jueves, 23 de febrero de 2023

Retratos y autorretrato

      Conversaciones y semblanzas de hispanistas
Juan Manuel Rozas
Edición de José Manuel Rozas
Renacimiento. Sevilla, 2023.

Hay libros que prometen más que lo que dan y otros, pocos, todo lo contrario. Conversaciones y semblanzas de hispanistas, de Juan Manuel Rozas (1936-1986), pertenece al segundo grupo. El título, la poco atractiva cubierta —con la foto del autor—, la edición a cargo de su hijo, José Luis Rozas, el que se trate de una recopilación de artículos publicados e inéditos escritos hace más de cincuenta años, nos hace pensar en un benemérito homenaje, de interés solo para amigos y discípulos.

            Pero el libro es muy otra cosa. Es un obra inacabada, pero concebida unitariamente, a finales de los sesenta, cuando el autor —que se había presentado ya a su primera oposición a cátedra— había dado muestra de que iba a convertirse en uno de nuestros primeros filólogos. Se trata de una obra autobiográfica, pero en la que el autor solo en raras ocasiones ocupa el primer plano. También deja de lado los principales acontecimientos de aquellos “amenes” —que diría Valle-Inclán— del franquismo. Ha leído En torno al casticismo y sabe que la Historia con mayúscula, la que se resume en los manuales, no se entiende sin los pequeños hechos cotidianos que la hacen posible, lo que Unamuno llama la intrahistoria y de la que Rozas se ocupó en uno de sus memorables ensayos Intrahistoria y literatura, de 1980.

            Cuando comienza a escribir estas conversaciones y semblanzas, Rozas tiene en mente libros como Los encuentros, de Vicente Aleixandre, o Imagen primera, de Alberti, pero el no pretende ocuparse de los creadores, como suele ser habitual, sino de los estudiosos, más desatendidos, salvo en los convencionales obituarios de las revistas de su especialidad. Rozas no quiere limitarse a la hagiografía propia de esas ocasiones. Aunque suele tratar de personas que admira, de vez en cuando condesciende a la caricatura, como en el caso de Manuel Criado de Val, y alude con frecuencia, callando lo mucho que podría decir, a los que representaban el poder franquista en la universidad, como Joaquín de Entrambasaguas.

            Algo de comedia humana en miniatura tiene este libro, en el que apenas hay mujeres (signo de la época) y en el que encontramos un claro protagonista, Antonio Rodríguez Moñino, el gran maestro de la bibliografía, y no solo, que tuvo su cátedra, no en la universidad (al menos no en la universidad española), sino en la mesa de un café, el Lion. Rodríguez Moñino, además de un estudioso al que le cabían todos los archivos y todas las bibliotecas en la cabeza, fue un personaje con luces y sombras en su comportamiento durante los días de la guerra civil (Rozas no deja de referirse al asunto de las monedas de oro incautadas en el Museo Arqueológico y luego desaparecidas) y cierta ambigüedad política después. En los capítulos que se le dedican, se hacen muy lúcidas reflexiones sobre la bibliografía (esa cenicienta de los estudios literarios) y la bibliofilia, además de sobre la edición de clásicos, asunto del que también se ocupa al hablar de José Manuel Blecua.

            Juan Manuel Rozas fue un apasionado bibliófilo, un enamorado de los libros, algo menos frecuente de lo que pudiera pensarse en los catedráticos de literatura. En el prólogo —modélico, lo mismo que las minuciosas notas—, su hijo cita un fragmento de su diario inédito, escrito entre los catorce y los veintidós años, en que nos cuenta su visita a una librería de viejo y la emoción con que acaricia sus hallazgos en el autobús de vuelta a casa. No es extraño por ello que de grandes librerías particulares y de libreros de viejo se hable en este libro, aunque no se redactara el capítulo anunciado sobre estos últimos.

            De los enfrentamientos entre estudiosos, de la novela de la erudición, se deja igualmente constancia. Juan Manuel Rozas se inició como investigador en el CSIC, campo ocupado por los vencedores de la guerra civil (Entrambasaguas le dirigió su tesis sobre Villamediana), pero Rodríguez Moñino, gran cazador y alentador de talentos, pronto se fijó en él y le ayudó a pasar al campo contrario.

            Algunos de los capítulos, reelaborados, se publicaron en revistas como Ínsula. Otros eran impublicables entonces, como los que se refieren al miedo insuperable de Dámaso Alonso tras la guerra civil: “Del Dámaso de aquellos años cuentan cosas tremendas, como que pedía protección de rodillas a los políticos”. Recién jubilado, le cuenta su desengaño de la universidad: “empecé con ilusión, pero vi que había unos hilos que se movían por debajo y me fueron arrinconando y cada día mis clases fueron más pobres y de divulgación”. Dámaso Alonso —aclara Rozas—querría haber explicado Literatura, no Filología Románica.

            Escrito a vuela pluma, sin corregir, el tiempo quizá ha sido más benévolo con Conversaciones y semblanzas de hispanistas —el título, no excesivamente afortunado, es suyo— que con los de mayor vuelo literario redactados en los últimos años, cuando se dedicó intensamente a la poesía. Le pasa un poco lo que a Cansinos, al que leemos con más gusto en su La novela de un literato, apresurados apuntes de diario, que en sus almibaradas novelas y prosas críticas.

            En uno de los más memorables capítulos del libro, que desde el título se nos da como “intermedio”, quiere deliberadamente Rozas hacer literatura autobiográfica a la vez que homenajea a Azorín. Nos habla de sus veranos en la finca de “Los Pozos” y nos hace añorar unas memorias que no escribió, pero de las que estas inéditas Conversaciones y semblanzas habrían sido un espléndido anticipo.

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