Mariana Enríquez
Archipiélago
Comercial. Buenos Aires-Madrid, 2015.
“Creo que el gusto literario no se elige”, escribe Mariana Enríquez. Y en Archipiélago
nos traza una apasionada y peculiar autobiografía lectora. Menciona muchas obras, exactamente 389, según el índice que aparece al final. Sorprende un poco que solo cinco sean de autor español: el Quijote, Marianela de Galdós,
el Romancero gitano (un entusiasmo juvenil), Literatura y fantasma de Marías y Héroes de Ray Loriga, que es de la que se habla con más entusiasmo. Ciertas editoriales españolas, como Anagrama, fueron en cambio fundamentales en su formación.
El gusto literario de Mariana Enríquez no es demasiado convencional. La literatura de género le ha interesado más que los grandes nombres de la tradición: prefiere Stephen King a Marcel Proust. Y tampoco es convencional su acercamiento a la literatura: “Llegué a Keats por los Rolling Stones”, escribe. Y no fue un caso único: "No estudié Letras, nunca fui a un taller literario y no conocí a escritores hasta que yo misma publiqué una novela. Mis conexiones, mis viajes entre islas literarias se dieron por medios menos convencionales. Llegué a libros por el rock y el cine, ya veces por comunicaciones entre ambos y la literatura".
Archipiélago lleva el subtítulo de “Una formación literaria en veintinueve islas”, debido a que sus intereses de lectora los clasifica en “islas” que dan nombre a los capítulos más extensos: “La isla de las momias”, “La isla del laberinto”, “La isla tenebrosa”. Entre ellos, se intercalan otros más breves (“Los barcos”, “Los botes”, “Los remos”) que hablan de sus sucesivas bibliotecas, sus fuentes de información, sus hábitos de lectura, sus manías personales. “La espuma”, de solo tres líneas, dice así: “Nunca salgo de la casa –o de donde esté-- sin un libro o varios, desde que soy adolescente. A veces incluso llevo uno conmigo cuando voy a hacer compras”.
Cada lector es un mundo, y el mundo de Mariana Enríquez, que escribe con desarmante sinceridad y sin excesivas preocupaciones de estilo, no es el habitual entre los escritores, aunque no podamos calificarla de minoritario. Es un fan del gore , de los asesinos en serie, de las vísceras desparramadas, de la “sexualidad sádica”, de los monstruos y los vampiros, de la progresiva degradación que provocan ciertas enfermedades incurables. Como temas literarios, por supuesto.
Ella misma es consciente de lo que pueden sorprender esas peculiaridades: "Yo nunca me lo pregunto, pero a veces suelen interrogarme sobre por qué lo cruel me atrae tanto, y si no me impacta negativamente, si no me impresiona, escandaliza, perturba. Tengo que reconocer que me excita, me entusiasma, me deslumbra". “Como recurso”, añade para evitar malentendidos.
Varios de los capítulos de este
libro, a los lectores de distinta sensibilidad, les servirán como una guía
literaria a la inversa: destacan libros y autores a los que procurará no
acercarse, aunque a Mariana Enríquez le entusiasmen hasta el delirio: “Cooper
me abrió la puerta de la abyección. Quise más. Quise a esos escritores
insoportables, los que no deberían ser publicados, los que van demasiado lejos.
Y encontré muchos. A algunos libros abyectos llegué por casualidad”.
Últimamente
encuentra la abyección en “escritoras mujeres latinoamericanas” (¿habrá
escritoras hombres?, se nos ocurre preguntar). E incluso se refiere a Nefando,
de Mónica Ojeda, “la novela que muchos escritores gustosos de lo abisal
como yo no pudieron soportar”. No la pudo soportar, pero no nos ahorra alguna
cita especialmente repulsiva.
Sus recuerdos de juventud concuerdan
a veces con sus preferencias lectoras: “En un recital en contra de la violencia
policial en homenaje a Bulacio, en 1996., vi cómo, en una pelea entre punks y
skinheads, mataron a patadas a un supuesto militante neonazi”. Aclara que no lo
vio por morbosa: “en las corridas quedé cerca y pasó en mi cara”.
Hay islas más amables, por supuesto,
como las que tratan de Borges o Cortázar (también de Manuel Mujica Láinez, el
preciosista autor de Bomarzo) o de los relatos de fantasmas.
Predominan los narradores, pero no
escasean los poetas. “La isla de Charleville” está dedicada íntegramente a
Rimbaud. Patti Smith sería una de las razones por las que se acercó al autor de
Una temporada en el infierno “y otros punsks neoyorquinos como Richard
Hell, Verlaine o David Wojnarowicz, que hizo toda una serie de fotos con una
careta de Rimbaud, jóvenes en el subte y en habitaciones abandonadas
inyectándose heroína, meando contra la pared”. (Nos quedamos con la duda de
saber si hubo un punk neoyorquino que se llamara Verlaine, como el amigo de
Rimbaud).
Aunque
Mariana Enríquez cita muchos versos (nunca un poema completo), parece que lo
que le interesa de los poetas tanto o más que la obra es la vida turbulenta,
marginal y a ser posible con graves desarreglos mentales.
Al
comienzo de la “La isla de los inolvidables”, escribe: “sin recurrir a los
libros, miro la pared y trato de recordar lo que no puedo olvidar de los
escritores mayores, para testear su prevalencia en mi memoria y su podio real”.
De siete narradores –Joyce, Dickens, Nabokov, pero también nombres menos
convencionales como Chinua Achebe--, recuerda el título de una obra. De la
única poeta, Alejandra Pizarnik, lo que no puede olvidar son sus obras
completas (ya tiene mérito) y lo que escribe a continuación son una serie de
frases (“Un ahorcado que abre los ojos y entra por la ventana. Ojos azules. Qué
haré con el miedo. Con esta boca en este mundo. Vestida de cenizas”, etc.),
entre las que incluye, por ejemplo, el título de un poema de Olga Orozco: “Con
esta boca en este mundo”.
Una
de las más impactantes narradoras de ahora mismo, nos habla de lo que los
libros han supuesto en su vida. Y lo hace con verdad y sin incurrir en los
tópicos habituales. La literatura no es solo lo que piensan los profesores y
los estudiosos de la literatura.
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