Julio Llamazares
El viaje de mi padre
Alfaguara. Madrid, 2025.
Seguir
los pasos de un viajero anterior es ya un subgénero en la literatura de viajes.
Recordemos a Azorín, en 1905, volviendo a recorrer la ruta de don Quijote o al
Baroja sexagenario de 1935 al que el diario Ahora, el de Chaves Nogales,
le encarga repetir los pasos de la expedición de Gómez, aquel general carlista
que cien años antes había trazado una gran ese, de norte a sur, sobre el
territorio peninsular (el año 1996, por cierto, Eduardo Gil Bera volvería sobre
los pasos de Gómez y de Baroja en Sobre la marcha).
No
menciona estos antecedentes, ni falta que hace, Julio Llamazares en El viaje
de mi padre, pero sí los propios: “En Villafeliche un letrero señala que
por aquí, antes que mi padre y yo, pasó el Cid Campeador, algo de lo que están
orgullosos los naturales, como comprobé cuando seguí sus pasos hace algún
tiempo para escribir un reportaje para un periódico coincidiendo con el
milésimo aniversario del Cantar. Va a ser ese mi destino: el de seguir
los pasos de otro en busca de no sé bien qué. O sí: en busca de esa huella que
los hombres vamos dejando a lo largo de la historia y que es
nuestra verdadera historia”.
Los pasos que sigue esta vez son los
de su padre y su amigo Saturnino, quienes en 1937, recién cumplidos los
dieciocho años, se alistaron voluntarios en el ejército sublevado y a los que
un largo viaje, el más largo de sus vidas, llevó primero hasta Teruel, donde
participaron en la famosa batalla, y luego, tras una estancia en Zaragoza,
hasta Castellón, donde vieron por primera vez el mar.
Ese viaje, o esos dos viajes, uno en
invierno y otro al comienzo del verano, se llevaron a cabo en buena parte en
tren, pero Llamazares los realiza en coche, incluso en el pequeño tramo, de La
Vecilla a León, en que todavía subsiste el ferrocarril, pero siguiendo en lo
posible el antiguo trazado de las vías.
El
pretexto parece un tanto forzado: el padre del autor murió en 1996 (muy pronto,
dice el autor, e iba a cumplir 77 años). La guerra civil queda ya demasiado
lejos y pocos recuerdos de ella guardan los habitantes de los lugares por los
que el viajero pasa. Para la mayoría está tan lejos como la primera guerra
carlista cuando Baroja recorrió la España republicana tras los ecos de la
expedición de Gómez, un tiempo famosa en toda Europa. El olvido es la mejor
reconciliación. En Rubielos (“un centenar de casas arracimadas al pie de la
iglesia en un costado del monte”), se encuentra con una mujer que lo único que
sabe de la guerra es que a su abuelo, que era alcalde del pueblo entonces, lo
asesinaron, aunque no está segura de “si los republicanos o los franquistas”. Y
el autor le pregunta: “¿Su abuelo era de izquierdas o de derechas?”, “Creo que
de izquierdas”, “Pues entonces le mataron los de Franco”. La respuesta de la
mujer es toda una lección: “Da igual. El caso es que lo mataron”.
Comienza el libro en el cementerio
del pueblo donde está enterrado el padre, con citas de un poema que José
Antonio Llamas escribió para la ocasión. Hay citas en estas primeras páginas de
otros poetas, especialmente de Antonio Gamoneda, e incluso el libro comienza
con una “Canción de cuna para mi padre” que nos devuelve al Llamazares que se
inició como poeta, allá en los setenta, pero la prosa del libro no es nada
preciosista ni poética, más bien periodística y funcional, aunque al autor, al
recordar las “Coplas a la muerte de su padre”, de Manrique, le dé por pensar
que lo que está haciendo es escribir “otra copla” al suyo, “solo que muchos
años después de su muerte”.
Cuando sigue la línea del tren que
iba de Valladolid a Ariza, se detiene Llamazares especialmente en lo que queda
de las estaciones. Más de una vez repite que lo que ve le recuerda “a un
paisaje del Far West americano”.
No quiere hacer una guía de viajes,
aunque de vez en cuando nos cite lo que dicen las guías, y más que hablarnos de
los monumentos o los hitos turísticos, prefiere hablar con la gente, según la
norma que uno de sus maestros, y temprano detractor, Camilo José Cela,
inaugurara en Viaje a la Alcarria. No son demasiados, ni demasiado
interesantes, los interlocutores que encuentra en estos pueblos, vacíos cuando
él los cruza (casi siempre durante la hora de comer o de la siesta) o llenos de
extranjeros.
Se quiere pagar con este libro una
deuda al padre, al que nunca se le animó a contar sus historias de la guerra;
ahora se rememoran parte de esas aventuras con el testimonio de su compañero de
entonces y su mejor amigo de siempre. Pero el lector no deja de sentir, quizá
equivocadamente, una cierta desgana en el autor, como si fuera un pretexto para
seguir con su trabajo de escritor profesional.
Que no parece pasar por su mejor
momento. Cierto que en Teruel una mujer le reconoce y le invita entusiasmada a
un café, pero un experto local en los maquis, al que le regala Luna de lobos,
ni siquiera se fija en que él es el autor del libro, y no se le escapa una
queja: “por la mañana después de escribir mi artículo semanal para un periódico
que pronto me invitará a dejar de hacerlo salgo a la calle”.
Esa desgana se nota en la falta de
revisión del texto, donde se utilizan las normas de acentuación que el autor
aprendió en la escuela en lugar de las actuales (sobran tildes), y en alguna
expresión disonante como cuando, tras indicar que en una acción de guerra “solo
se salvaron” su padre y Saturnino, añade: “y algunas docenas más”.
Algo de western crepuscular tiene
este libro, no exento de encanto, en el que el envejecido pistolero (quiero
decir, escritor) recorre un país, que poco se parece al de la guerra civil y
que ya apenas reconoce, para saldar, tantos años después, una deuda quizá
imaginaria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario