jueves, 18 de septiembre de 2025

La novela de un editor

 

Enrique Murillo
Personaje secundario
Editorial Trama. Madrid, 2025.

Las memorias de un personaje secundario –así se denomina Enrique Murillo, en todo caso un secundario de lujo-- pueden ser bastante más interesantes que las de un personaje principal. Nacido en 1944 –pertenece a la generación de los novísimos, de los Azúa y los Savater--, cumplidos los ochenta años quiere echar la vista atrás y, desde la última vuelta del camino, sin nada que perder ni que ganar, contarnos, no solo “la oscura trastienda de la edición”, como indica el subtítulo, sino también su vida, no siempre fácil, y darnos algunas lecciones sobre el arte de narrar –tan desconocido en España, en su opinión-- y el arte de editar.

            El sustantivo “editor” resulta ambiguo en español: se refiere tanto al empresario que se dedica al negocio editorial como a quien se encarga de convertir el original del autor en un texto que pueda ir a la imprenta o a quien busca y selecciona las obras a editar. Para que el manuscrito del autor llegue convertido en libro a manos del lector muchos profesionales han de intervenir y no todos figuran en los títulos de crédito.

            Enrique Murillo comenzó colaborando con Carlos Barral, siguió luego con Jorge Herralde, trabajó más tarde como periodista cultural y fue uno de los creadores de Babelia (no le gustó el nombre: él hubiera preferido simplemente Babel), trató de sanear Plaza &Janés buscando –y a veces consiguiendo-- best sellers, pasó cinco años en Planeta y uno en Alfaguara, creó su propia editorial, Libros del Lince, y acabó vendiéndola, malvendiéndola, a la polémica Malpaso. Una variada trayectoria, con mucho que contar.

            Todo lo que sospechábamos sobre los chanchullos de los grandes premios literarios, y más, queda aquí confirmado. El jurado, no solo del Planeta, también del Herralde, o de cualquier otro galardón comercial, suele hacer el papel de convidado de piedra, aunque esté formado por muy ilustres nombres. En algunas de esas maniobras, intervino muy activamente el propio Enrique Murillo, quien no tiene inconveniente en contarnos cómo decidió darle el primer premio Plaza & Janés a Andrés Trapiello, su compañero del suplemento cultural de El País, antes de seguir leyendo la novela, en la que sugirió varios cambios que el autor no tuvo inconveniente en incorporar. También nos cuenta cómo encargó un año el Planeta a un autor que vendía mucho, pero que no tenía nueva novela, y los esfuerzos que tuvieron que hacer entre los dos para tener un original a tiempo. O los levantamientos que tenía que hacerle a la verborreica prosa de Terenci Moix en sus exitosos y olvidados novelones.

            Enrique Murillo, si hemos de hacer caso a sus palabras, siempre que le ha sido posible ha accionado como “editor de mesa” –para decirlos con palabras de Juan Cruz--, como un estrecho colaborador del autor a la hora de darle forma final a su obra y solucionar problemas de estructura.

            Exigente con los demás, quizás ha sido demasiado complaciente consigo mismo. En estas memorias, sobran páginas, demasiadas páginas, quizás porque suma dos obras de interés desigual: unas memorias propiamente dichas, con algún ajuste de cuentas, nunca demasiado cruel (la experiencia y la edad le inclinan a la benevolencia), y una serie de lecciones magistrales sobre “la transformación de la lectura y la edición en España”, como se titula uno de los capítulos, y de denuncias sobre el maltrato que los editores dedican a los traductores (Enrique Murillo ha complementado su trabajo). de editor con una importante labor como traductor).

            Las quejas gremiales sobre lo poco precisos que eran antes los contratos de antes de no sé qué ley y lo mucho que se incumplen hoy en día, aunque estén bien fundados y resulten meritorias, aburrirán a los lectores ajenos al oficio.

            Lo que les interesa son, por citar un ejemplo, las maniobras de un autor de éxito como Arturo Pérez Reverte (no contento con el botafumeiro que le aplican en Vocento, el grupo periodístico en el que colabora semanalmente) para conseguir que en El País dejen de “ningunearle”.

            Mil y una anécdotas curiosas, y no siempre ejemplares, nos cuenta Enrique Murillo. Los intelectuales que denuncian, un día sí y otro también, las corruptelas del mundo político, no dan precisamente ejemplo de puertas adentro. Los negocios son los negocios y ahí no hay más ley que la del más listo y el más fuerte.

            Pero conviene no fiarse demasiado de lo que nos cuenta el autor, que a veces parece un narrador no confiable, como los que le gusta utilizar en sus narraciones (Enrique Murillo es también un narrador encomiable). Baste un ejemplo. Cierto día recibe la llamada de Pilar Urbano, que estaba preparando, por encargo de Murillo, un libro sobre la reina: "¡Tengo una exclusiva, Enrique! Voy a contar la verdad sobre doña Sofía y su marido. Me ha dicho alguien del personal de la Casa Real que una vez apareció sin estar anunciada doña Sofía y, delante de todos los que estaban allí, Sabino, alguna asistente que limpiaba el polvo de los muebles, el mayordomo... dijo en voz alta y clara y desgarrada: Me podéis decir ¿De dónde las saca? ¿Se las ponéis vosotros o las busca él?”

            Cualquier editor, el propio Enrique Murillo en otros tiempos, tacharía esto y le diría al autor: "¿Pero desde cuándo la reina tiene que anunciarse para desplazarse por su casa? ¿Y qué hacía Sabino en una sala mientras una asistente limpiaba el polvo de los muebles? ¿Darle conversación? ¿Y ese mayordomo, como de novela inglesa, estaba con ellos de tertulia? ¿Y puede imaginarse a alguien acusando a gritos a los tres de “ponerle” amantes al rey? Ni siquiera hace falta mencionar que ese aspecto de la vida privada del rey era conocido de los periodistas, pero ningún periódico les permitía hablar de ello Y menos cuando la fuente fuera un anónimo empleado de la Casa Real. 

            Nadie es perfecto, como recuerda alguna vez el autor, que no tiene inconveniente en referirnos sus meteduras de pata: no fue capaz de ver el interés de La sombra del viento, de Carlos Ruiz Zafón, ni de reconocer el talento de Irene Vallejo. Pero son más los aciertos, qué duda cabe.

           

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