martes, 10 de diciembre de 2024

La verdad sobre Chesterton

 

Gilbert K. Chesterton
Ahora que lo pienso
Traducción de Aurora Rice
Espuela de Plata. Sevilla, 2024.

Julio Camba, en uno de los artículos rescatados recientemente por Ricardo Álamo en Viviendo a la inglesa, afirma que le gustaría encontrarse con un periódico londinense que “no hablase de míster Chesterton, una especie de Unamuno inglés”. Y efectivamente Chesterton y Unamuno tienen mucho en común, como con gran perspicacia supo ver Camba en fecha tan temprana como 1911. Junto a las coincidencias –el cultivo de todos los géneros literarios, el recurso constante a la paradoja, el gusto por la polémica--, están las diferencias: Chesterton fue un firme defensor de la ortodoxia católica; Unamuno, casi heterodoxo de profesión.

            Ahora que lo pienso, cuya edición original es de 1930, se traduce por primera vez al español. Se trata de “Un libro de ensayos”, según afirma el subtítulo, pero comienza arremetiendo contra “la relajación y libertad del ensayo, aparentemente tan atractivas”. No está haciendo autocrítica, aunque lo parece:” Por su propia naturaleza, el ensayo no explica exactamente qué intenta hacer, y así escapa a un juicio decisivo en cuanto a si lo ha hecho o no”. La cualidad “irracional e indefendible” que él encuentra “en muchas de las frases más brillantes de los ensayos más hermosos” es precisamente lo más defendible de los suyos, lo que les da un perdurable atractivo.

            En cuanto asoma el catequista con fe de carbonero, desaparece el intelectual. Los mismos argumentos que se emplean a favor del divorcio, afirma sin inmutarse, “podrían esgrimirse, y seguramente se esgrimirán, a favor del asesinato”. Nos frotamos los ojos, pero Chesterton habla completamente en serio: “Si es verdad que a veces es posible resolver un problema social quebrantando un voto, es igualmente cierto que a veces sería posible hacerlo rebanando un cuello”.

La lucha contra el divorcio es una de sus obsesiones, En el ensayo final, de 1930, dedicado a loar la monarquía con el pretexto de la recuperación de la salud del rey Jorge V, escribe que su popularidad “dirá al mundo que no todos estamos divorciados, no todos somos degenerados, no todos estamos dando la lata al mundo con filosofías descabelladas y perversiones estéticas”. Eso de poner a los divorciados junto a los degenerados, las filosofías descabelladas y las perversiones recuerda aquellos versos de un poeta español, también católico a machamartillo, que daba gracias a Dios por habernos salvado “de la lluvia de napalm, / de los tanques del Pacto de Varsovia, / de Nixon, de Jomeini, de Fernández Ordoñez”. ¡El bueno de Fernández Ordóñez entre las calamidades del siglo XX solo por hacer que se aprobara la ley del divorcio!

            Chesterton va un paso más allá al afirmar que, si sus libros tienen que ser censurados, preferiría mil veces que lo fueran por la Inquisición española que por el Ministerio del Interior británico, pues aunque no la admire especialmente sabe que la Inquisición actuaba “según algunos principios inteligentes”, con muchos de los cuales está de acuerdo. No parece, sin embargo, que la Inquisición española estuviera de acuerdo con muchas de las cosas que afirma Chesterton. Si sus escritos hubieran sido censurados por ella, seguramente el autor habría sido condenado a la hoguera.

            Afortunadamente, en sus devaneos ensayísticos sobre esto y aquello, o contra este y aquel (Shaw, Wells), se olvida con frecuencia Chesterton de la tesis que defiende sin matices y con fervor de converso: el catolicismo es un sistema doctrinal que supera a cualquier otro, que no simplifica la realidad reduciéndola a una sola idea, como hacen Mahoma, Marx o Calvino.

            El sentido común de Chesterton, del que tanto se vanagloria, y el chisporroteo continuo de su ingenio, que tanto nos admiran, envuelven el hueso duro de roer, ya en su tiempo, más en el nuestro, de un integrismo católico que hoy rechazaría incluso buena parte de los católicos.

            La mejor manera de leerlo es no tomarlo en serio cuando se pone más serio y pretende hacernos comulgar con las ruedas de molinos de sus dogmas. Afortunadamente no lo hace demasiado a menudo. Y apenas hay página suya sin una ocurrencia memorable, como aquella para combatir la soledad: “Sugerí que sería bueno para esas casas victorianas aislada tener una biblioteca humana, para prestarse personas en lugar de libros. Sugerí que el ómnibus de Mudie podía venir una vez por semana para dejar dos o tres extraños en la puerta; serían debidamente devueltos una vez estudiados adecuadamente. Habría una lista de normas por si alguien se quedaba con la señorita Brown demasiado tiempo o devolvía al señor Robinson con algún desperfecto”.

            Espigados entre los que el autor publicó en una longeva revista semanal, el Ilustrated London News, entre 1905 y 1930, algunos de los ensayos de Ahora que lo pienso están demasiado ligados a las circunstancias de esa época y han perdido interés, pero la mayoría siguen muy vigentes, como el titulado “De las dictaduras”, que analiza las causas del descrédito de la democracia liberal en los años veinte: “el parlamentarismo es simplemente el gobierno por políticos de profesión y los políticos de profesión están profundamente corrompidos”. Y a esa crítica universal –añade-- no se responde simplemente haciendo burla de Mussolini. O de Trump, añadimos nosotros.

jueves, 5 de diciembre de 2024

Maltrato real

 

María José Rubio
María Josefa Amalia de Sajonia, reina de España-
Política, poeta y mística.
Fundación Banco de Santander. Madrid, 2024.

No parecería en principio de demasiado interés una biografía dedicada a una de las tres mujeres de Fernando VII que murieron sin darle descendencia. De María Josefa Amalia de Sajonía, la que durante mayor tiempo compartíó su reinado, apenas si se recuerda, una anécdota jocosa y escatológica, la de su noche de bodas. Quien quiera conocerla en sus escabrosos detalles no tiene más que buscar en la Wikipedia. Incluso en una fuente más presuntamente rigurosa, como el diccionario biográfico de la Real Academia de la Historia, puede leerse que “su falta de información y su exacerbada religiosidad la llevaron a negarse a consumar el matrimonio hasta que el papa León XII la conminó a hacerlo”.

            María José Rubio desmiente esas patrañas y hace algo más: rescata de las sombras a una mujer excepcional, que apenas vivió veinticinco años, y que escribió versos y ensayos políticos y dejó su impronta en una época especialmente convulsa.

            Es cierto que se conserva el borrador de una carta de Fernando VII al papa pidiéndole ayuda ante ciertas dificultades en su matrimonio. No está fechada, pero en su segundo párrafo puede leerse: “Hace ya diez años que contraje matrimonio con mi augusta esposa”. Mal puede referirse, por tanto, a problemas en  la noche de bodas. Se queja del confesor de la reina y le pide al papa que lo cambie por otro que, además de encaminarla por la senda de la sólida virtud, “imprima profundamente en su ánimo sencillo la más justa idea de los deberes de una esposa para con su esposo, para ver si de este modo sería Dios servido conceder a mi matrimonio el fruto de bendición que sellaría la tranquilidad de mis dominios”. No hay constancia de que esa carta fuera enviada. Si lo fue, no se produjo cambio de confesor.

            Las presuntas peripecias de la noche de bodas se las contó Merimée a Stendhal en una carta de 1830, que no se publicó hasta 1898. Una señora, de la que no indica el nombre, le habría referido con todo detalle la historia, que tiene toda la apariencia de ser un desvergonzado cuentecillo. Merimée presumía de saber otros secretos de alcoba: “Si tuviera más papel, le enviaría el relato de su primera noche con la reina portuguesa, pero eso será para otra ocasión”.

            María José Rubio desmiente esos y otros bulos basándose en una amplia documentación, en su mayor parte no tenida en cuenta por los historiadores. Apasionante resulta la reconstrucción minuciosa de los pasos necesarios para concertar matrimonio entre dos personas que no se conocían: un viudo de 35 años y una joven de 15. El rey recibió a la vez un retrato de la que iba a ser su esposa, un borrador del contrato matrimonial y un certificado médico que garantizaba su buena salud y su capacidad para engendrar una familia “tan robusta como numerosa”.

            A pesar de esos preliminares tan poco prometedores, pocas dudas caben del amor que sintió Fernando VII. Pueden mentir los documentos oficiales, pero no las cartas privadas. “Querida Pepita de mi alma: yo no he pensado más que en ti en todo el día, he tenido mis ratos de llanto, y aun ahora mismo no veo lo que escribo por tener los ojos llenos de agua”, le escribe al día siguiente de separarse de ella para un viaje oficial. Otra carta comienza así: “Pepita mía, pichoncito de mi corazón”.  

            Nadie es de una pieza, ni siquiera el denostado Fernando VII y no es el menor mérito de esta biografía añadir nuevos matices a su figura. No se trata de reivindicar su figura, pero sí de desmentir bulos y enriquecer nuestra visión de la historia con otros puntos de vista.

Apasionante resulta el relato de los tres años que siguieron al levantamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan de San Juan, ocurrido a los pocos meses de que María José Amalia se convirtiera en reina de España. No fueron tiempos fáciles para ella y acabaron dañando su salud mental. La afectó especialmente lo ocurrido al capellán real Martín Vinuesa, condenado a diez años de cárcel por participar en una conspiración absolutista y asesinado en la cárcel a martillazos. Los asesinos “recorren las calles en torno a la Puerta del Sol durante algunas horas de la tarde, mostrando a la población los martillos con que han cometido el crimen y los pañuelos empapados en sangre del capellán de palacio”.

            No menos dramáticos fueron los sucesos del 7 de julio de 1822, en los que llegó a lucharse dentro del palacio y su patio central se llenó de heridos. Fácil imaginar el terror que sintió la reina, cuando todavía no estaban muy lejanos los acontecimientos de la Revolución francesa.

            María José Rubio califica a María Josefa Amalia, en el subtítulo a su biografía, de “política, poeta y mística”. No fue una figura meramente decorativa, tenía ideas políticas y supo exponerlas en razonados ensayos en los que combatía las ideas liberales. Aunque no fueron publicados, se leyeron en el entorno del rey y tuvieron su influencia. Desde casi la infancia, escribió versos. Aprendió pronto el castellano, y esa se convirtió en su lengua poética. Se publicaron algunos de sus poemas y tuvieron gran difusión, pero la mayoría se conservan inéditos en los dos tomos en que fueron copiados amorosamente por la mano del propio rey Fernando. Muchos de ellos, tienen un carácter político. A juzgar por las muestras que se ofrecen en esta biografía no resultan desdeñables, aunque ciertos fallos rítmicos delatan que el español no era la primera lengua de la autora.

            En 1822, aparecieron anónimamente las Cartas de la reina Witinia, una en la que aparentemente la reina cuenta su vida y habla de la situación política, pero que no parece que fuera escrita por ella. María Jesús Rubio no logra descubrir al autor, sin duda alguien muy cercano y que la conocía bien. Es obra de gran interés y reeditada recientemente.

            Algo más que protagonista de un chiste chusco inventado por Merimée y creído por serios historiadores fue María Josefa Amalia de Sajonia; algo más que un felón que cerraba universidades y abría escuelas de tauromaquia fue Fernando VII. Lo podemos comprobar en este libro lleno de detalles exactos y sorprendentes que ayudan a comprender las complejidades de la historia, a evitar simplificaciones maniqueas...