viernes, 8 de agosto de 2025

Tertulias de antaño: Juan Ramón, principios y finales

 

 

José Havel

Pocas vidas tan apasionantes como la de Juan Ramón Jiménez. Más de medio siglo de historia literaria de España se entrelaza con ella. Una vida la suya que fue muchas vidas, como toda vida verdadera. Y pocos libros la reflejan mejor que el Epistolario que ha comenzado a publicar la Residencia de Estudiantes.

El primer tomo comienza en 1898, con una ingenua carta en la que se refiere a sí mismo “como un chiquillo” al que le hacen mucha falta “amistades de personas de gran valor literario, pues en ello llevaré grandes ventajas por sus sanos consejos”. Termina en enero de 1916 cuando el poeta sale de Madrid “camino ya de Zenobia”, esto es, en Nueva York, donde dará comienzo una nueva etapa de su vida y de su literatura.

 

Silvia Ugidos

¡Pobre Zenobia! No sabía lo que la esperaba. A la vez que ese epistolario se ha publicado el tercer tomo de su diario, inédito hasta la fecha, y que abarca los últimos años, los que van de 1951 a 1956. Pocos libros más tristes. Zenobia es una mujer enferma que no puede ocuparse de sí misma porque vive junto a un niño caprichoso que no la deja un minuto en paz. No me explico cómo aguantó tanto. Este diario angustioso, escrito solo para sí misma, le sirvió de válvula de escape.

 

Caterina Valdés

Yo sí me explico por qué aguantó tanto. Había dos razones. Estaba enamorada y además era la mayor admiradora de su marido.

 

Inés Toledo

Lo curioso es que, según se desprende del epistolario, ella dudó bastante antes de aceptarlo. Y la familia no le quería de ninguna manera. Ya intuían que era un inútil para la vida.

 

Javier Almuzara

No tan inútil. Aparte de su propia obra, dirigió editoriales, revistas, dio cursos en universidades americanas. Y todo con un rigor admirable. No creo que se le pudiera pedir más.

 

José Havel

A mí lo que más me divierte de Juan Ramón es la mala leche que tenía. No se andaba con contemplaciones. Cuando quiere romper con su primera novia le escribe dándole algunos “consejitos” –así dice él--, entre ellos que “procure bañarse todos los días y vestir con elegancia”, que se peine bien y que no se ponga, “por Dios, esas batas...”

 

Inés Toledo

Vamos, que era un bruto. Nadie lo diría leyendo sus versos.

 

Silvia Ugidos

No conviene fiarse demasiado de los versos. Ya se sabe que el poeta es un fingidor.

 

Caterina Valdés

El enfermo imaginario que fue el joven Juan Ramón queda muy presente en estas cartas. En 1906, recién llegado a Moguer, le escribe a su mejor amiga de entonces, María Lejárraga: “Los reyes me han traído una lesión de aorta y la idea del suicidio. Ya ve usted qué bonitos juguetes”. En otra carta parece que ya ha tomado la decisión: “Ahí van esos papeles –le escribe a Gregorio Martínez Sierra--, son mis últimos papeles. Cuando usted los tenga entre sus manos, yo tendré las mías yertas”. Afortunadamente le salvó la literatura. Siempre lo dejaba para más tarde porque le quedaba algún poema por escribir, por corregir.

 

Javier Almuzara

Juan Ramón Jiménez se pasó la vida corrigiendo sus poemas, y yo no sé hasta qué punto eso es bueno. En algún caso creo que los echó a perder. Ahora lo que más se aprecia es su poesía última, la del exilio, con poemas como Espacio. Pero a mí me interesan especialmente poemas de la primera época. Por ejemplo, la estremecedora premonición de “Y yo me iré y se quedarán los pájaros cantando”.

 

Silvia Ugidos

Yo prefiero su visión de Nueva York, esa especie de lírico aguafuerte que nos ofrece en Diario de un poeta recién casado:

Los crepúsculos de Riverside Drive, cuando el mundo entero parece desangrarse sobre el Hudson.

En la barahúnda de las calles enormes, las iglesias que acechan –la puerta abierta de par en par y encendidos los ojos-- como mansos monstruos medievales.

Las escaleras de incendio como andenes perpetuos donde se posan unos gorriones, negros aún del recuerdo de la nieve.

Los silencios en blanco y negro del Central Park bajo la nieve.

El cementerio de Broadway, pobre corral de muertos, con su iglesia de juguete cuyas campanas sueñan al lado de las oficinas, entre los timbres, las bocinas, los silbatos y los martillos de remache.

La luna coloreada de Time Square que no parece la luna sino un anuncio de la luna.

La fuente azul y fresca de Washington Square y el claro cielo sobre el arco de mármol.

La torre gótica del Woolworth y la quilla del Flatiron surcando incansable la mañana.

El tiempo detenido en la enredadera del puente de Brooklyn.

La ciudad, desde el barco, triste y gris en la llovizna, perdiéndose en la lejanía...



 

 

 

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