jueves, 10 de noviembre de 2022

La crisis del vituperio

 

Abril de 1934. La amnistía de derechas y la crisis del vituperio
Joaquín Olaguíbel
Espuela de Plata. Sevilla, 2022.

Los hechos históricos en la conciencia popular tienden a simplificarse, a convertirse en un cuento de buenos y malos. Y no solo en la conciencia popular. También los historiadores interpretan el pasado, cercano o remoto, de acuerdo con sus preferencias ideológicas. Joaquín Olaguíbel no es historiador, sino jurista, pero su libro Abril de 1934, aunque no utilice, salvo en muy contados casos, fuentes inéditas, nos aclara el período más denostado de la República española, el de los gobiernos de Alejandro Lerroux, y añade multitud de sugerentes matices a un período que tendemos a ver en blanco y negro.

            Joaquín Olaguíbel es sobrino nieto de uno de los más fugaces ministros de entonces, Ramón Álvarez-Valdés, cercano colaborador de Melquiades Álvarez, el político asturiano que fundó el Partido Reformista.

            Una de las promesas electorales con la que las derechas ganaron las elecciones de 1933 fue la promulgación de una ley de amnistía para los militares que participaron en el golpe militar de 1932, especialmente el general Sanjurjo, y para los políticos condenados por su participación en la dictadura, especialmente José Calvo Sotelo.

            Al general Sanjurjo, condenado a muerte, ya le había indultado de esa pena máxima el gobierno de Azaña. Ahora se trataba de reintegrarle al ejército con todos sus grados y honores.

            Fue a Ramón Álvarez Valdés, ministro de Justicia, a quien le tocó redactar y defender en las Cortes ese decreto de amnistía, en el que la izquierda veía una traición a la República y consideraba una burla el que se llevara a las cortes cuando se conmemoraba el tercer aniversario de la proclamación del nuevo régimen.

            El debate discurría por los cauces previstos hasta que el ministro pronunció unas palabras imprudentes que le obligaron a dimitir y que acabarían llevándose por delante el gobierno del que formaba parte. El decreto de amnistía no amparaba al levantamiento anarcosindicalista de diciembre de 1933 e Indalecio Prieto se amparaba en ese hecho para oponerse a que se aplicara a los rebeldes de 1932. Álvarez Valdés señaló una diferencia fundamental entre ambos movimientos: uno, el anarcosindicalista, iba contra el régimen, el otro solo contra el gobierno de Azaña. Y añadió unas frases que podían haber pasado inadvertidas, pero que fueron inteligentemente aprovechadas por la izquierda: “Tracé la divisoria entre lo ocurrido el 10 de agosto y el 10 de diciembre; dos movimientos que rechazo, porque soy enemigo de toda violencia. Como para mí mereció todo vituperio el movimiento insurreccional del 15 de diciembre de 1930. Y la prueba de que no era necesario está en lo ocurrido en los comicios del 12 de abril de 1931. Ese es el camino”.

            Afirmaciones muy sensatas y de las que pocos estarían hoy en desacuerdo. Pero Fermín Galán y García Hernández se habían convertido en personajes míticos, la sublevación de Jaca era uno de los fundamentos heroicos del nuevo régimen. Indalecio Prieto supo aprovechar de inmediato el desliz del neófito ministro: “Ya no hay confusión, señores diputados republicanos: el ministro de Justicia condena el movimiento republicano por el cual nació la República… En la revolución de diciembre tomó parte quien está hoy en las cumbres del Estado… ¡Viva la revolución del 15 de diciembre!...¡Viva Galán y García Hermández1”

            El titular, a cinco columnas, del diario Luz, nada extremista, decía: “El ministro de Justicia condena el movimiento revolucionario contra la monarquía, del que se hizo responsable D. Niceto Alcalá-Zamora”. Y continuaba en letras de cuerpo menor: “Si ese ministro no dimite, es que hemos dimitido todos los republicanos, desde el más alto al más bajo”.

            En el Congreso, uno de los más agresivos contra Álvarez-Valdés fue Miguel Maura. Entre otras cosas, dijo que el comité revolucionario, del que formaba parte, estaba solidarizado con los capitanes Galán y García Hernández y que estos seguían las indicaciones marcadas por el comité. Cosa muy distinta afirma en su libro Así cayó Alfonso XIII: “Lo sucedido en Jaca fue un lamentable error, la locura de un exaltado que redimió su grave culpa dejándose matar en vez de escapar, lo que le valió entrar en la historia por la puerta roja de los mártires, cuando, en realidad, solo censuras merecía por su insubordinación, por su ligereza y por la ausencia total de capacidad en el mando de la acción revolucionaria. Ni política, ni estratégica, ni militarmente tiene la menor justificación la aventura de Fermín Galán”.

            En torno a la llamada crisis del vituperio, Joaquín Olaguíbel va trazando círculos concéntricos que ilustran muchos aspectos de la compleja historia de la segunda República. La peripecia de Ramón Franco, por ejemplo, el aviador que quiso, junto a Blas Infante, independizar Andalucía, o la de Gonzalo Queipo de Llano, que antes de ser el matarife de Sevilla, fue un conspirador republicano. De él nos cuenta Pemán que, en una intervención pública, ya comenzada la guerra civil, tras un discurso de Eugenio d’Ors en que afirmaba que la sub-historia sale a la luz en cuanto la cultura deja de vigilarla, como ocurrió el 14 de abril, en que toda la hez y la canalla ocupó la calle, cerró el acto afirmando que los filósofos generalizan en exceso, que en los camiones exultantes y vociferantes del 14 de abril habían ido toda clase de españoles y de españolas, “en alguno de esos camiones, roncas de gritar y sinceramente convencidas de la gloria de la jornada, iban mis hijas”.

            Joaquín Olaguíbel utiliza todas las fuentes a su alcance, de izquierda y de derecha (incluso cita a Pío Moa), y aunque incurre en alguna ingenuidad (como cuando se refiere a Pérez de Ayala y la quiebra de la empresa familiar), nos ayuda a ver sin anteojeras un tiempo convulso. El protagonista —el pretexto, mejor— del libro murió asesinado en la noche de 22 al 23 de agosto de 1936, junto a su mentor Melquiades Álvarez. De ese asesinato, que estuvo a punto de provocar la dimisión del presidente de la República, nos ofrece precisos pormenores, como de tantos otros asuntos, Abril de 1934, un libro que —afortunadamente— no se ocupa solo del asunto que le da título.

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