Cuando editar era
una fiesta. Correspondencia privada
Jaime Salinas
Edición de Enric Bou
Tusquets. Barcelona,
2020
Se habla mucho últimamente de “gobierno Frankenstein”.
Eliminada la intención peyorativa, podríamos decir que Cuando editar era una
fiesta es un “libro Frankenstein”, una obra elaborada con textos de diversa
autoría y de muy distinta intención y extensión. Jaime Salinas es menos el
autor del volumen que el protagonista, aunque a él se deban la mayor parte de
los textos que se incluyen. El autor, o al menos el coautor principales Enric
Bou, que ha llevado a cabo una labor tan admirable como discutible.
El subtítulo,
“correspondencia privada”, llama a engaño. No se trata de la edición de un
epistolario, sino, como se indica en el prólogo, “de un trabajo de patchwork,
de construcción y ordenación” de los recuerdos de Jaime Salinas “a partir
de las cartas que durante más de cuarenta años escribió a Bergsson, el
compañero de una vida”, a las que se añaden “noticias de prensa, fragmentos de
entrevistas, informaciones provenientes de ensayos, libros de memorias, tesis
doctorales, catálogos editoriales, etc”.
Jaime
Salinas, hijo de Pedro Salinas (y el dato no es meramente anecdótico),
participó en las principales actividades editoriales de su tiempo y casi
siempre en cargos directivos. Sin él, ni Seix Barral, ni Alianza Editorial, ni
Alfaguara, ni la nueva Aguilar habrían sido lo que fueron. Sobre esas
actividades ofrece una muy completa información este libro de Enric Bou, así
como del paso de la Salinas por la Dirección General del Libro y Bibliotecas
durante el primer gobierno de Felipe González.
Pero Jaime
Salinas, que siempre tuvo una relación de amor-odio con la literatura (la misma
que mantuvo con su padre), ocupa también un lugar destacado en el campo de la
autobiografía, aunque solo publicada un libro, Travesías, en el que da
cuenta de sus primeros treinta años. La continuación a ese volumen no es,
aunque pretenda serlo, Cuando editar era una fiesta, el patchwork tan
minuciosamente elaborado por Enric Bou, sino su correspondencia con el escritor
islandés Gudbergur Bergsson, que fue su amante intermitente y siempre su
confidente y paño de lágrimas.
Esas cartas
–escritas semanalmente a lo largo de años-- constituyen una especie de diario
en el que Salinas fue dejando constancia de su vida personal y profesional,
libre de las ataduras a las que le sometía el medio en que se movía –los años
finales de la dictadura, los de la ilusionada e incipiente democracia-- y
también su tradicional buena educación.
Cierto que
lo más interesante de Cuando editar era una fiesta está en la
correspondencia con Bergsson, pero Enric Bou la ha cortado, barajado
cronológicamente (en la sección segunda, correspondiente a los años 1965-1976.
Incluye por ejemplo cartas de 1980 y 1981), entremezclado con textos ajenos, o
entrevistas del propio Salinas, de muy diversa intención.
“No he censurado
nada –dice--, sino que me he limitado a mantener el foco en el aspecto público
sin suprimir la atención a lo privado, íntimo, aunque este segundo aspecto está
mucho menos presente”.
Está menos
presente, pero es lo que añade morbo a este “libro Frankenstein”. Ciertas
inclusiones resultan inexplicables, como las dos cartas, de 1974, que se incluyen del destinatario de la
correspondencia: “Una vez te pedí aliviar mi dolor, la última vez en Madrid,
pero, en absoluta coherencia con un ser como tú, te negaste a hacerlo: te
sentías el más fuerte y contento. A continuación de eso me echaste del país. Me
llevaste a la oficina de Iberia y arreglaste, de acuerdo conmigo, los billetes
de salida. Ya sabía que todo entre nosotros había terminado para siempre y tú
lo sabías, tal vez momentáneamente, también”.
Nada tienen
que ver esas cartas, ni tantas otras, con la actividad editorial de Salinas,
supuesto objeto del volumen.
La
correspondencia con Bergsson, que pronto parece ser solo un pretexto para que
Salinas hable consigo mismo, constituye la segunda aportación de Jaime Salinas
a la literatura española. Deberían editarse independientemente, sin intrusismos
ni tropezones, como se editaron las de Pedro Salinas con tantos interlocutores
(en algún caso, recordemos la correspondencia con Guillén están entre lo más
perdurable de su obra en prosa).
“¡Ese
hombre conseguirá joderme hasta desde su tumba!”, llegará a escribir Jaime
Salinas, a propósito de su padre, en 1964. Siempre se sintió un hijo
malquerido, postergado ante Juan Marichal, su cuñado y el hijo que el poeta
habría querido tener.
Un
personaje complejo Jaime Salinas, del que esta amañada autobiografía no nos
ahorra exabruptos. Hablando de su esfuerzos para modernizar las bibliotecas
españolas y de las resistencias que encuentra, escribe: “Lo de las bibliotecas
es un hueso duro; las arpías de las bibliotecarias son las primeras en poner
obstáculos ya que temen perder su parcela de poder. No me va a tocar más
remedio que enfrentarme con ellas, y como todas son unas solteronas amargadas,
con los coños entaponados con cemento, lesbianas frustradas, marimandonas y
atravesadas, versiones de la Mona, pero sin su inteligencia, son capaces de
quemarle a uno en la hoguera. Pero, en fin, habrá que arriesgarse. No me importaría
pasar a la historia descuartizado por esas brujas”.
En algún
caso, Bou le permite al aludido defenderse. Es lo que hace con Luis Suñén,
calificado de vago y de traidor a la amistad, que, a petición del editor, nos
da su versión de la historia.
El
entrecruzamiento entre lo público y lo privado muestra también otros aspectos.
En 1981 se presenta en Oviedo, y por todo lo alto, una nueva colección de
Alfaguara: llegan a la ciudad los autores y una cohorte de periodistas, con
todos los gastos pagados (alcohol sin limites incluidos), pero no por la
editorial. “¡La Caja de Ahorros de Asturias lo paga todo!”, exclama Salinas en
una de las cartas a Bergsson. Más adelante añadirá que lo consiguió sin ninguna
dificultad gracias a Juan Cueto, “el Castellet asturiano”.
Hay frases,
no sabemos hasta que punto en broma, especialmente chocantes. En 1991, tiene
que entrevistarse con “una tal Silka Bergman” que está escribiendo una tesis
sobre Günter Grass en España. “No sé si contarle –le dice a Bergsson-- que violó
a casi todo el personal femenino de Alfaguara”. Esas cosas entonces hacían
gracia.
De vez en
cuando, sorprende algún chisme ajeno –los problemas matrimoniales entre Benet y
Andreu a propósito de Calasso--, que quizá Bou podría habernos evitado, aunque pocos
lamenten que no lo haya hecho.
Atendo
observador, las cartas de Jaime Salinas están llenas de curiosos detalles de
buen observador. Comentando una exposición sobre Borges en la Biblioteca
Nacional, escribe: “Estaba la viuda, la viudísima María Kodama, totalmente
transformada. Esa mujer, que yo había conocido como una silenciosa sombra de
Borges, vestida con abstinencia monjil, se ha convertido en una elegante dama,
sutilmente coqueta”.
La
“correspondencia privada” de Jaime Salinas, sus cartas a Gudbergur Bergsson,
merecen una edición exenta, constituyen la segunda aportación de Jaime Salinas
a la literatura autobiográfica y no parece que su interés vaya a ser menor que
el de la magistral Travesías.
Hala, ya hay uno. Yo creo que Juan Cueto, que era buena persona, murió entre remordimientos de conciencia.
ResponderEliminarEl epíteto Frankenstein, lo puso Alfredo Perez Rubalcaba, socialista de toda la vida y no buen político, aunque ahora que todo es revisionismo, se olvide alguna cosas de determinadas personas. Salud
ResponderEliminar