José Luis de Vilallonga
El Rey. Conversaciones con Juan Carlos I de España
Traducción de Manuel de Lope
La Esfera de los Libros. Madrid, 2025.
La literatura, el arte en general, sirva para desvelar los enigmas de la mente humana, misterios del mundo y para todo lo contrario, enmascararlo. El arte colina con la ciencia, con la religión y con la publicidad. Sirve para revelarse contra las ideologías del “poder” –esa manida palabra-- dominante y para imponer sus trampantojos. Y en cualquiera de los dos casos, aunque nos cueste creerlo, puede ser gran arte.
Se reedita ahora, para aprovechar el impacto comercial de las nuevas memorias del rey Juan Carlos, editadas primero en francés y luego en español, las que les precedieron hace más de tres décadas, allá por 1992, el año triunfal de la nueva democracia española.
El título, El Rey. Conversaciones con Juan Carlos I de España, resulta engañoso. No se trata de un libro de entrevistas con el entonces jefe del Estado español, sino de una novela de no ficción, aunque con mucha ficción, en la que resulta mitificado protagonista. El autor, y también personaje principal, es José Luis de Vilallonga, un controvertido figurón, pero un notable cronista y memorialista, tanto en francés como en español.
Se nos cuenta la reciente historia de España como un cuento en el que hay un héroe, Juan Carlos de Borbón, que se sacrificó muchas veces por su país, pero dos principalmente: una en 1948, cuando, niño de diez años, dejó atrás a su familia para educarse cos espartana sobriedad junto al general Franco, y otra en 1981, cuando se enfrentó a los militares y salvó al país de volver a otra dictadura oa otra guerra civil.
El héroe, como en los cuentos de hadas que estudió Vladimir Propp, tuvo dos semihéroes a su lado: Felipe González y Santiago Carrillo.
Es un héroe triste, con un pasado doloroso (se calla un terrible incidente fraternal) y con una mirada seductora de profunda melancolía: “Es quizás esa melancolía que es incapaz de disimular lo que le da un encanto tan cautivador y hace que, incluso si no es monárquico de la institución, uno no puede evitar ser monárquico de ese rey”. Fue educado “a las duras”, la única manera “de hacer hombres responsables capaces de soportar algún día el peso del Estado”.
Ser un “hombre providencial”, el hombre providencial de la historia de España, no le evita ser entrañablemente familiar: pasa todo el tiempo que puede, todo el que le dejan libre sus deberes oficiales, con su mujer y sus hijos. A veces, charlando con Vilallonga, recibe una llamada: “Es Sofia, que me avisa de la hora de la cena”.
Con
Sofía, su mujer, una gran profesional, acostumbran a frecuentar de incógnito
restaurantes que a los dos les gustan especialmente. Pero todo eso, cenar en la
ciudad con la reina como un feliz matrimonio más, tomar con los amigos algo en
un bar y no aceptar que le invitan, “nunca da la impresión de ser hecho para
asombrar a la gente”, se admira Vilallonga. Y el rey, mirándole a los ojos,
como hace siempre con su interlocutor, murmura: “¿Sabes por qué? Porque todo lo
que hago me sale de dentro”.
Es difícil no admirar al
protagonista de esta novela. Durante la noche aciaga del 23F, le bastó escuchar
unas palabras de Alfonso Armada para darse cuenta de que estaba compinchado con
los golpistas. Las cosas sucedieron así, si no en la realidad en esta otra
realidad que crea la novela de no ficción (donde, por cierto, en la página 229,
aparece ya la idea germinal de Anatomía de un instante, el aplaudido
libro de Cercas). En cuanto se enteró de lo que pasaba en las Cortes,
cogió el teléfono y llamó al jefe del Estado Mayor de Tierra: “Precisamente
estamos informándonos, señor. Pero si vuestra majestad quiere hablar con el
general Armada, está aquí, a mi lado”. “Alfonso, ¿qué es toda esa historia?”.
“Armada respondió tranquilamente: Recojo unos papeles en mi despacho y subo a
la Zarzuela a informaros personalmente, señor”.
Todo
parecía completamente normal, “pero, de pronto, el rey tuvo la evidencia de un
peligro relacionado con la presencia de Alfonso Armada en la Zarzuela”. Luego
todo el mérito se le quiso atribuir a Sabino Fernández Campos, con su famoso “ni
está ni se le espera”.
La intuición política de este hombre
providencial no es solo intuición, se debe también a su gran cultura. En el
prólogo, con sorpresa, de Nicolás Dadeshkeliani, que fue quien transcribió las
conversaciones con don Juan Carlos que sirvieron para armar la novela , le
pregunta a Vilallonga: “¿Es culto el rey?”
Y
a este no se le ocurre otra respuesta que compararle con “el emperador Adriano,
nacido en Itálica en el 76, impulsado por la firma determinación de ser útil”.
No extraña por ello que sus discursos los redacte él personalmente. “No hay en
España un speech writer como en los Estados Unidos o como en Inglaterra”,
afirma. Acertar es una cuestión de lógica y de buen sentido, añade: “Pero no
creas, a menudo me paso una hora antes de redactar una frase tal como yo la
quiero. Es muy difícil escribir bien, José Luis”.
José
Luis de Vilallonga sabe de sobra lo difícil y lo importante que es escribir
bien. Y él lo hace como nadie, a no ser otro brillante cronista de la
transición, Manuel Vicent, quien en sus Retratos de la transición y en
sus Daguerrotipos nos dejó obras magistrales retratos hagiográficos de
dos Juan Carlos. Tan magistrales que casi todos se creyeron que era realidad la
inverosímil ficción. Milagros de la literatura. Leemos hoy El Rey y no
hay página a la que no se le haya caído el maquillaje, en la que no tropecemos
con una falsedad.
Y
ahora el regado inesperado del prologuista, en el que no sé si repararán muchos
lectores. En el verano de 2012, Plácido Arango, “impulsor de los Premios
Príncipe y Princesa de Asturias”, le confirmó lo que muchos la sabían: “que
tras la proclamación del rey Juan Carlos I, los entonces líderes políticos de
los distintos partidos se pusieron de acuerdo para que el monarca pudiera
constituir un capital privado propio de la Casa Real con las comisiones de
contratos externos que aportaría a España”. La razón es que así la Corona
podría mantenerse ajena a cualquier conflicto, político o no. Pensaron en un
fondo privado “para día y noche poder, por ejemplo, proteger la intimidad de su
vida familiar sin poder depender del Estado en gastos extraordinarios”. Continúa
supuestamente el bueno de Arango: “Sé, contrariamente a los rumores y bulos,
que su patrimonio se construyó con profesionales de la de la gestión de calibra
internacional que supieron hacerlo crecer de forma completamente legal…”
En
fin, que con amigos así, que afirman --lo que por otra parte es de dominio
público--, que se trata de un comisionista con importante fortuna escondida en
el extranjero, de un Ábalos (que en el gusto por las mujeres parecía un Borbón)
con mejores apoyos y menos UCO,
el protagonista de la sugerente novela El Rey en la vida real no
necesita enemigos.

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