José Havel
Pocas
vidas tan apasionantes como la de Juan Ramón Jiménez. Más de medio siglo de
historia literaria de España se entrelaza con ella. Una vida la suya que fue
muchas vidas, como toda vida verdadera. Y pocos libros la reflejan mejor que el
Epistolario que ha comenzado a
publicar la Residencia de Estudiantes.
El primer tomo comienza en 1898, con una ingenua carta en la que se refiere a sí mismo
“como un chiquillo” al que le hacen mucha falta “amistades de personas de gran
valor literario, pues en ello llevaré grandes ventajas por sus sanos consejos”.
Termina en enero de 1916 cuando el poeta sale de Madrid “camino ya de Zenobia”,
esto es, en Nueva York, donde dará comienzo una nueva etapa de su vida y de su
literatura.
Silvia Ugidos
¡Pobre
Zenobia! No sabía lo que la esperaba. A la vez que ese epistolario se ha
publicado el tercer tomo de su diario, inédito hasta la fecha, y que abarca los
últimos años, los que van de 1951 a 1956. Pocos libros más tristes. Zenobia es
una mujer enferma que no puede ocuparse de sí misma porque vive junto a un niño
caprichoso que no la deja un minuto en paz. No me explico cómo aguantó tanto.
Este diario angustioso, escrito solo para sí misma, le sirvió de válvula de
escape.
Caterina Valdés
Yo sí
me explico por qué aguantó tanto. Había dos razones. Estaba enamorada y además
era la mayor admiradora de su marido.
Inés Toledo
Lo
curioso es que, según se desprende del epistolario, ella dudó bastante antes de
aceptarlo. Y la familia no le quería de ninguna manera. Ya intuían que era un
inútil para la vida.
Javier Almuzara
No tan
inútil. Aparte de su propia obra, dirigió editoriales, revistas, dio cursos en
universidades americanas. Y todo con un rigor admirable. No creo que se le
pudiera pedir más.
José Havel
A mí lo
que más me divierte de Juan Ramón es la mala leche que tenía. No se andaba con
contemplaciones. Cuando quiere romper con su primera novia le escribe dándole
algunos “consejitos” –así dice él--, entre ellos que “procure bañarse todos los
días y vestir con elegancia”, que se peine bien y que no se ponga, “por Dios,
esas batas...”
Inés Toledo
Vamos,
que era un bruto. Nadie lo diría leyendo sus versos.
Silvia Ugidos
No
conviene fiarse demasiado de los versos. Ya se sabe que el poeta es un
fingidor.
Caterina Valdés
El
enfermo imaginario que fue el joven Juan Ramón queda muy presente en estas
cartas. En 1906, recién llegado a Moguer, le escribe a su mejor amiga de
entonces, María Lejárraga: “Los reyes me han traído una lesión de aorta y la
idea del suicidio. Ya ve usted qué bonitos juguetes”. En otra carta parece que
ya ha tomado la decisión: “Ahí van esos papeles –le escribe a Gregorio Martínez
Sierra--, son mis últimos papeles. Cuando usted los tenga entre sus manos, yo
tendré las mías yertas”. Afortunadamente le salvó la literatura. Siempre lo
dejaba para más tarde porque le quedaba algún poema por escribir, por corregir.
Javier Almuzara
Juan
Ramón Jiménez se pasó la vida corrigiendo sus poemas, y yo no sé hasta qué
punto eso es bueno. En algún caso creo que los echó a perder. Ahora lo que más
se aprecia es su poesía última, la del exilio, con poemas como Espacio. Pero a mí me interesan
especialmente poemas de la primera época. Por ejemplo, la estremecedora
premonición de “Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando”.
Silvia Ugidos
Yo
prefiero su visión de Nueva York, esa especie de lírico aguafuerte que nos
ofrece en Diario de un poeta recién
casado:
Los crepúsculos de Riverside Drive, cuando el
mundo entero parece desangrarse sobre el Hudson.
En la barahúnda de las calles enormes, las
iglesias que acechan –la puerta abierta de par en par y encendidos los ojos--
como mansos monstruos medievales.
Las escaleras de incendio como andenes
perpetuos donde se posan unos gorriones, negros aún del recuerdo de la nieve.
Los silencios en blanco y negro del Central
Park bajo la nieve.
El cementerio de Broadway, pobre corral de
muertos, con su iglesia de juguete cuyas campanas sueñan al lado de las
oficinas, entre los timbres, las bocinas, los silbatos y los martillos de
remache.
La luna coloreada de Time Square que no
parece la luna sino un anuncio de la luna.
La fuente azul y fresca de Washington Square
y el claro cielo sobre el arco de mármol.
La torre gótica del Woolworth y la quilla del
Flatiron surcando incansable la mañana.
El tiempo detenido en la enredadera del
puente de Brooklyn.
La ciudad, desde el barco, triste y gris en
la llovizna, perdiéndose en la lejanía...
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