domingo, 20 de octubre de 2019

Ángel González, Ricardo Labra y algunas precisiones sobre cómo no estudiar la poesía española contemporánea



Ángel González en la poesía española contemporánea
Ricardo Labra
Luna de Abajo. Oviedo, 2019.

Se repite a menudo que los escritores célebres tras su muerte suelen pasar una temporada en el purgatorio antes de llegar a la gloria literaria o al infierno del olvido. El purgatorio de Ángel González ha sido, está siendo, especialmente doloroso para sus lectores y admiradores. Tras su muerte, en 2008, los medios de comunicación han hablado menos de su poesía que de las agrias desavenencias de su viuda con quienes fueron sus principales estudiosos y sus mejores amigos.
            Ángel González en la poesía española contemporánea, un grueso tomo de más de quinientas páginas, en contraste con esas informaciones, pretende ofrecernos un nuevo y riguroso análisis de su obra poética. El autor tiene a gala –y así lo hace constar reiteradamente a lo largo de estas páginas– ser uno de los principales promotores del volumen Guía para un encuentro con Ángel González, que en 1985 sirvió de pistoletazo de salida para iniciar un “segundo proceso canonizador” del poeta y sus compañeros de generación.
            El origen del libro está en una tesis doctoral, dirigida por Araceli Iravedra, leída, en la Universidad de Oviedo y que obtuvo, como suele ser habitual, la máxima calificación de un tribunal del que formaban parte Luis García Montero y otros destacados especialistas, como María Payeras Grau.
            Se trata de una tesis que es efectivamente una tesis, o varias, que no se limita a hacer un recuento de la bibliografía existente. En cada una de las tres partes de que consta el libro, y que podrían haberse publicado como investigaciones independientes, Ricardo Labra ofrece ideas originales: la existencia de dos procesos canonizadores en la generación del cincuenta, caso único a su entender en la literatura española; la peculiar reescritura que Ángel González hace de sus propios poemas en otros poemas posteriores; la continua presencia de Juan Ramón Jiménez en la obra última del poeta.     Sus minuciosos comentarios de diversos poemas de Ángel González resultan también muy personales y, en ocasiones, arriesgados. No es por ello, como tantos estudios académicos sobre poesía española, un libro inane y consabido, sino plural, polémico y enriquecedor.   
            El benemérito esfuerzo de Ricardo Labra se encuentra, sin embargo, lastrado por ciertas deficiencias terminológicas y conceptuales. Debería explicar más claramente en qué consiste un “proceso canonizador”. De la lectura de sus páginas se deduce que confunde “canonización” –entrar a formar parte del canon o, como yo prefiero decir, de la historia de la literatura– con “promoción”. La generación del cincuenta tuvo dos momentos promocionales: uno en los años cincuenta, cuando sus integrantes se inician en la vida literaria, y lo hacen tratando de llamar la atención, como todos los nuevos escritores. Polemizan con escritores ya consagrados, organizan homenajes, antologías, se presentan a premios y maniobran para conseguirlos.
            Pero el que algunos de ellos logren un lugar en la historia de la literatura y otros no (Jaime Gil de Biedma frente a Jaime Ferrán, por ejemplo) no depende –como parece pensar Ricardo Labra– de que uno aparezca en la fotografía del homenaje a Antonio Machado en Collioure y el otro esté ausente de ella. Tampoco de que el primero lograra entrar en la antología que, según Labra, “canoniza” a los poetas del medio siglo, Veinte años de poesía española (1939-1959), de José María Castellet, porque el segundo también los fue.
            Las páginas dedicadas a esa primera antología de Castellet nos permiten señalar otra de las limitaciones de esta investigación, limitación, por cierto, que no es exclusiva suya, sino de buena parte de los estudios universitarios sobre la poesía española del siglo XX. Los autores en estos trabajos curriculares no dan la impresión de haber leído a los poetas que estudian, sino lo que los críticos o los propios poetas han escrito sobre su poesía; tampoco parecen haber leído las antologías a las que se refieren tan profusamente, sino solo los prólogos a esas antologías.
            Ricardo Labra ha leído y releído la obra de Ángel González, pero resulta dudoso –a juzgar por lo que dice de ellos– que de Eladio Cabañero y de otros poetas de la generación que califica y descalifica haya leído más que sus “poéticas” en alguna antología o sus nombres en algún recuento. Lo que parece seguro es que desconoce, más allá de la extensa introducción del antólogo, Veinte años de poesía española.
            Siempre se refiere al libro como una antología generacional, pero difícilmente puede ser generacional una antología cuyos cuatro primeros seleccionados (y por este orden) son León Felipe, Dionisio Ridruejo, Miguel Hernández y Gerardo Diego. Se trata de una antología de la poesía de posguerra realizada desde el punto de vista de la generación más joven, no de una antología generacional. Por otra parte (y esto es algo que no se señala) los nombres de los poetas del cincuenta seleccionados solo muy parcialmente coinciden con el posterior grupo “canónico”: Carlos Barral, María Beneyto, Ángel Crespo, Jaime Ferrán, Jaime Gil de Biedma, Lorenzo Gomis, Ángel González, José Agustín Goytisolo, Jesús López Pacheco, Claudio Rodríguez, José María Valverde.
            Una fotografía se reitera en las historias de la literatura (la famosa del 27 en el Ateneo de Sevilla, la del homenaje a Machado en 1959) porque quienes aparecen en ella son ya en ese momento, o llegarán a ser posteriormente, autores significativos. Pensar que alguien no alcanza reconocimiento, no llega a ser incluido en el canon, porque no apareció en una fotografía que se hizo cuando él era joven es de una ingenuidad que no resulta menos risible por figurar en estudios muy serios. Lo mismo que pensar que si Isaac del Vando Villar, Adriano del Valle y otros poetas ultraístas no obtuvieron el reconocimiento de Lorca, Guillén o Cernuda es porque Gerardo Diego los dejó fuera de su famosa antología.
            A partir de 1985, cuando comenzaron en Oviedo los homenajes a Ángel González y sus compañeros de generación (en los que tanta parte tuvo Ricardo Labra), no hubo un segundo proceso canonizador, sino promocional: esos poetas, ya con un sitio en la historia de la literatura, llegaron a un público más amplio, eso es todo (y a veces la popularidad les vino no por su poesía sino por motivos tan pintorescos como sus reiteradas anécdotas etílicas).
            En algunos casos, los errores de Ricardo Labra no son compartidos por otros estudiosos de la poesía del siglo XX, sino que son exclusivamente suyos, debidos a su tendencia a refutar los hechos ciertos con hipótesis indemostrables.
            Baste un ejemplo. En 1993. Ángel González publicó una nueva versión de su “Oda a los nuevos bardos”, aparecida inicialmente 1977. El autor afirma explícitamente que es “rigurosamente contemporánea” de la versión anterior, pero Ricardo Labra no le cree, piensa que ha sido escrita años después cuando ya los novísimos estaban “periclitados” y además algunos de sus poetas más destacados “habían comenzado también a reivindicar su obra poética en los años ochenta”. Para desmentir un documento –la carta de Ángel González sobre la fecha en que escribió un poema– hace falta otro documento, no vaguedades interpretativas.
            A la hora de establecer antecedentes, de relacionar un texto con otro, Ricardo Labra no se muestra demasiado riguroso. El largo título que Ángel González coloca a uno de sus libros, Muestra, corregida y aumentada, de algunos procedimientos narrativos y de las actitudes sentimentales que habitualmente comportan, lo relaciona, y “no solo tangencialmente”, con una de las notas que Juan Ramón Jiménez coloca al frente de su Segunda antología poética. En ella indica que ha hecho, respecto de la antología anterior, “modificaciones importantes en cuanto a la ponderación y reparto de la obra; y he quitado y he añadido. ‘Edición disminuida y aumentada’, podría decir”.
            A Ricardo Labra le parece que Ángel González sustituye en ese título “desde el eje paradigmático el adjetivo ‘disminuida’ por el participio pasivo ‘corregida’ para realizar, al mismo tiempo, una directa alusión a Juan Ramón Jiménez, poeta caracterizado por su desaforada propensión a la corrección permanente de sus textos poéticos”.
            Más bien ocurre al revés: es Juan Ramón Jiménez quien ingeniosamente varía la expresión “corregida y aumentada”, frecuenta en las reediciones. Ángel González se limita a utilizar muy adecuadamente esa frase –aunque resulte insólita incluida en el titulo–, ya que se trata de una edición “corregida” (de algunas erratas) y “aumentada” de un libro suyo aparecido un año antes, en 1976.
            A pesar de lo muy discutible que resulta en alguna de sus afirmaciones (yo tengo señaladas bastantes más de las que he comentado), Ángel González en la poesía española contemporánea es un libro necesario, no solo porque nos devuelve la figura del poeta al lugar que nunca debería haber abandonado, sino porque nos obliga a repensar lugares comúnmente aceptados por la crítica, especialmente la crítica académica, que suele gozar de un prestigio no siempre merecido, al menos si nos atenemos a los estudios sobre poesía actual.

11 comentarios:

  1. [Reproduzco aquí la réplica del autor para que los lectores puedan conocer más fácilmente su opinión]

    Soy de los que piensan que las malas críticas fortalecen a los libros, reforzando connotativamente el entramado marco de sus significaciones, del mismo modo que ciertos virus y bacterias suelen reforzar el sistema inmunológico de los organismos vivos. Los libros que no soportan una mala crítica no están dotados para sobrevivir a los duros requerimientos y exigencias del intelecto y del gozo estético. La crítica literaria no solo cumple una función necesaria en su cometido decantador, sino que se muestra imprescindible para diferenciar las voces y reconocer los ecos.



    No seré yo pues quien se sienta molesto, ni mucho menos ofendido por una mala crítica, por intensas y vitriólicas que resulten sus censuras. Ya que cernudianamente considero que cada una de ellas no deja de ser una forma amarga de formular un elogio, de expresar una incontenible admiración por el escritor denostado, pudiendo establecerse una relación de grado entre las acusadas impugnaciones y los sustantivos alcances que el detractor otorga a una determinada obra. Y que por tanto, una desaforada crítica también puede ser en valores negativos, en la mayoría de los casos lo es, una sincera forma de reconocimiento.



    Debido a lo expuesto, si me avengo a acrecentar esta pequeña polémica provinciana, promovida por mi incorregible José Luis García Martín, no es por el fútil impacto de sus andanadas, sino por los efectos colaterales —por no decir paraliterarios— que ha desencadenado su torpe incontinencia al retarme pública y explícitamente en mi muro de Facebook: «Ricardo, ahí está mi texto. Quien pueda que lo lea y lo rebata, si puede», llenando de incertidumbre a personas cercanas que no tienen por qué dilucidar esas engorrosas cuestiones. Y como el que calla otorga, no me queda otra opción que realizar algunas precisiones a su oprobiosa invectiva, si bien antes quiero reconocer a mi oponente su prodigalidad en la utilización de artificios retóricos, así como el esmero con el que me ha dedicado su pirotecnia literaria.








    Comienza García Martín su invectiva con una paralelística antítesis del título de mi libro sobre Ángel González, cumpliendo su humorística ocurrencia la función de una enmienda a la totalidad de mi trabajo investigador: de su metodología y de sus aportaciones. El atronador cañonazo resultaría intimidatorio si su metralla llevase argumentos sustantivos y no meras salvas de rencores reprimidos; ya que el título, que es al mismo tiempo el meollo y la conclusión de la acerba crítica, nunca logra quedar fundamentado en las pueriles divagaciones de mi publicista.



    García Martín practica conmigo una suerte de damnatio memoriae, borrando cualquier rastro personal de mi biografía y de mi reconocida amistad con Ángel González, dejando claro, en las primeras líneas de su diatriba, que no formo parte del selecto grupo que indirectamente nombra; solamente deja entrever mi atribuida participación en el libro de Guía para un encuentro con Ángel González. Cómo recordar entonces algún rasgo de mis andanzas literarias como escritor, como antólogo de la poesía asturiana, como articulista de opinión, como editor… En su reducción al absurdo García Martín viene a presentarme como un doctorando —de 61 años— con ínfulas curriculares (una ocurrencia más bufa que cómica) para no segregar el libro de las procedimentales cuestiones académicas y poder así, «como suele ser habitual», deslucir la calificación dada por el tribunal, de entre «cuyos destacados especialistas» al único que no cita es a Leopoldo Sánchez Torre, precisamente en representación de la Universidad de Oviedo.


    Ricardo Labra

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  2. [Continúa la réplica]

    Dice García Martín, como buen escolástico de cafetería, que mi trabajo se «encuentra lastrado por ciertas deficiencias terminológicas y conceptuales». Pero al revisar la naturaleza de sus impugnaciones no deja de asombrarme que el agudo profesor confunda la promoción con un proceso canonizador, es como el que confunde el anuncio con el desodorante. En el primer proceso canonizador —entiendo las resistencias que pueden producirse ante una nueva terminología— intervienen una serie de factores programáticos, y no así en el segundo proceso canonizador donde estos adquieren una naturaleza contextual y vindicativa por parte de los poetas del 80; o, dicho en román paladino, un proceso canonizador es aquel que engloba las estrategias y tácticas emprendidas por un determinado grupo de poetas en sus desarrollos programáticos y promocionales con el objeto de alcanzar la supremacía estética generacional, en el que también están incluidos otros determinantes factores contextuales y de naturaleza vindicativa. Yo no puedo hacer nada si para García Martín es lo mismo una estrategia que una promoción, una táctica que una promoción, un desarrollo programático que una promoción, etc. (contra los terraplanistas no hay argumento válido).

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  3. [Final de la réplica]

    No obstante, las diferencias conceptuales entre lo programático, lo panorámico y lo promocional, así como su incidencia en los procesos canonizadores creo que han quedado suficientemente clarificados a lo largo de las 138 páginas, 4 capítulos y 24 epígrafes que dedico para explicarlo. En cuanto a las cuestiones que siguen creo que son fruto de una broma o de una diarrea mental: ¿quién se puede imaginar que yo pueda pensar que se puede entrar en la historia de la literatura por una fotografía?, solo García Martín que no se sonroja cuando afirma que la popularidad alcanzada por los poetas del 50 en los años 80 les sobrevino «no por su poesía sino por motivos tan pintorescos como sus reiteradas anécdotas etílicas». En fin, que no hay por dónde cogerlo, a estas bajuras ya puede observarse que nuestro escolástico de cafetería es el único que lee en España, y el único que ha tenido acceso restringido a la antología de Castellet, también el único que entiende su alcance y significado, por otra parte tan estudiado y consabido. En las páginas 109-110 ya comento que es decisión de Jaime Gil de Biedma «apartar a Juan Ramón Jiménez a favor de León Felipe en la antología de Castellet Veinte años de poesía española», lo que sucede es que tanto los poetas del 50 como los promotores de la misma, especialmente Carlos Barral y Jaime Gil de Biedma, siempre la consideraron en el desarrollo estratégico de su «operación realista» desde una perspectiva programática. Tampoco he dicho nunca la simpleza de que determinados poetas ultraístas «no obtuvieran el reconocimiento de Lorca, Guillén o Cernuda» porque Gerardo Diego les dejase fuera de su antología, pero sí que Gerardo Diego trató de obviar su continuidad histórica (lee a Guillermo de Torre).

    Algo semejante sucede con los errores que al parecer no comparto con otros estudiosos de la literatura española. Resulta curiosa, cuando no totalmente pueril, su primera objeción, en la que censura la impresión personal que me produce la variante de «Oda a los nuevos bardos», en la que precisamente me preocupo por dejar muy claro, y en todo momento al lector (consúltense las páginas 336-337), que mi interpretación «contradice lo afirmado por el autor, que en carta autógrafa suscribe la “rigurosa contemporaneidad” de ambos poemas»; creo que la cita es totalmente clarificadora. La última cuestión que mi publicista plantea es de la misma naturaleza, por lo que no puedo obviar la reproducción de otro fragmento correspondiente a la página 393, igualmente iluminador: «la interposición explicativa “corregida y aumentada”, más allá de sus connotaciones paródicas respecto al uso y abuso de esta cláusula en las recensiones académicas, también parece remitir, y no solo tangencialmente, a Juan Ramón Jiménez».

    En fin, todo un desvarío y desatino crítico, las objeciones y la rabieta de un niño de setenta años.

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  4. ¿A primera sangre? ¿Hasta el final? Si hace falta padrinos, aquí estoy yo.

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  5. ¡Al fin un libro interesante!
    KCI

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  6. Comento los argumentos de la larga réplica del autor a mi reseña de su libro, no lo que tiene de humano desahogo:

    1/ El subtítulo de mi reseña, “algunas precisiones sobre cómo no estudiar la poesía española contemporánea”, se refiere a una manera generalizada de trazar la historia de la poesía española contemporánea sin leer los versos de los poetas, sino solo lo que críticos y antólogos han dicho sobre ellos o lo que ellos mismos han declarado en sus poéticas. Ricardo Labra incurre en este error cuando traza la historia de la poesía de posguerra, no cuando se ocupa de la poesía de Ángel González.

    2/ El “proceso canonizador”, tal como yo lo entiendo (y como deduzco de sus palabras), esto es, el proceso que lleva a un escritor o a un grupo de escritores a formar parte de la historia de la literatura no depende ni de sus declaraciones ni de las antologías o fotografías en que aparece, sino de la consideración que su obra creativa adquiere en críticos y lectores. Los poetas de la antología de Gerardo Diego no están entre los grandes poetas del siglo XX por figurar en ella, sino porque que la antología resulta significativa porque tuvo el acierto de incluir a poetas que pronto consiguieron un aprecio crítico generalizado. Y el que un poeta sea más conocido que otro debido a premios o a cualquier otra razón no implica que goce de un mayor reconocimiento crítico, eso es promoción. Las actividades promocionales de los poetas del cincuenta en Oviedo –ese circo del que se burlaba Valente– no influyeron para nada en su prestigio crítico, como influyó poco en la valoración de Ángel González el número monográfico que le dedicó la revista Luna de Abajo, aunque se comprende el orgullo de Ricardo Labra por su participación en ella.

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  7. 3/ No soy yo quien da importancia a las fotografías en la historia de la literatura, sino Ricardo Labra, que llega al extremo de incluir –en un libro titulado Ángel González en la poesía española contemporánea– un casual fotografía en el patio de la Universidad de Oviedo con motivo de su tardío doctorado “honoris causa” y comentarla ampliamente. Ese comentario quizá tuviera interés en una biografía del poeta.

    4/ “La reiteradas anécdotas etílicas” fueron un leit motiv de todas las intervenciones públicas de los poetas del cincuenta durante los encuentros de Oviedo. Si Ricardo Labra tiene alguna duda, que revise las hemerotecas. No hay artículo dedicado a ellos en que no se hable de ellas. Y todavía –revise las intervenciones de los amigos del poeta en la cátedra Ángel González– apenas hay alguno que se resista a contarlas. Incluso hay quien considera esa “vida nocturna” un rasgo generacional. A mí eso siempre me desagradó tal insistencia –son poetas que importan por su poesía– e incluso le dije alguna vez a Ángel González que me parecía inapropiado referirse a determinadas anécdotas biográficas cuando se hablaba en público de literatura.

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  8. 5/ En cuanto a Veinte años de poesía española, la antología de Castellet, si es una antología generacional, lo es en cuanto al punto de vista de una nueva generación con el que está hecha, no en cuanto a la selección de nombres. No es una antología del mismo tipo que la de los novísimos o la de Gerardo Diego. Eso no lo indica Ricardo Labra, como tampoco subraya que muchos poetas del 50 incluidos en ella se quedaron fuera del canon (con lo que queda claro que ser incluido o no en una antología no es determinante).

    6/ Leo a Guillermo de Torre, como me indica (Tan pronto ayer, Renacimiento, Sevilla, 2019, p. 75): “Sensación de que la aventura ultraísta fracasó porque casi todos eran unos ‘atorrantes’. Sin medios, sin carreras, sin posibilidad de formarse una cultura, de hacerse una posición y luego mediante ella arraigar, imponer su literatura”. El ultraísmo fracasó porque sus participantes con más talento –Borges, Guillermo de Torre– lo abandonaron pronto. Quedó como un curioso capítulo de la historia de la literatura muy del gusto de los estudiosos. De nada de ello tiene la culpa la antología de Gerardo Diego.

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  9. 7/ Respecto de la nueva versión de la “Oda a los nuevos bardos” dice Ricardo Labra efectivamente que su interpretación contradice la expresada por el autor, pero a pesar de ello se entretiene en explicárnosla. Un lector puede interpretar un poema de distinta manera que el autor, cierto. Pero no puede decir que esa segunda versión representa una actitud diferente frente a los novísimos, la que el autor sentía en los años ochenta, cuando se escribió en los setenta.

    8/ La interposición “corregida y aumenta” no remite a Juan Ramón Jíménez, como no se puede decir que la Antología consultada de Francisco Ribes se relacione con la de Gerardo Diego porque en el prólogo de la misma figure también el adjetivo “consultada”. Estos excesos interpretativos –basado en similitudes de palabras y en cuestiones peregrinas– no escasean en el libro de Ricardo Labra. También abundan los pasajes superfluos y contradictorios como el que comenta “el pequeño enigma” (pp. 96-97) de que no figure una poética de Vicente Gaos en la antología de Ribes. No hay ningún “pequeño enigma”, la razón de la ausencia está clara, como se deduce del texto de Josefina Escolano que Labra reproduce.

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  10. «Y si existiera Dios, ¿qué me diría? / Y si existiera Dios, ¿qué mediría? / Jugando aún con las palabras Ángel González».

    (Para que con el anonimato, no con los anónimos, se reconcilie usted un poco).

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