Epigramas,
diatribas y reparos
Francisco Castaño
Hiperión. Madrid,
2022.
Los poetas son muy dados —y en esto se parecen al resto de los seres humanos— a
sostenella y no enmendalla. Francisco Castaño —poeta de la generación de Luis
Alberto de Cuenca o Jon Juaristi— ha
llevado su reacción contra la poesía moderna, llamémosla así, más lejos que
ninguno: no solo reacciona contra la informal vanguardia, sino contra el
abandono del corsé de rima consonántica que propició el Juan Ramón Jiménez de Diario
de un poeta recién casado.
Hasta hace poco más de un siglo, la
rima se consideraba algo consustancial con la poesía. Campoamor podía acercarla
más y más a la prosa, al lenguaje de todos los días, pero nunca se atrevió a
prescindir de la rima, siendo capaz por mantenerla de incurrir en cualquier
ripio: “Me dijo, al verme triste, una chilena: / siempre habrá una mujer junto
a una pena”. En Manuel Machado y en los poetas modernistas sigue muy presente,
aunque el repiqueteo de los consonantes —“Yo, poeta decadente, / español del
siglo XX…”— tienda a ser sustituido por las más ligeras asonancias que vienen
de Bécquer y la poesía popular.
Francisco Castaño, en Epigramas,
diatribas y reparos, nos muestra su voluntad de arcaísmo desde la
ortografía: comienza cada verso con mayúscula, como los poetas de otro tiempo y
los más desidiosos poetas de hoy, incapaces de corregir las imposiciones de un
programa de texto, que interpreta cada salto de línea como cambio de párrafo.
¿Una cuestión menor? Es posible, pero la ortotipografía habitual en cada época
puede tener mucho de arbitrariedad sin por eso tener nada de capricho. Su
función es facilitar la lectura y para ello busca volverse invisible. La
mayúscula tras el punto —y solo en ese caso, salvo en los nombres propios—
facilita ver cada frase en su conjunto y de ese modo darle la entonación
adecuada, algo imprescindible para entenderla, incluso en la lectura mental.
Utilizar la mayúscula al comienzo de cada verso viene a ser como querer parecer
más elegante utilizando pajarita en lugar de corbata.
“Tras darle muchas vueltas al magín,
/ aventuro mi víspera del fin” comienza su libro Francisco Castaño. Ese pareado
de rima en aguda ya nos pone en guardia sobre lo que nos vamos a encontrar. El
pareado, por su valor nemotécnico, saltó de la poesía a la publicidad: “A mí
plin, / yo duermo con Pikolín”. No ha sido desterrado por completo —Borges lo
utiliza al final de muchos de sus sonetos—, pero hoy tiene a menudo un cierto
componente paródico y humorístico. “¿Quién dirá los enredos de la rima”, se
quejaba Verlaine. Y Francisco Castaño da buena muestra de ello en muchos de los
poemas de su libro. La décima “Neumática
aplicada” puede servir de ejemplo: “El espíritu, si sopla, / lo hace donde
quiere. / Y puede / que se quede con la copla / según y cómo se quede / tras la
expiración. / Y dónde. / Porque unas veces se esconde / y otras se queda a la
vista. / Pero hace falta un oído/ que de cauce a ese soplido / para que en
verdad exista”. La primera frase y la última nos dicen todo lo que nos quiere
decir el poema: que el espíritu sopla donde quiere, pero que hace falta un oído
“que de cauce a ese soplido”. Todo lo demás, y muy especialmente esa copla puesta
ahí para rimar con sopla, no es más que prescindible relleno. Como relleno es
todo lo que precede a los dos versos finales —“Una cosa es ser justo / y otra
cosa es ser juez”— en “Douceur de l’énigme”.
Entre tantos ejercicios retóricos y
juegos de ingenio —“Siete respuestas prontas ingeniosas” se titula una de las
secciones del libro—, sorprende algún poema como “De la herencia de Abraham”,
ajuste de cuentas familiar, enésima variación sobre la carta al padre de Kafka:
“Sé que sobre él he hablado con dureza / —se diría que soy una excepción, /
quizá otros hijos otros padres tengan / igual que el mío y callan por pudor—. /
¿Quién puede reprocharme que lo hiciera? / Por lo que él sabe, él, desde luego,
no”.
Ajuste de cuentas con el padre;
evocación de los tiempos de la dictadura y de la actividad política de entonces,
cuando “nos equivocamos de aliados, / pero no de enemigos”; machadianos
“proverbios y cantares”, algo machacones a veces —como la serie que comienza “Mala
cosa llevarse mal consigo” y que se completa con “que no remedia ni el mejor
amigo”, “y tener a quien ama de testigo”, “y estar pendiente solo de su
ombligo”— y donde no escasea la moraleja de final de fábula: “Ni la miel en su
dulzor / puede absolver a la abeja / que nos clava su aguijón”.
Contra el versolibrismo, el
surrealismo, el hermetismo y otros ismos escribe Francisco Castaño, empeñado en
demostrarnos que la métrica tradicional —-la de fray Luis y Unamuno— sigue
siendo válida para expresar las inquietudes y desengaños de hoy. Lo consigue a
veces, pero demasiado a menudo nos hace recordar unos versos de Verlaine que él
—buen conocedor y traductor de la poesía francesa— se sabe sin duda de memoria:
“¿Quién dirá los enredos de la rima? / ¿Qué niño sordo o qué negro loco / nos
forjó este adorno que suena / a hueco y falso bajo la lima?”. Pero que también —todo
hay que decirlo— propicia inesperados, inéditos, memorables hallazgos.
Me has encantado Nada sabía de lo que has escrito Un aplauso
ResponderEliminar