogieron entre Raúl del Pozo y Raúl Cancio, lo ataron a una silla, lo amordazaron, lo metieron en el paternóster (así llamaban a una especie de ascensor sin puertas). Nos quedamos todos muertos de la risa. Aquella redacción era genial”.

            El lector no acaba de verle la genialidad. A lo que más se parecía aquella redacción de Huertas, 73, si hemos de creer a estos eutrapélicos testimonios, es a la “13, rue del Percebe” de Ibáñez, el creador de Mortadelo y Filemón. Allí se practicaba el contrabando “de los más modernos productos tecnológicos”. Allí había un trabajador, Francisco Galán, Paco el Pata por mal nombre, que si uno le decía “Oye, quiero un televisor” replicaba “Muy bien, ¿dónde lo has visto?”, “En el Ten21 de Argüelles”. Iba, hacía un butrón y lo traía al día siguiente. Luego intervino la policía, pero parece que antes –eso se insinúa— el rey Juan Carlos obtuvo un teleobjetivo obtenido por este sistema.

            El día que entro en Pueblo –afirma Pérez-Reverte-- entra Raúl Cancio y le dice a Manolo Marlasca: “Manolo, ¿ya has conocido a tu padre?”, y este le responde: “Sí, estaba en la cama con tu madre”. De este humor cuartelero-tabernario hay abundantes muestras en este libro sobre la edad de oro del periodismo. Hay incluso un irreproducible “episodio surrealista de bestialismo”. Quien tenga curiosidad puede encontrarlo en la página 232.

            Fernández Úbeda cuenta lo que le cuentan, rara vez chequea los datos y por eso podemos encontrarnos con la afirmación de que a Arias Navarro lo nombraron presidente en febrero de 1976 o que una periodista entrevistó a Salazar en 1969 (en 1968 tuvo el accidente que le imposibilitó para seguir dirigiendo el gobierno, aunque le hicieron creer que seguía al frente) o que el Café Gijón está situado en el Paseo del Prado.

            En las notas aclaratorias, Pérez-Reverte suele añadir alguna precisión. Veamos de qué tenor. A Rosa Villacastín, retenida en el Congreso durante el 23-F, se le acercó al parecer un guardia civil para decirle: “Tiene usted el culo más espectacular que he visto en mi vida”. Y lo corrobora, en nota, el escritor: “Es rigurosamente cierto que el culo de Rosa, en esa época, era bastante potable”.

            Más que humor, a menudo involuntario, hay mucha añeja comicidad en este libro. Y revelaciones sobre un modo de practicar el periodismo que no nos hacen añorar precisamente aquella época. Cuenta la “bastante potable” Rosa Villacastín del director, el mítico Emilio Romero, lo siguiente: “Se liaba con artistas: si tú querías triunfar en el teatro, te ibas una noche con él y tenías páginas y páginas en el periódico”. Y Luis Romasanta: “Tenía un correveidile que le buscaba las chicas por la noche. Muchas veces iba con mi carpeta a despachar con él los editoriales. De repente, aparecía un señor muy concreto, cuyo nombre no te diré, pero al que todos conocemos, y le decía: A la una de la madrugada tienes a la cantante Pepita Pérez esperándote”. Un día al propio Romasanta le llamaron a las dos de la madrugada para que fuera corriendo a hacer una entrevista a Fulana de Tal que había puesto esa condición para acostarse con don Emilio.

            ¿Rigor informativo? Fernández Úbeda nos habla de dos secciones, Cine y Toros, “que se regían exclusivamente por el dinero que apoquinaban o dejaban de apoquinar terceros”. A quien pagaba, se le ponía por las nubes; a quien no, se le crucificaba.

            Pueblo era un periódico oficial, dependía del Sindicato vertical, el dinero no era problema. Llegó a alcanzar gran difusión con un sistema infalible: amarillismo y sensacionalismo por un lado (el rigor de la noticia era lo de menos) y fichaje, al precio que fuera, de los periodistas más destacados de la competencia.  A Emilio Romero, con buenos contactos políticos (y parece que con capacidad para el chantaje: “sabía que los ministros de Franco le ponían los cuernos a sus mujeres, por eso le temían”), no había quien le moviera de su trono. Cuando dejó el periódico con una patada hacia arriba qu3 le endilgó Suárez, el sucesor se encontró con que perdía “tres mil millones de pesetas al año”, con once o doce subdirectores, los redactores sin contrato y toda la familia del director ocupando buenos puestos.

            Si la historia del diario Pueblo es fascinante, lo es por razones muy distintas de las que indica Fernández Úbeda. La historia del diario merecería una investigación rigurosa, que recabe y filtre los testimonios disponibles, que no se entretenga contándonos como funciona la Hemeroteca Municipal de Madrid: “El procedimiento para acceder al material es muy sencillo: al llegar, rellenas un papelito en la recepción en el que indicas el nombre de la publicación, la fecha, el municipio y la referencia, lo firmas y te vas a la sala de consulta”. Y sigue así este presunto investigador: “a los cinco o como máximo diez minutos, aparece un empleado con los volúmenes que has pedido”. Todo el volumen está lleno de perlas semejantes. De una de las informantes, se nos dice que ha publicado “una pila de poemarios” (en el lenguaje coloquial compite con Pérez-Reverte, quien afirma que en Pueblo “había mujeres a punta pala”); de otro colaborador de Pueblo, como no quiso hablar con él para su libro, dice que no nos da ningún dato de sus publicaciones porque no quiere hacerle publicidad.

            Muchas banalidades sobran y muchas cosas faltan. No se habla, por ejemplo, de las renovadoras entrevistas de Marino Gómez Santos, luego reunidas en libro (de él solo se dice que era “muy bueno” y “un poco gafe”), ni de la relación con los GAL, a los que la primera página del último número sirve de altavoz. “No dejaremos un etarra vivo” afirma el titular en grandes letras, y luego recogen las declaraciones de presuntos miembros de la organización: “Los vamos a acosar hasta dentro de sus propias casas, haciendo que, cuando menos se lo esperen, les explote la máquina de afeitar eléctrica, el teléfono al ir a marcar o la nevera cuando vayan a sacar una cerveza”.  Y continúa afirmando que están integrados “por cien personas especializadas en lucha guerrillera y que han participado en las guerras del Congo, Biafra, Argelia y Oriente Medio”.

            La nostalgia, afirma un título famoso, es un error; este libro nos demuestra que también puede ser un horror. Quizá Pueblo fuera una escuela de periodistas, la mejor escuela, pero tenemos que creerlo como artículo de fe. Ninguna razón de ello se nos da. “Cuando el periodismo aún se parecía al Periodismo”, leemos en el prólogo, había dos personajes que inspiraban un respeto especial: el corrector de estilo y el redactor veterano. De uno de ellos, aprendió Pérez-Reverte un truco para no equivocarse nunca al manejar “debe” y “debe de”: “Cuando es obligación, me dijo, pon siempre debe. Cuando es suposición, debe de”. Lo mismo que explica cualquier profesor de Lengua a sus alumnos de la ESO (aclarando que cada vez resulta más frecuente el uso de “debe” sin preposición en ambos casos).

            En fin, que este elogio del viejo periodismo, o del Periodismo con mayúscula, nos cura de cualquier nostalgia por las redacciones llenas de humo, con las botellas de whisky en el cajón de la mesa y la banda sonora del tableteo de las máquinas de escribir.

           

 

4 comentarios:

  1. Vale. Habría que ver como trataban a los redactores de "El pais".
    Hay una anécdota sobre los "sociatas". Cuando ganaron las elecciones en 1982, invitaron a Pablo Escobar, diputado por "Nuevo liberalismo" en Colombia. No hacían otra cosa que pedirle una raya.
    Qué cara tienes.

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  2. Lo leí muy poco tiempo porque cuando dejó de existir, yo era muy joven.No me gustaba. Lo de la hemeroteca de Madrid es surrealista. Y, en serio, todos los redactores de "El País" es nifaban coca? Me ha encantado lo de "eutrapelicos", no conocía la palabra, jeje.

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  3. No he podido pasar del primer capítulo, ese en el que Yale se disfraza de monja para poder entrar en La Paz donde Franco se moría. O de camarero y de médico para entrevistar al marqués de Villaverde cuando trasplantaba corazones siguiendo la estela del dr. Barnard. Los que confunden el periodismo con los métodos al margen de la ética y de la ley me dan grima porque son los causantes de su desprestigio.
    Por no hablar del estilo bravucón y pendenciero del autor, una pobre réplica de su admirado prologuista.

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