viernes, 28 de marzo de 2014

El caso Pasternak o nada es lo que parece


La novela blanqueada
Iván Tosltói
Galaxia Gutenberg / Círculo de Lectores. Barcelona, 2014

La guerra fría se manifestó también, y muy especialmente, en el campo de la cultura. Uno de los más sonados incidentes tuvo lugar en 1957 con la publicación de la novela El doctor Zhivago y la posterior concesión a su autor, Boris Pasternak, del premio Nobel.
            La historia que hasta ahora nos habían contado sobre ese episodio era solo parcialmente verdadera, dejaba fuera algunos detalles fundamentales. Iván Tolstói, descendiente del novelista, dedica las cuatrocientas páginas de La novela blanqueada a indagar con minuciosidad que a veces parece exagerada todo lo ocurrido en aquellos días y a reconstruir la biografía de cuantos intervinieron en ella, traductores, editores, periodistas, varios de ellos a la vez espías o agentes dobles.
            Boris Pasternak se nos muestra con una luz distinta. Ya no es solo el representante de la gran cultura anterior a la Revolución, que vive en su dacha de las afueras de Moscú desentendido de los asuntos políticos y es milagrosamente respetado por las autoridades soviéticas incluso en la época peor de las purgas stanilistas.
            Sabíamos que, en la publicación de El doctor Zhivago, tuvo mucho que ver el empeño de su editor, el comunista Giangiacomo Feltrinelli, que resistió todas las presiones de su partido y de la KGB, pero ignorábamos la decisiva intervención que tuvo la CIA en la aparición de la versión rusa de la novela y en la concesión del premio Nobel.
            La realidad no puede describirse en blanco y negro. Durante la guerra fría abundaron los episodios de guerra sucia, por parte de unos y de otros. Boris Pasternak, poeta simbolista en sus comienzos, simpatizó luego con la Revolución y a su justificación ideológica dedicó dos de sus obras, El año 1905 y El teniente Schmidt, pero su contribución más valiosa –y Stalin lo supo ver muy bien–  no tenía que ver con la propaganda del régimen, sino lo que suponía que un poeta como él pudiera desarrollar libremente su labor en la Unión Soviética.
            Fue en parte su ambigua relación con el régimen, y la conciencia de ser un privilegiado, lo que le llevó a escribir El doctor Zhivago, autobiografía idealizada y análisis de las últimas décadas de la historia rusa. Diez años dedicó a la novela. Cuando la terminó, en 1955, era la época del deshielo (el nombre del período venía dado por una novela de Ilya Ehrenburg aparecida en 1954). Tras la muerte de Stalin y la denuncia de sus crímenes, parecía posible en la Unión Soviética un socialismo con rostro humano. El contacto con el exterior se había reanudado. Los extranjeros llegaban con frecuencia a Moscú, y una visita obligada para los turistas culturales era Peredielkino, a veinte kilómetros de la capital, donde estaban las casas de campo de los escritores, y entre ellas la de Pasternak, quien se había convertido en una especie de patriarca de las letras rusas y recibía a todos como un gran señor a la antigua usanza. A varios de esos visitantes les habló de la novela, cuya edición se retrasaba en Rusia, y les mostró el original. Era tal su impaciencia por verla publicada, que a más de uno le entregó una copia para que gestionara su publicación. La que causó el escándalo la recibió Sergio D’Angelo, un periodista italiano que era miembro del Partido Comunista, y quien le acompañó ese día a casa del escritor fue un compañero suyo en Radio Internacional de Moscú, un tal Vladlén Vladímorov, colaborador del KGB.
            Todo lo que vino a continuación fue un incomprensible enredo en el que los servicios de inteligencia soviéticos jugaron muy mal sus cartas. Creyeron poder controlar a Feltrinelli, miembro destacado del partido comunista italiano, pero este se mostró más como un avispado editor que como un fiel militante (luego se radicalizaría y pasaría a la lucha armada: murió en 1972 mientras trataba de colocar una bomba).
            Las intrigas de unos y de otros acabaron convirtiendo la novela, al margen de su valor literario, en una máquina de hacer dinero. Una vez aparecida la versión italiana de la novela, a Feltrinelli no le interesaba que apareciera la versión rusa, ya que de ese modo él controlaba los derechos de traducción a todas las otras lenguas.
            Los intentos de la Unión Soviética de mejorar su imagen tras la muerte de Stalin se venían abajo con la publicación en el extranjero de una gran novela prohibida en su país. De inmediato se habló de darle el premio Nobel a Pastenak para culminar la operación propagandística. Pero había un problema. No se podía otorgar a un autor cuya obra principal estaba inédita en la lengua en que había sido escrita. Y Feltrinelli, cuyos ingresos económicos se verían muy mermados, se oponía a ello. Y aquí fue donde intervino la CIA.
            Cómo se había hecho la agencia americana con el original de la novela es asunto aún no aclarado. Iván Tolstói lo cuenta de novelera manera, aunque no hay constancia de que las cosas ocurrieran precisamente así. En 1956, un avión aterrizó inesperadamente en Malta, al parecer por razones técnicas, y mientras los viajeros esperaban en una sala, se registró el equipaje hasta encontrar un grueso manuscrito; luego lo llevaron “a una sala aislada y, bajo la luz de una lámparas especialmente preparadas, fotografiaron en secreto sus seiscientas páginas” para devolverlo posteriormente al avión.
            La edición rusa apareció en una editorial holandesa relacionada con Roman Jakobson, el célebre autor del formalismo ruso, en muy buenas relaciones tanto con el KGB como con la CIA, y se distribuyó en el pabellón del Vaticano, que estaba enfrente del soviético, a los visitantes rusos de la exposición de Bruselas de 1958. El premio Nobel pudo concederse sin problemas, y la gozosa aceptación primera por parte de Pasternak y su rechazo posterior, a instancia de las autoridades rusas, resulta bien conocido. Menos conocido resulta el doble papel que jugó el escritor ni el tráfico de divisas, a cuenta de los derechos de autor, en que participó muy activamente junto con su segunda mujer, Ivínskaya, condenada posteriormente a ocho años de cárcel por tales actividades.
            Hace medio siglo, cuando ocurrieron estos hechos, el mundo era otro. Mucho de lo que se cuenta en La novela blanqueada hoy nos resulta incomprensible. Pero esta a ratos tediosamente detallista investigación nos demuestra, una vez más, que la paranoica creencia de aquellos años a ver a la CÍA detrás de los congresos, revistas y encuentros organizados por los intelectuales liberales era rigurosamente cierta. Durante décadas, la CIA fue el secreto y generoso mecenas de las más importantes actividades culturales en el llamado mundo libre. 

5 comentarios:

  1. Esto de comentar , como que se está acabando , es una pena pero es lo que hay

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  2. Se equivoca el segundo anónimo. No tiene más que repasar las últimas entradas de este mismo blog, o de su matriz "Café Arcadia", y verá cómo algunas son ampliamente comentadas. Lo que suele ocurrir es que se comenta para señalar un disentimiento o una posible corrección; cuando eso no se da, es fácil que haya pocos comentarios.

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  3. Pues nada que no se supiera desde hace décadas.
    Sobre el papel de la CIA como financiadora de muchas organizaciones “apolíticas” y cómo buena parte del aparato cultural de la izquierda europea era poco menos que una dependencia de la KGB es recomendable ensayo de Herbert Lottman, La rivé gauche, publicado en los noventa por Tusquets.

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  4. No se sabían los detalles del caso Pasternak, aunque sí la implicación de la CIA (y de la KGB) en asuntos culturales.

    JLGM

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