viernes, 23 de agosto de 2024

Andan en verso

 

Gatos (Antología poética)
Edición de Ricardo Álamo
Renacimiento. Sevilla, 2024.

Las antologías temáticas tienen un gran inconveniente: convertirse en un centón indiscriminado. También una ventaja: nos permiten descubrir poetas en los que no suele repararse. La posibilidad de descubrimiento, y el riesgo de lo inane, se acentúa cuando se incluyen poemas inéditos solicitados para la ocasión.

            Los Gatos de Ricardo Álamo parece que han sido, en buena parte, cazados en la Red, sin tomar las precauciones necesarias. Eso explica referencias de procedencia tan curiosas como la que aparece al final del primer poema, “El pleito”, de Rubén Darío: Obras completas. El poema podría ser apócrifo, como los que circulan de Borges y de tantos otros, y el editor no hubiera sido capaz de detectar la superchería. En otro caso, ya sin disimulo ninguno, como ocurre con Luz Méndez de la Vega, se nos da la referencia de la página Web de la que ha sido tomado el texto, aunque de manera que pueda tomarse por el título de un libro: Poemas con alma.

            No quiere esto decir que haya que evitar el caladero de Internet a la hora de preparar una antología poética o cualquier trabajo de investigación literaria. Todo lo contrario, resulta imprescindible. Pero hay que saber utilizarlo. Comprobar la procedencia, discriminar, buscar textos fiables, complementar la información. Ricardo Álamo ha llenado de referencias enciclopédicas su prólogo (con algún lapsus: atribuye a Cortázar un conocido verso de Borges: “no son más silenciosos los espejos), pero no se ha tomado la molestia de averiguar algún dato de los poetas que incluye y eso explica que, a pesar de indicarnos expresamente que la selección se limite a textos escritos en español, nos encontremos con un poema del portugués Herberto Helder, tomando por original la traducción de José Luis Puerto. Indicar la fecha de la primera publicación del poema no es una superflua precisión erudita, tiene importancia para situar los textos en su contexto. No siempre los gatos gozaron de la consideración que tienen actualmente.

            Pero todos estos reparos, y algunos más que le pudiéramos poner, no le quitan en exceso valor a esta antología, llena de emocionantes sorpresas.

            Los tres poemas de Javier Salvago, un poeta que ha pasado de la desesperanza de sus primeros libros a la serenidad de la vejez, bordean casi todos los tópicos que hoy rodean la figura del gato, indiscutibles estrellas en las redes sociales. Un cierto sentimentalismo primario hay en poemas como “Zombi, mi gato negro” y “Aleluyas del ordenador y el gato”, el segundo de los cuales recupera la métrica de la poesía popular, pero eso no disminuye su emocionado encanto. Otro de sus poemas tiene un tono sentencioso sentencioso, con algo de libro de autoayuda, que explica su difusión anónima o atribuida a poetas de más renombre: “Amar a las personas / como se quiere a un gato: / con su carácter y su independencia, / sin intentar domarlo, / sin intentar cambiarlo, / dejando que se acerque cuando quiera, / siendo feliz / con su felicidad”.

            Si Javier Salvago ejemplifica uno de los extremos de la poesía dedicada a los gatos, la más popular, también la más convencional, uno de los textos inéditos que se incluyen, “Nana”, de José Luis Piquero, impactante como un puñetazo, cortante como un cuchillo bien afilado, puede representar el otro: nada más ajeno al tópico que este poema que habla del fin amargo de una relación y de la muerte de un gato. Pocas veces el uso de la elipsis habrá resultado tan eficaz. Solo por este poema valdría la pena hacerse con la antología.

            Pero hay muchos más hallazgos y gratos reencuentros. Aquí está –no podía faltar-- el “Gato” de Víctor Botas, en el que basta una palabra, la última, para cambiar el sentido de todo lo anterior. También los versos doloridos de José Luis Parra (“vergüenza de ser hombre / y no precisamente de los mejores”) o de Antonio Rivero Taravillo que contrastan con el decir aleixandrino o rubeniano de Alejandro Duque Amusco: “Nadie osaría acariciar tu lomo de reina indiferente / con tu porte de ingrávida criatura que a otra / esfera más elevada y grácil te conduce, majestuosa, displicente, altiva”. Suenan más a Rubén los versos de Duque Amusco que los que se incluyen del propio Rubén, y que inician la antología, escritos a la manera de los fabulistas del XVIII.

Junto a los poemas, con buen criterio, se incluyen letras de canciones: “A mi casa llega un gato”, de Violeta Parra, y más sorprendentemente “Mi gata Luna”, de Cecilia. Quizá habría sido necesario hacer una referencia a ello en la nota previa a la edición. Lo mismo que a la ausencia de ciertos clásicos poemas gatunos –alguno de ellos se cita en el prólogo--, firmados por Borges, Neruda o Darío Jaramillo, debida muy probablemente a problemas con los derechos de autor.

Entre los tipos de trabajos particularmente ingratos, como corregir pruebas o preparar bibliografías (por mucho que nos esforcemos, siempre habrá alguien que, al primer vistazo, señale una errata o un título importante que falta), puede incluirse el de antólogo. Cualquier selección es tan enojosa de preparar como fácil de desbaratar señalando lo que sobra y lo que se ha dejado fuera.

Pero falte lo que falte y sobre lo que sobre (inexplicable resulta que Héctor Yánover sea el poeta más representado, y con textos bien mediocres), Gatos es un benemérito centón –algo más de cien poemas de casi cien autores-- en el que ningún amante de los gatos, o de la poesía, dejará de encontrar dispersas y emocionantes maravillas.

miércoles, 21 de agosto de 2024

Testimonio personal

 

Eduardo Sánchez Gatell
El huevo de la serpiente.
El nido de ETA en Madrid
Betagarri Liburuak. Vitoria, 2024.

El 13 de septiembre de 1974 –pronto hará exactamente medio siglo-- tuvo lugar uno de los más sangrientos atentados de la historia de España: una bomba estalló en la cafetería Rolando, en la calle del Correo, junto a la Dirección General de Seguridad, causando la muerte de trece personas y heridas a más de ochenta. Ninguna organización reivindicó el atentado, aunque había pocas dudas de su autoría, y durante un tiempo se hizo correr el rumor de que había sido obra de la extrema derecha.

            Desde la publicación del libro de Lidia Falcón, Viernes y 13 en la calle del Correo, se sabe con certeza que la planificación corrió a cargo de Eva Forest, quien contó con la colaboración de ETA y de diversas personas relacionadas con la oposición franquista, aunque estos últimos no siempre lo hicieron de manera consciente.

            Pero quedan muchas dudas sobre por qué, tras una rápida y eficaz, aunque poco escrupulosa, intervención policial, no se concluyó el sumario, los detenidos fueron poco a poco siendo desvinculados del caso y a los que quedaron se les aplicó la amnistía de 1977 (una amnistía, por cierto, que hoy sería recurrible ante organismos internacionales si hubiera alguien –que no lo hay-- interesado en ello).

            En El huevo de la serpiente. El nido de ETA en Madrid, uno de los detenidos, Eduardo Sánchez Gatell, que entonces tenía diecinueve años, nos ofrece su testimonio de aquellos años. Un testimonio personal: quiere contar solo lo que ha vivido. Esa es la intención declarada más de una vez, pero no se atiene a ella. Su testimonio está sesgado al pretender encajar los hechos en una tesis que ya se manifiesta en el título, no demasiado acorde con el contenido.

            Desde un punto de vista humano, el libro resulta emocionante y conmovedor: la violencia en los interrogatorios, los largos días de incomunicación, la convivencia carcelaria son narrados con precisión y verdad.

La madre de Eduardo Sánchez Gatell es la poeta Angelina Gatell y en su poesía completa están los sonetos que dedicó a su hijo cuando cumplió veinte años en la cárcel. Se reproducen en este libro y es difícil leerlos sin sentir un nudo en la garganta.

            Pero la tesis es falaz. La historia sanguinaria de ETA no nació en Madrid, allí no estaba el nido de la serpiente, aunque contara con colaboradores que les permitieron llevar a cabo su más exitosa acción (el atentado contra Carrero Blanco) y su mayor fracaso (el de la calle del Correo). En opinión de Sánchez Gatell, “ambos atentados tenían idénticos objetivos: provocar una enorme reacción represiva del régimen que matara dos pájaros de un tiro”: impedir un cambio “democrático burgués” y empujar a la ciudadanos a “confiar en los grupos armados como única solución a la salida del franquismo”. Pero para ETA el segundo atentado, que ocasionó víctimas indiscriminadas, fue un error del que trató de desvincularse (solo lo reconocería muchos años después, en el último momento) y ocasionó una escisión en el grupo. Quien estaba orgullosa de ese atentado era Eva Forest, para quien no había sido un error, sino un gran logro, y uno de los más fieles seguidores de Eva Forest, hasta la ruptura ya en la cárcel, fue Eduardo Sánchez Gatell. Le preparaba para la lucha armada, para los atentados violentos, y él se dejaba llevar.

            Ya su primera detención, todavía en el instituto, se debió a que asistió a una asamblea, con una barra de metal envuelta en papel de periódico, “como autodefensa”. Eva Forest le entregaría un Manual del guerrillero urbano y “una bolsa con una pistola calibre 7,65 que debía llevar a casa para aprender a montarla y desmontarla, cargarla, etc., para familiarizarme con ella”. Otra vez le entregó dos pistolas para que las guardara. Cuando ya le vio suficientemente formado, le encargó su primera acción: robarle el arma a algún policía. Sánchez Gatell encontró su objetivo: un guardia urbano al que vigiló en su puesto y siguió hasta su casa. Pero encontró dificultades para llevar a cabo la acción y lo consultó con Eva. Con encomiable sinceridad, copia el diálogo que mantuvieron: “—Tendríamos que ser dos, le dije. –Esa es una operación para un solo hombre. –Pero ¿y si no se deja quitar el arma y se resiste? –Le disparas y corres al metro, en el metro no hay quien te coja. –Pero si entra alguien en ese momento. –Le disparas también”.

            A pesar de eso, y de otros indicios sobre cómo se las gastaba su mentora, siguió colaborando con ella y acató su orden de vigilar el coche del periodista Alfredo Semprún para preparar un atentado que acabara con su vida. El sesgo que distorsiona los recuerdos le hace acentuar la caricatura de los miembros de ETA, a uno de los cuales, el Txapu, no tuvo inconveniente en alojar en su casa y con los que salió a las afueras de Madrid a hacer prácticas de tiro. Le decepcionaron: “¿Estos eran los héroes revolucionarios? ¿los libertadores de los que Eva y Alfonso llevaban hablándome durante años? Conocer a los tres durante estos días de julio, hablar con ellos, escuchar sus opiniones… fue un gran decepción para mí”.

            No parece que la decepción fuera tan grande. Eva le comentó que se estaba preparando una acción “mejor que lo de Carrero”. Él sabía que iba a ser en la Dirección General de Seguridad, ya que de ello se había hablado varias veces: “De hecho, Eva me había contado que en cierta ocasión fingió un desmayo en la puerta de la calle del Correo, precisamente, y que la habían metido dentro y la habían atendido en las mismísimas dependencias de la Brigada Político Social. Afirmaba que no era tan difícil introducir un paquete”. Sánchez Gatell apostilla: “Los delirios de Eva eran cada vez más evidentes”. No parece que entonces lo fueran tanto para él puesto que siguió colaborando. “Mi interesé por el riesgo de víctimas inocentes”, añade, “algo que me obsesionaba especialmente desde la conversación con el Txapu en casa” (más debían preocuparle conversaciones con Eva). Ella le contestó riendo: “La acción puede resultar bien o muy bien”. Llegó el viernes 13 y sabía que algo importante iba a ocurrir: “Estaba nervioso esperando noticias. Cuando la televisión empezó a dar cuenta del atentado, no daba crédito”. ¿No daba crédito? Pues todos los indicios que tenía –a juzgar por lo que él cuenta en su libro--  apuntaban a esa posibilidad.

            Encomiable sinceridad la de Eduardo Sánchez Gatell al escribir este ensayo de autocrítica. Él, cuando era joven, creía en la necesidad de la lucha armada. Fue la cárcel la que le hizo reflexionar, romper con sus tóxicos mentores intelectuales, seguir participando en política pero ya desde presupuestos democráticos. Cometió errores, pagó con creces por ello.

            No es necesario caricaturizar, como él hace, a los miembros de ETA con los que colaboró en aquellos años: con las mejores intenciones y con la mayor preparación intelectual (el talento y la cultura de Eva Forest y Alfonso Sastre resultan innegables) se pueden cometer las mayores barbaridades.

jueves, 15 de agosto de 2024

Biografía y ficción

 

Florence Noiville
Milan Kundera. Un retrato íntimo
Tusquets.  Barcelona, 2024.

Los testamentos traicionados tituló Milan Kundera uno de sus más conocidos libros de ensayos, la primera de sus obras escrita directamente en francés. Max Brod traicionó a Kafka y no solo, o no principalmente, porque incumpliera su deseo de destruir sus manuscritos, sino porque dio más importancia a la persona y a las ideas del amigo que a sus escritos literarios.

            Milan Kundera quería desaparecer en su obra. Detestaba cualquier dato biográfico sobre su persona. “La biografía es veneno”, repetía. “Los biógrafos –se burlaba-- no conocen la vida sexual íntima de su esposa, pero creen conocer la de Stendhal o la de Faulkner”. Un escritor fuera de sus libros no es nadie, no es nada. Lo biográfico destruiría lo literario: los poemas, las novelas acaban convirtiéndose en una cantera de datos para reconstruir la vida de su autor.

            ¿Es una traición a su memoria este Milan Kundera. Un retrato íntimo que le ha dedicado Florence Noiville? Lo es y no lo es. La biógrafa era una de sus más cercanas amigas, de él y de Vera, su mujer, en los últimos años, y está escrito con verdad y respeto, con delicadeza y rigor. Y también con gracia literaria. No es un libro solo para los admiradores de Kundera, especialmente de ese insólito best seller en que se convirtió, nada más aparecer en 1984, La insoportable levedad del ser. Interesará igualmente a quien nunca se ha interesado por ese autor o lo recuerda como una moda de otro tiempo.

            Pequeños capítulos, a veces apuntes de pocas líneas, que no siguen un orden cronológico, nos hablan de viajes a Brno y a Praga, de encuentros con el escritor y con quienes le conocieron, de archivos de la policía secreta, de sus ideas sobre la novela, de su inicial dedicación a la música y de muchas otras cuestiones. El desorden es solo aparente. Poco a poco, pero nunca del todo, se va perfilando el retrato de un hombre y de un país y de una época.

            Milan Kundera estaba de acuerdo con la afirmación de Octavio Paz al comienzo de su estudio sobre Fernando Pessoa: “Los poetas no tienen biografía. Su obra es su biografía”. Los escritores tienen biografía, como cualquier persona, pero en algunos casos nos interesa solo porque escribieron y en otras, como ocurre con lord Byron, interesa aunque no hayan escrito una línea.

            Florence Noiville extrae a menudo de las ficciones de Kundera una verdad biográfica. No sabemos hasta qué punto él estaría de acuerdo. Pero es que la relación entre biografía y ficción resulta paradójica. La obra se alimenta de la vida y la vida de un escritor acaba pareciéndose a su obra, interpretándose a partir de ella, escribiéndose a su manera.

            Casi al final de este “retrato íntimo”, Florence Noiville reproduce unas notas con sus intenciones al escribirlo: “Concebirlo como un paseo literario por la obra. Ir a Brno, a Praga, a Moravia y a Bohemia. Conocer a aquellos que le conocieron. Seguir sus pasos. Abordar, junto a la literatura, la música, la pintura, las mujeres, la seducción, el erotismo”. Pero también respetar sus zonas de sombra, aceptar no atravesarlas.

            Una zona de sombra: su relación con el comunismo y con su país. Comunista fervoroso en un principio, aunque luego tuvo problemas con las autoridades, Milan Kundera nunca perdió del todo la fe en esos ideales: entusiasma de la “primavera de Praga”, siempre creyó que era posible un comunismo de rostro humano. Los disidentes, como Václav Havel, nunca le tuvieron por un verdadero disidente (aunque su éxito en buena parte, tras su marcha a Francia en 1975, se debiera a ser tomado como tal). Tras la “revolución de terciopelo”, solo volvió a Chequia una vez, en 1990, y lo que vio le gustó tan poco como lo que había dejado atrás en 1975. Para explicarlo, Florence Noiville recurre a un pasaje de sus novelas, identificándolo con la opinión del autor, a quien no le agradaría demasiado el método: “A una velocidad inesperada, Praga olvidó el ruso que, durante cuarenta años, todos los habitantes habían tenido que aprender desde la escuela primaria e, impaciente de que la aplaudieran en el escenario del mundo, se exhibió a los transeúntes adornada de inscripciones en inglés”. A eso se añadía el afán de venganza: “Una vez terminada la batalla, todo el mundo se precipita a lanzar al pasado expediciones de castigo en busca de culpables. Pero ¿quiénes eran los culpables? ¿Los comunistas que habían ganado en 1948 o sus incapaces adversarios que habían perdido? Todo el mundo perseguía a los culpables y todo el mundo era perseguido”.

Ni siquiera Kundera se libró de esa persecución: en 2008, la revista Respekt lo acusó de haber denunciado a un desertor que se pasó a Occidente y que acabaría condenado a veintidós años de prisión. No se sabe si los documentos de la policía en los que aparecía el nombre de Kundera habían sido falsificados o no. Lo cierto es que el tiempo que pasó en Checoslovaquia –media vida-- tuvo sus sombras, pero también sus luces. En 1965, tradujo una antología de Apollinaire. “¿Sabes cuántos ejemplares se vendieron de ese libro?”, le pregunta Vera a Florence Noiville. “¡Alrededor de treinta mil!”. Y añade: “Se ha olvidado que, desde el punto de vista cultural, hubo cosas buenas bajo el régimen comunista. Pero eso ya no se puede decir hoy. Ni oír. La memoria se mueve con los tiempos, al igual que con la política”.

En los últimos años de su vida, Milan Kundera se esforzó por borrar todo rastro de sí: no concedía entrevistas, destruyó cartas y papeles privados. Este libro nos recuerda que la vida, cualquier vida, si se sabe contar, puede ser también literatura, la mejor literatura.

 

martes, 6 de agosto de 2024

Humor y verdad

 

 

Lorenzo Gomis
Mediodía. Antología poética 1951-2005
Edición de Alejandro Duque Amusco
Papers de Versàlia. Barcelona, 2024.

¿Hay poetas de primera, segunda y tercera división, como ocurre con el fútbol? Quizá sí, y abundan los que juegan en equipos de aficionados. Cuando pasa el tiempo, los del primer nivel se incluyen en las antologías de poesía universal; los del segundo, en las de poesía nacional y los del tercero en las selecciones autonómicas y provinciales.

            ¿Qué lugar ocupa Lorenzo Gomis, ahora que se cumplen cien años de su nacimiento, en la poesía española? Se dio a conocer tempranamente, con la obtención del premio Adonáis en 1951, siendo uno de los adelantados de su generación, la del medio siglo. Pero a ese libro inicial, El caballo, con un humor entre surrealista y naif, le siguió un largo período de silencio. El periodista discreto y excepcional pareció ocupar el lugar del poeta. El mismo año de 1951 fundó Gomis la revista El Ciervo, que todavía sigue publicándose tantos años después, y fiel al espíritu primero: un humanismo de raíz cristiana.

            Tardó Gomis en volver a publicar y siempre lo hizo en lugares marginales, sin alzar la voz, sin querer ocupar el primer plano. Su generación –Valente, Gil de Biedma, Claudio Rodríguez-- pasó, tras ir acaparando las preferencias de los lectores y de los nuevos poetas, a situarse en un lugar de honor en la historia de la literatura; a él no pareció importarle demasiado no figurar en ningún recuento.

            Alejandro Duque Amusco, atento estudioso de poetas como Aleixandre y Bousoño (con los que el tiempo no está siendo demasiado benévolo), antologa a Gomis en Mediodía y en su inteligente prólogo habla de “expresionismo irracionalista”. Luego añade que su poesía “parece escrita por un alma de niño que ama la travesura, el decir cosas que dejan en evidencia la actitud de las personas sensatas y convencionales. Es a veces un grito, un estallido de originalidad, la broma lacrimosa del circo. Su truco consiste en caricaturizar el mundo para hacérnoslo ver en su verdadera dimensión, menos seria e importante de lo que creemos”. La emparenta con el postismo de los años cuarenta –esa vanguardia fugaz que quiso volver del revés el envarado neoclasicismo de la época-- y, sorprendentemente, con Gloria Fuertes.

            Pero la lectura del historiador de la literatura no es la del lector común. Comenzamos a leer, o releer, los  poemas de Mediodía y el tiempo, como es habitual, parece haber emborronado bastantes de ellos. Siguen sorprendiéndonos algunos de los poemas de El caballo, pero nos aburren un tanto los poemas de largo aliento como El hombre de la aguja en el pajar o Jonás, comidilla de ángeles, de los que se seleccionan prescindibles fragmentos.

Con cierto escepticismo nos enfrentamos a Los restos de Ampurias, de 1975, un libro escrito en sonetos. ¿Sonetos a estas alturas? Sí, pero de un tono conversacional, que rehúye todo énfasis y no busca el final rotundo a lo que tanto se presta esa estrofa. Y sonetos que dicen lo de siempre con una dicción coloquial y una emoción perdurable: “A veces pienso que algo se prepara. / Cada mañana veo en el espejo / un hombre que me mira, un hombre viejo, / un viejo que me mira, cara a cara. / No le conozco, pero –cosa rara-- / me mira con sonrisa de conejo / y me coge el cepillo, si le dejo, / y se afeita en mis barbas, y no para. / Y no para y no para de imitarme. / No sé si es un actor o es un abuelo, / un viejo actor que estudia bien mis gestos / o un abuelo que viene a consolarme. / Es más viejo que yo, ya es un consuelo, / mi compañero de los ratos estos”.

            Gusta Gomis, como gustaron los postistas, de la métrica tradicional, pero dándole una vuelta de tuerca, forzando sus costuras sin temer el ripio. Acierta con lo más difícil, el rescate de la cuaderna vía, la monótona estrofa de los poemas de Berceo. Ya aparece en uno de los poemas que se antologan de Oficios y maleficios, “Empresa de lavado”, pero donde consigue sus mayores logros es en El libro de Adán y Eva, un pequeño milagro de imaginería y humor. Por esa obra –haya jugado como poeta en primera o segunda división, aunque más bien parece haber jugado a esconderse-- merece Gomis ocupar un perdurable lugar en la biblioteca de cualquier buen lector.

            El humor se lleva bien con la poesía, siempre que no pretenda ser tenida por los críticos como gran poesía: el calificativo se reserva para lo dramático y lo sublime. En El bostezo del león, publicado medio siglo después del primer libro, vuelve Gomis a la fantasía lúdica de su obra primera, pero ahora sin veleidades surrealistas, y a acercarse al mundo de las fábulas. No abandona los sonetos coloquiales y como improvisados de Los restos de Ampurias y se incluye un autorretrato, “Debajo de la gorra”, que entremezcla humor y reflexión existencial de magistral manera.

Póstumamente, en 2009 (el poeta había muerto en 2005), apareció Fanfarria, donde diversos tonos se entrecruzan y hay una serena aceptación del final: “Morir es hacer sitio a los que quedan / Es invitar los nietos a la vida / Llamarles a crecer para que puedan / Jugar al ajedrez de su partida”. Afirma en el prólogo haber descubierto “un soneto nuevo, cómodo para mi uso, que no he visto hasta ahora en ningún sitio”. La presunta novedad estaría en convertir el soneto inglés en soneto petrarquista continuando las rimas del serventesio anterior en los dos versos finales; otra es la novedad de este libro “caprichoso, abierto, que se deslíe en el aire”.

            ¿No ocupa en el ranking de la poesía española Lorenzo Gomis uno de los primeros lugares? Ni lo ocupa ni pretendió ocuparlo nunca. Está donde siempre quiso estar, en un cortés segundo plano.

Comenzamos a leerlo con cierto escepticismo y acabamos encontrando en él la mejor compañía, participemos o no de unas creencias religiosas (“Dame alegría para dar el salto / al cielo que me tienes prometido”), que tienen poco que ver con jerarquías y dogmas: “La sola sensación de estar en casa / Bastará para ver que eso es el cielo”. La sensación de estar en casa, una casa a la vez ajena y propia, se siente a menudo en los versos de Lorenzo Gomis.