jueves, 21 de agosto de 2025

Relecturas: Españoles en Nueva York

 

Marcelino, muerte y vida de un payaso
Víctor Casanova Abós
Pregunta Ediciones. Zaragoza, 2017.

El payaso triste que protagoniza Candilejas , la película de Charles Chaplin, está inspirada en Marcelino Orbés, un cómic de origen español que hizo famoso el nombre de Marceline en Londres y en Nueva York a finales del siglo XIX y principios del XX. Chaplin, de niño, coincidió con él en un espectáculo londinense, y siempre lo admiró, lo mismo que Buster Keaton, que le tuvo como uno de sus maestros en el arte de hacer reír sin decir una palabra.

Fue, durante años, una estrella en el Hipódromo neoyorquino, el teatro-circo más grande del mundo, pero su último número lo desarrolló sin público. El 5 de noviembre de 1927 se levantó muy temprano, bastante antes del amanecer; colocado sobre la maleta, su único equipaje en aquella habitación de hotel, los recortes que hablaban de sus éxitos; luego se maquilló minuciosamente, como antes de cada actuación, se puso su traje de payaso, cogió una pistola, se arrodilló ante la especie de altar que resumía su vida y se pegó un tiro. Lo encontraron bastantes horas después. En el bullicioso Hotel Mansfield, muy cerca de Time Square, nadie había oído aquel disparo, aunque fuera de madrugada, y nadie se preocupaba de aquel cliente que vivía solo y no recibía visitas.

            En Marcelino, muerte y vida de un payaso, Víctor Casanova Abós reconstruye la historia de esta sombra desvanecida, una de tantas, en el mundo del espectáculo. El libro, como las falsas novelas de Javier Cercas, no nos cuenta solo el resultado de una investigación, sino cómo se lleva a cabo. Podía haberse titulado Marcelino y Víctor, dos españoles en Nueva York. El escritor es tan protagonista como el personaje.

            El procedimiento de contarnos el making off a la vez que la historia presuntamente principal resulta ya un tanto manido, pero Víctor Casanova acierta a darle un aire nuevo. Buena parte del atractivo de estas páginas proviene de la espontaneidad y la frescura con que el autor evoca su interés infantil por el circo, sus estudios, sus relaciones familiares. Nacido en 1987, oscense como Marceline (y de ahí su interés por esta figura recordada en un periódico local), fue a estudiar un máster de relaciones internacionales a la Universidad de Columbia y acabó quedándose en esa ciudad.

            El Nueva York de hace un siglo, cuando triunfaba en ella Marceline, y el de hoy mismo, cuando tantos jóvenes ambiciosos siguen tratando de abrirse camino en ella, es algo más que escenario de buena parte de las páginas del libro: otro de los protagonistas.

            La historia de Marceline se reconstruye a partir de las páginas que los principales diarios le dedicaron y de las alusiones que aparecen en las memorias de algunos que le conocieron, como Charles Chaplin. Pero esa es una historia externa, en la que no faltan las anécdotas inventadas con fines publicitarios. En alguna entrevista, cuenta Marceline que una vez salvó al rey niño Alfonso XIII de morir aplastado por un elefante y en otra que fue la única persona capaz de hacer reír al rey de Inglaterra.

            La historia verdadera apenas si podemos entreverla: una infancia dura, en la que quizá fue vendido a un circo (como era costumbre entonces) y maltratado en los entrenamientos para hacer su cuerpo flexible para las peligrosas acrobacias; un matrimonio fracasado, del que nos queda minuciosa constancia en la demanda de divorcio de los malos tratos que sufrió su esposa; varios negocios –uno de ellos un restaurante neoyorquino dedicado a la comida española–, en los que intentó invertir sin éxito sus ganancias; un resonante fracaso en La Habana, anticipo de la progresiva desatención del público, ganado ya por el cinematógrafo y otras formas de humor; el disparo final.

            El mayor espectáculo del mundo tenía un reverso de explotación y miseria que Víctor Casanova nos va desvelando poco a poco, consciente de que la sensibilidad actual hacia los animales y las leyes sobre la protección de la infancia harían imposibles muchos de los números de entonces.

            Por estas páginas, como en tantos espectáculos, cruza alguna estrella invitada. La más llamativa es la de Houdini, el experto en fugas, cuyo espíritu todavía siguen invocando sus fieles (en una de esas sesiones de espiritismo participó el autor del libro).

            Termina Marcelino, vida y muerte de un payaso con una visita al cementerio de Kensico, a cuarenta kilómetros de Nueva York, donde el payaso triste (valga la redundancia) reposa en una tumba sin nombre. Y ahí reaparece el recuerdo de otro payaso, Lluiset, que Víctor Casanova admiró de niño y al que fue a ver de mayor a Barcelona, donde seguía actuando a pesar del parkinson y de los ochenta años. Esa evocación se cruza con la de otra figura familiar, a la que está dedicado el volumen: “Sentirse vivos implica ser conscientes de nuestra fragilidad, y hay quienes deciden no esconderse ni darles la espalda. La última Navidad que pasamos juntos, mi madre compartió una cita con los más allegados: Estamos vivos hasta el último minuto”.

            Sin trampa ni cartón está escrito este libro, autobiografía e historia, investigación y diario íntimo, junta de sombras y autorretrato con amigos, fascinante novela sin ficción.  

 

miércoles, 20 de agosto de 2025

Relecturas: El café que odiaba Goebbels

 

El café sobre el volcán
Una crónica del Berlín de entreguerras (1922-1933)
Francisco Uzcanga Meinecke
Libros del KO Madrid, 2018.

Mucho se ha escrito sobre el período de la república de Weimar, sobre esos años caóticos en que Berlín era el centro de todas las libertades y todas las audacias estéticas mientras se incubaba el huevo del nazismo. Francisco Uzcanga Meinecke ha sabido contarnos esos años cruciales desde un punto de vista distinto en una crónica ejemplar por su agilidad periodística y por su rigurosa información, que abarca aspectos inéditos o poco conocidos.

            El café sobre el volcán del título es el Romanisches Café, un local berlinés que ya no existe, pero que pervive en infinidad de memorias de la época, novelas, obras de teatro e incluso en alguna película. Estaba situado en el barrio de Charlottenburg, ocupaba el bajo y el primer piso de “una pomposa mole de piedra”, un edificio de finales del XIX construido en estilo neorrománico, “un estilo impulsado por el emperador Guillermo II con objeto de celebrar la unión indisoluble del trono y del altar”.

            Lo que llegó a significar ese café fue algo muy distinto. Joseph Goebbels se refirió a él en los siguientes términos: “Los judíos bolcheviques están sentados en el Romanisches Café y urden ahí sus siniestros planes revolucionarios; y por la noche invaden los locales de esparcimiento de la Kurfürstedamm, se dejan incitar al baile por orquestas de negros y se ríen de las miserias de la época”.

            Todo el mundo que era alguien, o que quería ser alguien, en el mundo cultural de la época paraba en aquel el café: Joseph Roth, Bertolt Brecht, Otto Dix, el director de cine Billy Wilder. Incluso los españoles Josep Pla o Manuel Chaves Nogales dejaron constancia de su paso por aquel ambiente humoso, ruidoso, efervescente.

            Comienza la crónica en 1922 con el asesinato de Walther Rathenau, ministro de Exteriores de la reciente República. No fue difícil encontrar a los culpables. Pocos días antes del atentado, los ultranacionalistas de la Organización Cónsul –todavía Hítler era solo un chillón mequetrefe– habían desfilado por las calles de Berlín al grito de “Pegadle un tiro a Rathenau, el maldito cerdo judío”.

            A  cada año se le dedica un capítulo. 1923 está protagonizado por la gran inflación. De día a día se añadían ceros al precio de las cosas. Se llegaron a imprimir billetes de cien billones de marcos. Un infierno para unos, los más, un paraíso para otros. Ernest Hemingway, que por entonces malvivía en París, hizo una excursión a Berlín y “con solo noventa centavos de dólar pasó un día entero de compras con su mujer y al final le sobraron ciento veinte marcos”.

            El mundo del periodismo protagoniza buena parte de estas páginas. Francisco Uzcanga Meinecke es autor de La eternidad en un día , una selección del período clásico alemán, y de Nada es más asombroso que la verdad , antología de artículos y reportajes de Egon Erwin Kisch, uno de los protagonistas de estas crónicas. El capítulo de 1932, titulado “El cuaderno rojo”, se dedica a glosar Die Weltbühne , la revista más leída y comentada en el Romanisches Café, que funcionaba también como una gran sala de redacción paralela. Antimilitarista, de izquierdas, no es de extrañar que el semanario estuviera desde el comienzo en el punto de mira de los grupos ultraconservadores que acabaron fundiéndose en el nazismo. La prensa, que alentó la carnicería de la Gran Guerra, fue un objetivo frecuente de sus críticas: “¿Existe hoy en día algún periódico capaz de admitir: Nos hemos equivocado, nos hemos dejado engañar? Sería lo mínimo".

            En otro artículo, de 1931, leemos expresiones que pocos se atreverían a escribir incluso hoy en día: "Durante cuatro años había enormes extensiones en las que el asesinato era obligatorio, mientras que a media hora de allí estaba terminantemente prohibido. ¿He dicho asesinato? Por supuesto. Los soldados son asesinos". Al autor, Kurt Tucholsky, le costarían un proceso esas afirmaciones. Contra lo que pudiera esperarse, salió absuelto. Vendrían luego otros, con peor fortuna. La revista –“una soberbia enciclopedia del periodismo”, “una de las cumbres de la literatura alemana del siglo XX”– dejó de publicarse en 1933, como no podía ser de otra manera.

            El autor de esta ágil crónica, de familia alemana y española, es un profesor universitario, autor de numerosas publicaciones académicas, que se declara “cansado de las notas a pie de página”. Por eso prescinde de ellas en este libro, que cuenta sin embargo con una bibliografía final, a la que convendría hacer algunas precisiones. Tal como está, parece más un pegote prescindible que una herramienta útil. Casi todas sus entradas están en alemán, algo comprensible si se tiene en cuenta que buena parte de la bibliografía utilizada no ha sido traducida al español. Pero ¿qué sentido tiene no referirse a las ediciones en español de autores como Elías Canetti, Joseph Roth o Stefan Zweig? Por otra parte, basta una hojeada para darse cuenta de que el rigor no es excesivo. Continuamente se cita, como no podía ser de otra manera, el diario de Joseph Goebbels, pero la única entrada suya que aparece en la bibliografía está fechada en 1934 (el diario apareció póstumamente). Hay más descubiertos. En la página 200, se nos indica que Manuel Chaves Nogales, en un artículo de Ahora titulado “La fauna berlinesa” dio cuenta de su visita al Romanisches Café, pero no se indica la fecha de ese artículo ni el nombre de Chaves Nogales aparece en la bibliografía. Y conviene manejar con cautela un libro que firma Fernando Savater, Las ciudades y los escritores, pero que, como otros suyos, no es más que la transcripción de los guiones de un programa televisivo, en su mayor parte no escritos por él ni parece que revisados ​​por nadie. 

            El rigor en el uso de las citas y la referencia a las fuentes no es solo propio de las publicaciones académicas, sino característico del buen periodismo. El café sobre el volcán , a pesar de estos reparos, lo es: buen periodismo y excelente literatura.

             

viernes, 15 de agosto de 2025

Tertulias de antaño: Proust en viñetas

 

[Portada de la adaptación de Stéphane Heuet y al otro lado los datos sobre el autor y la frase: “Las mujeres guapas son para los hombres sin imaginación”]

JOSÉ HAVEL

No es la primera vez, ni será la última, que una obra literaria se adapta al cómic. Bien conocidas son las versiones dibujadas del Quijote o de La Regenta. ¿Pero se imagina alguien una adaptación al cómic de la Crítica de la razón pura, de Inmanuel Kant? Pues a un imposible semejante se ha enfrentado Stéphane Heuet al pretendiente convertir en viñetas las millas de páginas de En busca del tiempo perdido.

ANA VEGA

Una hazaña ciertamente sorprendente. ¿Pero era necesario? ¿A quién puede ir dirigida una adaptación así?

[Ana Vega comienza a hojear el libro, mientras ella habla la cámara muestra la primera página y va de viñeta en viñeta] 

JOSÉ HAVEL

A todos los públicos. Es un error creer que el comic es un arte para niños. Y también que su prestigio viene de las adaptaciones de otros géneros. Más bien al contrario. De hecho, algunas de las más renovadoras películas actuales tienen su origen en un cómic, o mejor, en una novela gráfica, que es como se prefiere denominar a este género para evitar las connotaciones reduccionistas de la palabra cómic. Me refiero a películas como Camino a la perdición, de Sam Mendes, o Sin City, de Robert Rodríguez y Frank Miller. 

MARCOS TRAMÓN

Una adaptación al cine de En busca del tiempo perdido es lo que uno se esperaría. Creo que ese fue el sueño de Visconti.

JOSÉ HAVEL

Sí, pero se murió sin llegar a hacerlo realidad. Tuvo que conformarse con Muerte en Venecia, que no es poco. Hay una versión de “Un amor de Swan”, dirigida por Volker Schlöndorff, con Alain Delon, Fanny Ardant y Jeremy Irons, que pasó sin pena ni gloria.

CATERINA VALDÉS

Pero ¿para cuántas películas darían los siete tomos de la obra de Proust? Yo creo que casi cada capítulo, desde el primero, cuando moja la madalena en el té, daría para una película.

SILVIA UGIDOS

Stéphane Heuet pretende convertir esos siete tomos en doce. El único publicado en español, no sé si en Francia habrá aparecido alguno más, adapta la primera parte de Por el camino de Swan , titulada “Combray”. Yo no sé si la adaptación es buena o mala. Solo sé que a las dos o tres páginas de dibujitos sentí nostalgia de la prosa de Proust, sin intermediarios, y me fui en busca de los viejos tomos de Alianza.

JAVIER ALMUZARA

Pues a lo mejor eso es lo que pretendía el adaptador. Incitarnos a leer el original. No entiendo mucho de cómics ni de novelas gráficas, pero esta versión no me parece buena. Hay demasiado texto. Cuando uno se enfrenta a un imposible suele resultar vencido. Si Visconti no se atrevió, nadie más debe atreverse. Ni siquiera Sofía Coppola, que parece atreverse a todo, como demuestra en su morosa, y algo pretenciosamente proustiana, María Antonieta .

CATERINA VALDÉS

¿Pero quién es capaz de leerse hoy enteros los siete tomos de En busca del tiempo perdido ? Hace falta una larga enfermedad para encontrar tanto tiempo que perder. 

ANA VEGA

Y no todo tiene el mismo interés. Hay páginas que son como un milagro, que tienen la intensidad del poema, pero otras se pierden en minúsculos detalles, en la descripción de esas reuniones de la alta sociedad que le tenían fascinado. 

MARCOS TRAMÓN

En busca del tiempo perdido no es una novela. Es una biblioteca en la que cabe todo. Un compendio de sabiduría. Yo lo que suelo releer es este conjunto de Máximas y pensamientos extraídos de ella. [Abre el libro y lee] “Una mujer es de mayor utilidad en nuestra vida si está en ella no como un elemento de felicidad, sino como un instrumento de dolor, y no existe una sola mujer cuya posesión resulte tan valiosa como las verdades que ella nos descubre al hacernos sufrir”. 

JAVIER ALMUZARA

Es curiosa la paradoja de Proust. Arremetió contra la crítica biográfica, contra los estudiosos como Sainte-Beuve que pretendía explicar la obra de un autor por su vida. Él afirmaba que un libro es el producto de otro yo que nada tiene que ver con aquel que manifestamos en la vida social. Y sin embargo toda su literatura es autobiográfica. No hay ningún personaje, no hay ningún detalle de En busca del tiempo perdido que no tenga su correspondencia en la vida real, como han puesto de relevo a todos sus biógrafos.

SILVIA UGIDOS

Quizás esas ideas suyas le servían solo para protegerse, para no mostrar en público rasgos de su personalidad, como las preferencias sexuales, que entonces no eran aceptadas socialmente. 

CATERINA VALDÉS

Lo curioso es que el protagonista de En busca del tiempo perdido es heterosexual. Y está fascinado por las mujeres y por el amor entre mujeres. 

JAVIER ALMUZARA

Como todo gran escritor, Proust es inagotable e inexplicable. Decía que no tenía imaginación y por eso tenía que tomar todos los datos para su novela de sí mismo y de la realidad que conoció. Pero transfiguraba esos datos para ofrecernos otra realidad. No copiaba el mundo, lo creaba de nuevo. O nos permitía mirarlo como recién creado. Que es lo que hacen todos los escritores de verdad.

JOSÉ HAVEL

Creo que estaréis de acuerdo conmigo en que este Proust en viñetas es una curiosidad que todos los aficionados al escritor francés hojearán con gusto, pero que ni pretende ni puede sustituir al original inagotable ni a las viejas traducciones de Pedro Salinas o a las más recientes de Carlos Manzano. Un libro quizás más dirigido a fetichistas de Proust que a aficionados al cómic.




viernes, 8 de agosto de 2025

Tertulias de antaño: Juan Ramón, principios y finales

 

 

José Havel

Pocas vidas tan apasionantes como la de Juan Ramón Jiménez. Más de medio siglo de historia literaria de España se entrelaza con ella. Una vida la suya que fue muchas vidas, como toda vida verdadera. Y pocos libros la reflejan mejor que el Epistolario que ha comenzado a publicar la Residencia de Estudiantes.

El primer tomo comienza en 1898, con una ingenua carta en la que se refiere a sí mismo “como un chiquillo” al que le hacen mucha falta “amistades de personas de gran valor literario, pues en ello llevaráé grandes ventajas por sus sanos consejos”. Termina en enero de 1916 cuando el poeta sale de Madrid “camino ya de Zenobia”, esto es, en Nueva York, donde dará comienzo una nueva etapa de su vida y de su literatura.

 

Silvia Ugidos

¡Pobre Zenobia! No sabía lo que la esperaba. A la vez que ese epistolario se ha publicado el tercer tomo de su diario, inédito hasta la fecha, y que abarca los últimos años, los que van de 1951 a 1956. Pocos libros más tristes. Zenobia es una mujer enferma que no puede ocuparse de sí misma porque vive junto a un niño caprichoso que no la deja un minuto en paz. No me explico cómo aguantó tanto. Este diario angustioso, escrito solo para sí misma, le sirvió de válvula de escape.

 

Catalina Valdés

Yo sí me explico por qué aguantó tanto. Había dos razones. Estaba enamorada y además era la mayor admiradora de su marido.

 

Inés Toledo

Lo curioso es que, según se desprende del epistolario, ella dudó bastante antes de aceptarlo. Y la familia no le quería de ninguna manera. Ya intuían que era un inútil para la vida.

 

Javier Almuzara

No tan inútil. Aparte de su propia obra, direcciones editoriales, revistas, dio cursos en universidades americanas. Y todo con un rigor admirable. No creo que se le pudiera pedir más.

 

José Havel

A mí lo que más me divierte de Juan Ramón es la mala leche que tenía. No se andaba con contemplaciones. Cuando quiere romper con su primera novia le escribe dándole algunos “consejitos” –así dice él--, entre ellos que “procure bañarse todos los días y vestir con elegancia”, que se peine bien y que no se ponga, “por Dios, esas batas...”

 

Inés Toledo

Vamos, que era un bruto. Nadie lo diría leyendo sus versos.

 

Silvia Ugidos

No conviene fiarse demasiado de los versos. Ya se sabe que el poeta es un fingidor.

 

Catalina Valdés

El enfermo imaginario que fue el joven Juan Ramón queda muy presente en estas cartas. En 1906, recién llegado a Moguer, le escribe a su mejor amiga de entonces, María Lejárraga: "Los reyes me han traído una lesión de aorta y la idea del suicidio. Ya ve usted qué bonitos juguetes". En otra carta parece que ya ha tomado la decisión: "Ahí van esos papeles –le escribe a Gregorio Martínez Sierra--, son mis últimos papeles. Cuando usted los tenga entre sus manos, yo tendré las mías yertas". Afortunadamente le salvó la literatura. Siempre lo dejaba para más tarde porque le quedaba algún poema por escribir, por corregir.

 

Javier Almuzara

Juan Ramón Jiménez se pasó la vida corrigiendo sus poemas, y yo no sé hasta qué punto eso es bueno. En algún caso creo que los echó a perder. Ahora lo que más se aprecia es su poesía última, la del exilio, con poemas como Espacio . Pero a mí me interesan especialmente poemas de la primera época. Por ejemplo, la estremecedora premonición de “Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando”.

 

Silvia Ugidos

Yo prefiero su visión de Nueva York, esa especie de aguafuerte lírico que nos ofrece en Diario de un poeta recién casado :

Los crepúsculos de Riverside Drive, cuando el mundo entero parece desangrarse sobre el Hudson.

En la barahúnda de las calles enormes, las iglesias que acechan –la puerta abierta de par en par y encendidos los ojos-- como mansos monstruos medievales.

Las escaleras de incendio como andenes perpetuos donde se posan unos gorriones, negros aún del recuerdo de la nieve.

Los silencios en blanco y negro del Central Park bajo la nieve.

El cementerio de Broadway, pobre corral de muertos, con su iglesia de juguete cuyas campanas sueñan al lado de las oficinas, entre los timbres, las bocinas, los silbatos y los martillos de remache.

La luna coloreada de Time Square que no parece la luna sino un anuncio de la luna.

La fuente azul y fresca de Washington Square y el claro cielo sobre el arco de mármol.

La torre gótica del Woolworth y la quilla del Flatiron surcan incansable la mañana.

El tiempo detenido en la enredadera del puente de Brooklyn.

La ciudad, desde el barco, triste y gris en la llovizna, perdiéndose en la lejanía...