jueves, 25 de septiembre de 2025

Crepuscular

 

Julio Llamazares
El viaje de mi padre
Alfaguara. Madrid, 2025.

Seguir los pasos de un viajero anterior es ya un subgénero en la literatura de viajes. Recordemos a Azorín, en 1905, volviendo a recorrer la ruta de don Quijote o al Baroja sexagenario de 1935 al que el diario Ahora, el de Chaves Nogales, le encarga repetir los pasos de la expedición de Gómez, aquel general carlista que cien años antes había trazado una gran ese, de norte a sur, sobre el territorio peninsular (el año 1996, por cierto, Eduardo Gil Bera volvería sobre los pasos de Gómez y de Baroja en Sobre la marcha).

No menciona estos antecedentes, ni falta que hace, Julio Llamazares en El viaje de mi padre, pero sí los propios: “En Villafeliche un letrero señala que por aquí, antes que mi padre y yo, pasó el Cid Campeador, algo de lo que están orgullosos los naturales, como comprobé cuando seguí sus pasos hace algún tiempo para escribir un reportaje para un periódico coincidiendo con el milésimo aniversario del Cantar. Va a ser ese mi destino: el de seguir los pasos de otro en busca de no sé bien qué. O sí: en busca de esa huella que los hombres vamos dejando a lo largo  de la historia y que es nuestra verdadera historia”.

            Los pasos que sigue esta vez son los de su padre y su amigo Saturnino, quienes en 1937, recién cumplidos los dieciocho años, se alistaron voluntarios en el ejército sublevado y a los que un largo viaje, el más largo de sus vidas, llevó primero hasta Teruel, donde participaron en la famosa batalla, y luego, tras una estancia en Zaragoza, hasta Castellón, donde vieron por primera vez el mar.

            Ese viaje, o esos dos viajes, uno en invierno y otro al comienzo del verano, se llevaron a cabo en buena parte en tren, pero Llamazares los realiza en coche, incluso en el pequeño tramo, de La Vecilla a León, en que todavía subsiste el ferrocarril, pero siguiendo en lo posible el antiguo trazado de las vías.

El pretexto parece un tanto forzado: el padre del autor murió en 1996 (muy pronto, dice el autor, e iba a cumplir 77 años). La guerra civil queda ya demasiado lejos y pocos recuerdos de ella guardan los habitantes de los lugares por los que el viajero pasa. Para la mayoría está tan lejos como la primera guerra carlista cuando Baroja recorrió la España republicana tras los ecos de la expedición de Gómez, un tiempo famosa en toda Europa. El olvido es la mejor reconciliación. En Rubielos (“un centenar de casas arracimadas al pie de la iglesia en un costado del monte”), se encuentra con una mujer que lo único que sabe de la guerra es que a su abuelo, que era alcalde del pueblo entonces, lo asesinaron, aunque no está segura de “si los republicanos o los franquistas”. Y el autor le pregunta: “¿Su abuelo era de izquierdas o de derechas?”, “Creo que de izquierdas”, “Pues entonces le mataron los de Franco”. La respuesta de la mujer es toda una lección: “Da igual. El caso es que lo mataron”.

            Comienza el libro en el cementerio del pueblo donde está enterrado el padre, con citas de un poema que José Antonio Llamas escribió para la ocasión. Hay citas en estas primeras páginas de otros poetas, especialmente de Antonio Gamoneda, e incluso el libro comienza con una “Canción de cuna para mi padre” que nos devuelve al Llamazares que se inició como poeta, allá en los setenta, pero la prosa del libro no es nada preciosista ni poética, más bien periodística y funcional, aunque al autor, al recordar las “Coplas a la muerte de su padre”, de Manrique, le dé por pensar que lo que está haciendo es escribir “otra copla” al suyo, “solo que muchos años después de su muerte”.

            Cuando sigue la línea del tren que iba de Valladolid a Ariza, se detiene Llamazares especialmente en lo que queda de las estaciones. Más de una vez repite que lo que ve le recuerda “a un paisaje del Far West americano”.

            No quiere hacer una guía de viajes, aunque de vez en cuando nos cite lo que dicen las guías, y más que hablarnos de los monumentos o los hitos turísticos, prefiere hablar con la gente, según la norma que uno de sus maestros, y temprano detractor, Camilo José Cela, inaugurara en Viaje a la Alcarria. No son demasiados, ni demasiado interesantes, los interlocutores que encuentra en estos pueblos, vacíos cuando él los cruza (casi siempre durante la hora de comer o de la siesta) o llenos de extranjeros.

            Se quiere pagar con este libro una deuda al padre, al que nunca se le animó a contar sus historias de la guerra; ahora se rememoran parte de esas aventuras con el testimonio de su compañero de entonces y su mejor amigo de siempre. Pero el lector no deja de sentir, quizá equivocadamente, una cierta desgana en el autor, como si fuera un pretexto para seguir con su trabajo de escritor profesional.

            Que no parece pasar por su mejor momento. Cierto que en Teruel una mujer le reconoce y le invita entusiasmada a un café, pero un experto local en los maquis, al que le regala Luna de lobos, ni siquiera se fija en que él es el autor del libro, y no se le escapa una queja: “por la mañana después de escribir mi artículo semanal para un periódico que pronto me invitará a dejar de hacerlo salgo a la calle”.

            Esa desgana se nota en la falta de revisión del texto, donde se utilizan las normas de acentuación que el autor aprendió en la escuela en lugar de las actuales (sobran tildes), y en alguna expresión disonante como cuando, tras indicar que en una acción de guerra “solo se salvaron” su padre y Saturnino, añade: “y algunas docenas más”.

            Algo de western crepuscular tiene este libro, no exento de encanto, en el que el envejecido pistolero (quiero decir, escritor) recorre un país, que poco se parece al de la guerra civil y que ya apenas reconoce, para saldar, tantos años después, una deuda quizá imaginaria.

 

No hay comentarios:

Publicar un comentario