domingo, 3 de abril de 2016

Todo amor es fantasía o el enigma Aleixandre


La memoria de un hombre está en sus besos
Emilio Calderón
Stella Maris. Barcelona, 2016.

No está siendo demasiado benévola la posteridad literaria con Vicente Aleixandre. Tras su muerte, en 1984, o incluso antes, con la concesión del Nobel, su influencia en la poesía española, omnipresente durante décadas, comenzó a decaer, al contrario de lo que ocurría con otro compañero generacional, Luis Cernuda. Fue un maestro en tiempo de orfandad, en los años duros del franquismo, pero su magisterio resultó más personal que estrictamente literario; su obra de posguerra no abría nuevos caminos, se limitaba a seguirlos (la poesía social, el hermetismo novísimo) con mejor o peor fortuna.
            Emilio Calderón, escritor de literatura infantil, autor de novelas históricas y de género negro, le ha dedicado la primera biografía que pretende ser exhaustiva, rigurosamente documentada, y no limitarse a un retórico y convencional panegírico como las publicadas hasta ahora.
            Lo consigue a medias. Emilio Calderón no es filólogo ni parece tener especiales conocimientos de la literatura española contemporánea. Explica ello algunos lapsus: considera “un epitafio a Guiomar que Machado atribuye a Juan de Mairena” el poema que comienza “Todo amor es fantasía” incluido en la serie “Otras canciones a Guiomar (A la manera de Abel Martín y de Juan de Mairena)” (Guiomar, Pilar de Valderrama, muríó algunas décadas después del poeta, mal podía haberle dedicado este un epitafio); indica que la elegía de Cernuda a Lorca, de la que se censuraron unos versos por su alusión homosexual, se publicó en la revista El mono azul, cuando lo fue en Hora de España. Tampoco resulta muy atinada su referencia a la quema de conventos de mayo de 1931: afirma que los ministro Maura y Prieto tratan de evitar el desastre, pero que “Manuel Azaña, entonces ministro de la Guerra, se niega a poner remedio”, sin embargo, los desórdenes públicos no eran de incumbencia del ministro de la Guerra, sino del de Gobernación, Miguel Maura.
            No quiere esto decir que el volumen no ofrezca abundante documentación biográfica, mucha de ella de interés. Emilio Calderón nos ofrece datos desconocidos sobre la familia del poeta, sobre su casi mítica enfermedad, sobre su actuación durante la guerra (detenido por los milicianos en los confusos primeros meses, intentaría luego salir de España) y también sobre sus relaciones amorosas.
            Este último punto es el que más interés despierta en la morbosa curiosidad de los lectores. En vida, Aleixandre nunca se refirió públicamente a su homosexualidad. Hasta tiempos recientes, amigos y estudiosos respetaron escrupulosamente esa discreción. Tras las confidencias reveladas por Vicente  Molina Foix y, sobre todo, por Luis Antonio de Villena, Emilio Calderón es el primero que se ocupa de ese tema con naturalidad dentro de una biografía del poeta.
            Vicente Aleixandre, poeta del amor, habría tenido una larga serie de aventuras amorosas, con hombres y con mujeres. De sus relaciones femeninas a él mismo le gustaba hacer alarde en cartas y en conversaciones con José Luis Cano, quien nos ha dejado minuciosa constancia de esos recuentos en Los cuadernos de Velintonia.
            Emilio Calderón repite lo que dice Aleixandre, pero no es capaz de encontrar un solo dato que confirme sus afirmaciones. Al parecer no se conserva ni una carta ni una declaración de ninguna de esas amantes. Pilar de Valderrama, que era católica, estaba casada y tenía hijas cuando su relación con Antonio Machado, no pudo guardar el secreto y primero le pasó las cartas del poeta a Concha Espina y finalmente escribió un libro titulado Sí, yo soy Guiomar para dejar constancia de sus amores con el poeta. ¿Cómo es que ninguna de las mujeres que amó Aleixandre y que inspiraron sus versos guardó una carta suyo, manifestó públicamente, cuando ya era un poeta célebre, esa relación? Aleixandre incluso habla de una posible hija, pero ni de esa hija ni de su madre, una estudiante norteamericana, hay constancia documental. Sí existió Eva Seifert, la hispanista alemana, algunos años mayor que él, que conoció antes de la guerra y que luego le visitaba durante los veranos.
            La poesía de Aleixandre era una poesía, en buena medida amorosa, pero al autor, un solterón que vivió siempre en la casa familiar (primero con los padres y la hermana, luego solo con la hermana), no se le conocía ninguna relación estable. La larga lista de relaciones femeninas parece solo un invento para disimular ante sus amigos homófobos, como Dámaso Alonso.
            Más ciertas parecen las relaciones masculinas, aunque tampoco podemos estar muy seguros de ellas.  Emilio Calderón nos ofrece dos fuentes desconocidas, o poco conocidas, para acercarnos a la intimidad de Aleixandre: las cartas a Gregorio Prieto y las anotaciones de Carmen Conde, que vivía en el mismo edificio de Velintonia.
            Pero parece que muchas de las relaciones masculinas de Aleixandre eran tan fantasiosas como las femeninas, aunque por otras razones. Un ejemplo lo constituye el caso de Andrés Acero, novelado porVicente Molina Foix en El abrecartas. Emilio Calderón nos ofrece toda la documentación que ha podido encontrar sobre este joven que luchó valientemente durante la guerra y sufrió luego un duro exilio (acabó suicidándose), pero no hay ni un solo testimonio de que la relación entre ambos fuera muy distinta de la que mantuvo con Miguel Hernández.
            Emilio Calderón trata de ser un biógrafo riguroso. Y a menudo lo consigue, pero no siempre. Desmiente, por ejemplo, ciertas reiteradas afirmaciones de Luis Antonio de Villena, según las cuales, durantelos años veinte y treinta, en la casa de Aleixandre se celebraban fiestas homosexuales. Si existieron esas fiestas, ¿por qué nunca se mencionan en las cartas de la época?, se pregunta el biógrafo. Además, en aquellas fechas Aleixandre compartía casa con sus padres, su hermana, tres doncellas y una cocinera (todas ellas internas); difícil mantener el secreto en esas circunstancias.
            No es riguroso, sin embargo, cuando trata de la relación entre Aleixandre y su mejor amigo y estudioso, Carlos Bousoño. Incluye varios fragmentos de cartas, muy explícitamente eróticas, del primero al segundo (las únicas cartas del poeta a un o a una amante que aparecen en el libro), pero sin indicarnos su procedencia. Y añade luego este sorprendente párrafo: “Al parecer, el propio Bousoño le cuenta en cierta ocasión a su amigo el poeta Francisco Brines que el número de cartas de amor que conserva de Aleixandre ronda las sesenta”. Pero si la posible existencia de esas cartas le llega de manera tan indirecta al biógrafo, ¿cómo es que puede citarlas? ¿No serán apócrifos los fragmentos?
            Otro dato que ofrece para confirmar esa relación le descalifica igualmente como biógrafo serio: “Cierto día, Jaime Gil de Biedma adelanta su hora de visita a Velintonia (algo que a Aleixandre no le gusta, dato el estricto horario que establece para recibir). Para su sorpresa es Carlos Bousoño quien, en albornoz, le abre la puerta”. Ninguna indicación aparece de dónde ha dicho eso Gil de Biedma (quizá en una conversación privada entre bromas y maliciosos rumores), ni se pone en duda lo inverosímil que resulta que abriera la puerta de la calle un invitado en albornoz y no la criada, como era lo habitual en los medios burgueses y en aquella época (no se trataba de un piso de estudiantes).
            “Todo amor es fantasía” escribió Machado para ocultar que su adúltera Guiomar no era una fantasía. En el caso de Aleixandre, parece que esa afirmación resulta rigurosamente cierta: una fantasía resultan, hay pocas dudas al respecto, sus relaciones femeninas; lo sorprendente, y esta biografía viene en gran medida a confirmarlo, es que también lo fueron, aunque quizá más a su pesar, la mayoría de sus relaciones masculinas.  

            

sábado, 2 de abril de 2016

Esteban Torre, creación y recreación


Luces y reflejos
Poemas originales y traducidos
Esteban Torre
Prólogo de Luis Alberto de Cuenca
Renacimiento. Sevilla, 2016.

En pocas antologías de las poesía española contemporánea figura el nombre de Esteban Torre. No debería, sin embargo, faltar en ninguna. Pero no con sus poemas originales, aunque ya en su primer libro, de 1954, recién cumplidos los veinte años, los hay que aúnan emoción y perfección formal, sino con sus traducciones.
            Esteban Torre sorprendió en 1988 con su versión de los sonetos ingleses de Fernando Pessoa. Sigue siendo su obra maestra. Es una traducción que no suena a traducción, pero tampoco a recreación personal. Se conserva el endecasílabo, se mantiene la rima, pero el soneto inglés (tres cuartetos o serventesios y un pareado) se convierte en el soneto petrarquista tradicional. Todo el rebuscado ingenio del original, sus ecos shakesperianos, las continuas antítesis, se encuentra en ellos sin que nada suene a forzado, sin uno de esos ripios tan inevitables (pensemos en las traducciones de Ángel Crespo) cuando se traduce con rima: “Ni al hablar o escribir, ni en la mirada / nos mostramos jamás: nuestra conciencia / ni en voz ni en libro puede ser cifrada. / Revelamos tan solo una apariencia”.
            Después de darle voz en español al más difícil Pessoa, Esteban Torre se acercó a los grandes poetas del simbolismo francés. No importa que hayan sido ya muy traducidos –incluso por nombres tan notables, y tan atentos a la música del verso, como Carlos Pujol– , son verdaderamente poemas nuevos, aunque en nada traicionen al original–  “Albatros”, de Baudelaire, “Arte poética”, deVerlaine, “El durmiente del valle”, de Rimbaud, “El túmulo de Edgar Poe”, Mallarmé. O “Mujer y gata”, de Verlaine, ese minucia rococó: “Ella juega con su gata, / y es cosa digna de ver / –mano blanca, blanca pata– / el juego al atardecer”.
            En La poesía de Grecia y Roma, de 1998, continúa Esteban Torre sus aciertos como traductor. De los grandes poemas –la Ilíada, la Odisea, las Geórgicas, la Eneida– selecciona con tino los fragmentos más líricos o más dramáticos; alterna luego textos muy conocidos –de Horacio, de Safo, de Catulo– con otros menos frecuentados. Con igual placer leemos su traducción del “Carpe diem” o del “Nom omnis moriar”, de los que existen docenas de versiones, que la de otros poemas, como las elegías de Tibulo, menos frecuentados: “Divertíos: la noche unce ya sus corceles, y persiguen / al carro maternal con loca danza las doradas estrellas. / Y detrás, en silencio y embozado con sus lóbregas alas, / el sueño viene: los ensueños negros, con su paso inseguro”.
             Ovidio es otro de los poetas latinos que Esteban Torre hace propios. Su versión de la “Fábula de Píramo y Tisbe”, incluida en las Metamorfosis, inagotable fuente de buena parte de la poesía renacentista y barroca, conserva intactas la gracia y la emoción de esa trágica historia de amor, la primera versión de Romeo y Julieta.
            Menor interés tiene su “versión libre y abreviada” del Libro de Job, pero en los “Nuevos poemas traducidos”, publicados por primera vez en Luces y reflejos, recopilación de su poesía completa, volvemos a encontrar al Esteban Torre que en el soneto consigue sus mejores logros. Janus Vitalis escribió un epigrama latino a Roma que posteriormente serviría de inspiración a muchos otros poetas y entre ellos a Quevedo, que le debe uno de sus más celebrados sonetos, “Buscas en Roma a Roma, oh peregrino”. La versión que Esteban Torre hace de los versos de Vitalis no tiene demasiado que envidiar a la de Quevedo: “Buscas a Roma en Roma, forastero. / y no encuentras, de Roma, en Roma nada: / viejos muros, grandeza soterrada / en un foro ruinoso y altanero”.
            La relación que el soneto de Quevedo, incluido en cualquier selección de la mejor poesía española,  mantiene con el poema de Janus Vitalis es idéntica a la que se da entre las versiones de Torre y los textos originales; por eso tampoco deberían estar ausentes de las antologías.
            Excelentes son también sus versiones de tres sonetos de Blanco White, uno muy conocido, “Night and Death”, los otros dos no tanto, aunque no menos memorables.
            La poesía original de Esteban Torre no siempre está a la altura de sus traducciones, aunque no resulte en absoluto desdeñable. Chirrían a veces sus versos más catequísticos o de desenfocada sátira política: se queja de los que llaman “castellano” al español, como si ese nombre tradicional, y todavía bien vivo en América y en España, fuera un reciente invento de los nacionalistas periféricos para menospreciar la lengua de todos.
            Si la escritura es siempre reescritura, la creación recreación, Esteban Torre lo ejemplifica mejor que nadie: cuando le pone voz a textos ajenos, consigue su mejor voz.

sábado, 19 de marzo de 2016

La desfachatez intelectual


La desfachatez intelectual
Ignacio Sánchez-Cuenca
Catarata. Madrid, 2016.

Hace tiempo que colecciono tonterías sobre Internet. Una de mis favoritas es la siguiente: "La televisión era útil para el ignorante porque seleccionaba la información que él podría precisar, aunque fuera información estúpida. Internet es un peligro para el ignorante porque no filtra nada".
            Lo más curioso es que esa desinformada y paternalista opinión (olvida la multiplicidad de canales televisivos, cree que a la gente común hay que protegerla de los riesgos del conocimiento) la formuló Umberto Eco.
            Y no es un caso único. El curioso lector comprueba sorprendido cada semana como muy ilustres escritores pontifican en las páginas de los diarios sobre los más dispares asuntos sin el más mínimo respeto ni al rigor de los datos ni a la coherencia del razonamiento.
            A ese fenómeno, al que estamos cada vez más mal acostumbrados, lo califica muy acertadamente Ignacio Sánchez-Cuenca, en el título de su último libro, de desfachatez intelectual. Lo que él afirma seguramente que muchos lo han pensado (e incluso lo habrán dicho anónimamente en algún foro de Internet), pero solo él se atreve a afirmarlo en las páginas de un libro y con nombres y apellidos. A Gustavo Bueno, por ejemplo, lo considera "la encarnación misma del energúmeno". No le niega "inteligencia y conocimiento portentosos", pero sus libros últimos sobre la televisión, la democracia, el nacionalismo, las izquierdas "son volúmenes mayormente ilegibles, llenos de ideas absurdas y disparates reaccionarios, que reflejan con suma precisión los estragos del aislamiento intelectual".
            No se piense, por estas y otras afirmaciones al paso  (como la referencia al "matonismo verbal" de Pérez-Reverte), que nos encontramos ante un panfleto. Sánchez-Cuesta ejemplifica y trata de razonar sus afirmaciones. El análisis que realiza del libro de Muñoz Molina Todo lo que era sólido, tan unánimemente aplaudido, resulta en este sentido ejemplar. Muñoz Molina presume de que es la suya una escritura que ha aprendido en el New Yorker o en el New York Times, "el respeto estricto por los hechos, la necesidad de comprobar al máximo la veracidad de cada cosa que se decía". Pero en sus elucubraciones hay más autobiografía y abusivas generalizaciones, empalagosa quejumbre, que análisis objetivo de las razones de la crisis.
            El terrorismo, el nacionalismo y la crisis son los tres asuntos que centran el libro de Sánchez-Cuenca. Savater, Jon Juaristi y Félix de Azúa, tres de los principales protagonistas. También ocupa un lugar destacado Vargas Llosa, uno de los principales panegiristas de Esperanza Aguirre (a quien llegó a calificar como "la Juana de Arco del liberalismo"), incluso cuando sus colaboradores iban siendo imputados uno tras otro y callando que esa campeona del liberalismo financió con dinero público, a través de la fundación Arpegio, su carrera hacia el Nobel.
            No se ocupa mucho de Juan Manuel de Prada, quizá porque lo considera una presa demasiado fácil, pero todas sus intervenciones son estelares. Considera, por limitarnos a un ejemplo, los cuadernos de caligrafía Rubio como lo más decisivo en la formación de varias generaciones de españoles y "expulsar la caligrafía de las escuelas" poco menos que la causa de la decadencia del mundo contemporáneo.
            Leemos a Sánchez-Cuenca y respiramos aliviados: no somos los únicos que consideramos que una tontería es una tontería, la firme Umberto Eco, Javier Marías (el que afirmó que escribe a máquina sus artículos porque le gusta corregir a mano, sin haberse enterado al parecer de que existen las impresoras) o Félix de Azúa, cuyo creciente furor antinacionalista va acompañado de un cada vez mayor desdén por el mínimo rigor intelectual.
            Pero con los disparates de los intelectuales de cierto renombre pasa exactamente igual que con los de Donald Trump o los de los participantes de El gran hermano: cuanto mayores son más eco encuentran en la audiencia. Los directores de los periódicos y los programadores de televisión lo saben. A veces da la impresión de que los análisis políticos o sociales de nuestros intelectuales forman parte de la industria del entretenimiento o que solo son un desahogo del fin de semana.
            ¿Quiere esto decir, como afirma Sánchez-Cuenca, que hay un exceso de literatura en los periódicos? No estoy yo muy de acuerdo con ello. En las publicaciones periódicas, desde sus comienzos, no se ha publicado solo lo que llamamos periodismo; el cuento o el poema encuentran incluso en ellas un ámbito más propicio que el libro. Lo que ocurre es que literatura de no ficción, como la crónica, no pueden tomarse las libertades de la literatura de ficción.
            Haber escrito importantes novelas, admirables poemas o profundas indagaciones filosóficas (en el caso de haberlo hecho, que no siempre es así), no garantiza que nuestras opiniones, enunciadas a vuela pluma y sin mayor reflexión, aunque estén redactadas con primorosa caligrafía, valgan más que las del tendero de la esquina (a menudo mucho más sensato).
            Ignacio Sánchez-Cuenca nos ayuda a no dejarnos deslumbrar por el brillo de los nombres propios. Y añade a la particular colección de disparates de cada lector de prensa alguna insuperable perla como la afirmación de Fernando Savater de que cualquier parado cambiaría su vida por la del toro de lidia: con gusto aceptaría que le torturaran públicamente antes de asesinarle con premeditación y alevosía con tal de haber llevado antes una vida libre y regalada. En España se pueden decir tales cosas y seguir siendo considerado un intelectual prestigioso.

sábado, 12 de marzo de 2016

Sender y Casas Viejas: De nuevo aquel horror


Viaje a la aldea del crimen
Ramón J. Sender
Libros del Asteroide. Barcelona, 2016.

¿Pueden unas crónicas periodísticas derribar un gobierno, hacer tambalearse a un régimen? Ramón J. Sender se vanaglorió siempre de haberlo conseguido con los artículos sobre los sucesos de Casas Viejas que fue publicando en el diario La Libertad y que reunió luego en el volumen Viaje a la aldea del crimen, que ahora se reedita.
            En enero de 1933, aún no hacía dos años que se había proclamado la República, se anunció un levantamiento anarquista, que fracasó por la descoordinación de los organizadores y por la eficaz intervención gubernamental. Pero en Casas Viejas, una pequeña población gaditana, los rebeldes atacaron el cuartel de la Guardia Civil y luego se hicieron fuertes en la cabaña de uno de los anarquistas, apodado Seisdedos. Mataron a uno de los guardias de asalto que se acercó a parlamentar y, tras resistir todo lo que pudieron, murieron acribillados o en el incendio de su refugio.
            Eso es lo que sabía Azaña cuando fue interpelado en el Parlamento pocos días después; por eso respondió que en Casas Viejas ocurrió lo que había tenido que ocurrir. Pero había ocurrido algo más, como pronto desvelarían los periodistas que se acercaron hasta el lugar de los hechos, uno de los primeros, Ramón J. Sender, que se desplazó en avión hasta Sevilla.
            Incendiada la choza de Seisdedos, muertos sus ocupantes, huidos del pueblo los otros anarquistas, el capitán al frente de los guardias de Asalto, ordenó ir casa por casa y detener a todos los hombres que se encontraran; luego los llevó hasta los restos humeantes de la cabaña y allí dispararon casi a quemarropa sobre ellos. Fue un múltiple asesinato a sangre fría.
            Ramón J. Sender lo contó, y de muy eficaz manera. Pero a él no le interesaba encontrar culpables –ni siquiera nombra al capitán Manuel Rojas– porque antes de desplazarse al lugar ya sabía quién era el verdadero culpable. Su libro termina con este alegato: “He aquí, en pocas líneas, la conducta de la República ante los hechos: el Parlamento apoya y justifica al Gobierno, el Gobierno disculpa, rehabilita y defiende a las fuerzas represoras –Guardia Civil y de Asalto–. Estas han asesinado a los campesinos hambrientos de Casas Viejas, defendiendo a los terratenientes feudales, monárquicos”.
            Pero Ramón J. Sender mentía y pronto habría constancia de ello. Nunca rectificó como no rectificaron los que atribuyeron a Azaña la frase de “ni muertos ni heridos, los tiros a la barriga” que apareció en portada en el diario ABC. Sobre aquellos sucesos se creó una comisión de investigación en el Parlamento y luego hubo dos juicios, en 1934 y en 1935. En el segundo, fue incluso llamado a declarar Azaña, ya entonces en la oposición. A Manuel Rojas se le condenó a muchos años de cárcel; fue liberado y rehabilitado por los rebeldes del 36 y aplicó eficazmente durante la represión en Granada las mismas técnicas que en Casas Viejas.
            Al gobierno de Azaña, y al régimen republicano, no le hicieron daño los ataques de la prensa de derechas, sino los de cierta prensa de izquierdas que se alió con ella para acabar con la República “socialista y burguesa”. Hoy sabemos con claridad lo que ya se sospechaba entonces: que en buena parte eran los mismos perros con distintos collares, o que eran distintos perros pero azuzados por la misma mano. La Libertad, el agresivo diario de izquierdas para el que trabajaba Sender, era propiedad de Juan March, lo mismo que Informaciones, el diario de ultraderecha próximo al fascismo (“la jaca del contrabandista” lo llamó Prieto). Y La Tierra, el periódico anarquista que más duramente atacó al gobierno, tenía la misma fuente de financiación. Pedro Sainz Rodríguez ha contado en sus memorias cómo él mismo le daba el dinero y las instrucciones al director e incluso redactaba algunos de los furibundos artículos ácratas.
            A las derechas y a las izquierdas antirrepublicanas, en aquellos tristes días, no le interesaba condenar a los responsables del crimen, sino acabar con el gobierno. La línea de defensa de Manuel Rojas y sus cómplices era que habían cumplido órdenes, y no órdenes de cualquiera: primero se habló del director de Orden Público, luego del ministro de Gobernación y finalmente del propio Azaña. Órdenes verbales, por supuesto, y sin testigo ninguno. En el juicio –durante la propia República– se desmontaron esas patrañas, en las que intervino muy activamente Alejandro Lerroux, la gran apuesta de Juan March, entonces en la cárcel, para reconducir la República de acuerdo con sus intereses. Sender no pudo conocer los diarios de Azaña robados en Ginebra en 1937, manipulados y secuestrados por el franquismo, y que no se dieron a conocer hasta 1997. En ellos cuenta una entrevista con Manuel Rojas celebrada el 1 de marzo de 1933. Pregunta directamente Azaña: “¿No registró usted las casas, no hizo prisioneros y los mandó fusilar en casa de Seisdedos?”. La respuesta: “No, señor; es falso, es falso. Hicimos prisioneros y los entregamos al juzgado”.
            Sender no pudo conocer cómo se fue enterando Azaña de la verdad de esos sucesos y de la conmoción que le produjeron, según refiere en sus diarios. Pero sí pudo darse cuenta –el juicio de 1934 tuvo amplia repercusión en la prensa– de que su contundente “yo acuso”, su Viaje a la aldea del crimen, era parte de una interesada operación política. No rectificó, sin embargo. Pocos lo hicieron y aún hay quienes creen hoy aquellas patrañas. En el libro El caso Casas Viejas, de 2012, Tano Ramos analizó los hechos y ofreció la documentación pertinente para que cada uno saque sus propias conclusiones.
            El libro de Ramón J. Sender es, además de una excelente obra literaria, un punzante documento sobre la Andalucía del hambre y un eficaz panfleto financiado por quien no tardaría en convertirse en el mecenas por excelencia de la cultura española: un contrabandista llamado Juan March, el último pirata del Mediterráneo.

sábado, 5 de marzo de 2016

Julio Camba, oro y calderilla


Tangos, jazz-bands y cupletistas
Edición e introducción de Pedro Ignacio López
Prólogo de Javier Jiménez
Fórcola. Madrid, 2016.

Las hemerotecas están llenas de libros que esperan la mano y la voz del editor que les diga levántate y anda. Buena parte de la literatura de los siglos XIX y XX, como es bien sabido, se publicó antes que en libro en los periódicos: desde los relatos de Clarín hasta los ensayos de Ortega. Algunas de esas obras –casi todo Azorín, buena parte de Unamuno, Ferlosio o Savater– la recogieron en volumen los propios autores; otras quedaron como cosecha póstuma.
            Sorprendente resulta el caso de Julio Camba. Fue solo escritor en la efímera prensa diaria. Sus primeras recopilaciones de artículos –Alemania, Londres, Un año en el otro mundo– alcanzaron un éxito inmediato y le convirtieron en uno de los autores más leídos y admirados en los años previos a la guerra civil. Luego, hasta su muerte en los años sesenta, siguió escribiendo, pero cada vez menos y cada vez con menor interés. Su muerte lo llevó al purgatorio de las librerías de viejo.
            De ahí lo han sacado editores como Abelardo Linares, de Renacimiento, o Javier Jiménez de Fórcola. En los últimos años se han publicado tantos libros nuevos –o seminuevos– de Julio Camba como los que él publicó en vida. Y la cantera no parece haberse agotado todavía.
            Pedro Ignacio López, autor de una biografía de Camba, El solitario del Palace, reúne ahora casi un centenar de artículos, publicados entre 1905 y 1961, relacionados, a veces muy vagamente, con la música. En uno de esos artículos, encontramos esta rotunda afirmación: “Yo soy una persona inteligente que carece de sensibilidad musical. A mí me tocan ustedes Mozart o Beethoven, Bach o Wagner, y es inútil. Todos los gestos que yo haga, todas las actitudes estéticas que yo tome serán pura cortesía. En el fondo me aburro como una ostra”. Exageraba Camba, pero quizá no demasiado. Terminaba el artículo –escrito en Berlín poco antes de la Gran Guerra– diciendo que probablemente era la única persona en Alemania a la que le ocurría tal cosa, pero que no era demasiado grave porque había países enteros, como Inglaterra, en el mismo caso.
            La música que suena en las páginas de este libro es sobre todo música popular, y de esa música lo que más le interesa a Camba son sus alrededores: lo suyo es el irónico costumbrismo, no la crítica musical.
            Las crónicas más antiguas nos llevan al mundo de Luces de Bohemia y son quizá las que mayor interés conservan hoy para nosotros. La historia que se nos cuenta en “La Camelia y el rajah” la conocíamos por las memorias de Pío Baroja o por el libro Gente del 98 de su hermano Ricardo: el cuento de hadas en que una bailarina malagueña, Anita Delgado, acaba casándose con un príncipe indio. El maharajá de Kapurtala, que había venido a España como invitado a la boda de Alfonso XIII, buscaba solo una aventurilla con la bella bailarina, pero la eficaz intervención de Valle-Inclán hizo que el asunto acabara en boda. Ese final feliz no fue el final de la historia como nos ha contado Javier Moro en Pasión india.
            Tangencialmente relacionados con la música están muchos de estos artículos, pero no por ello carecen de interés. A la muerte de Leopoldo II, uno de los grandes genocidas de la historia, escribe: “Cada mes, el rey Leopoldo se pasaba en París de quince a veinte días con sus correspondientes noches. Se le veía en las terrazas de los cafés como un parroquiano cualquiera. Por eso dicen que era un rey demócrata. Era demócrata en París, constitucional en Bélgica y absoluto en el Congo. No se puede imaginar un rey más tiránico de los negros ni un esclavo más humilde de las blancas”. A una de sus amantes, la bailarina Cléo de Merode, la conoció Camba: “Fui a visitarla al hotel Inglés, donde se hospedaba, y me produjo una impresión muy agradable. Pero en aquella época yo era un chico y no sabía que aquellos dientes tan blancos de la Cléo habían masticado carne de negros”. Leemos este artículo frívolo sobre el hombre que creó el infierno al que viajó Conrad en El corazón de las tinieblas y no podemos dejar de pensar en la fórmula que acuñaría Hannah Arendt años más tarde: “la banalidad de mal”. Y la capacidad del mundo civilizado para mirar hacia otra parte cuando gente muy civilizada comente los mayores crímenes.
            Era un tiempo, el de Camba, en que la música no se escuchaba cotidianamente en las casas, sino en los cafés. “¿Y cómo deber ser la música de los cafés?”, se pregunta en un artículo. “Como la literatura del periódico: fácil, amena y digestiva”, se responde. Y luego establece una comparación entre el café y el periódico: “Ambas instituciones tienen un espíritu igualmente democrático”.
            Resulta curioso leer hoy lo que eran los café y los periódicos de hace cien años. Afirma Camba que los escritores de periódico, como los músicos de los cafés, deben renunciar a ser completamente geniales si no quieren morir de inanición. Esa idea, que se ha repetido mucho (González-Ruano hablaba de que en la calderilla del artículo desperdiciaba el oro de su talento), no es enteramente cierta y Camba, como antes Larra (o el propio Ruano, cuyas obras “mayores” –novelas, poemas– valen poco), lo ejemplifica cumplidamente.
            Claro que también hay calderilla, caedizas hojas secas, en estas páginas. Es el riesgo de pretender ser exhaustivo. El libro no habría perdido nada si se prescinde de los últimos artículos, escritos cuando ya Camba tenía tan poco que decir que se copiaba a sí mismo, como Pedro Ignacio López se encarga de demostrar reproduciendo en varias ocasiones textos casi idénticos publicados con treinta o cuarenta años de distancia.
            El prólogo autobiográfico del editor y la introducción de Pedro Ignacio López, una erudita indagación sobre tres melodías populares, añaden interés a un volumen que aúna frivolidad e inteligencia, el encanto de las fotografías antiguas y la inagotable seducción del viejo periodismo. 

sábado, 27 de febrero de 2016

Luis García Montero y la muerte de la poesía


Balada en la muerte de la poesía
Ilustraciones de Juan Vida
Luis García Montero
Visor. Madrid, 2016.

La muerte de la poesía, como la muerte de la novela (o de la literatura en general), es uno de esos tópicos que gozan de buena salud y siempre están listos para servir de tema a los articulistas apresurados.
            Luis García Montero, uno de los nombres imprescindibles, no solo en la poesía, también en el debate intelectual de las últimas décadas, le dedica a esa improbable muerte (“la poesía es inmortal y pobre” escribió Borges) un largo poema en prosa que algo tiene de ejercicio de estilo, de compendio de su manera de hacer, de juego de alusiones y elusiones con la memoria del lector.
            Musical y anafórica, llena de versos camuflados, esta balada –el género romántico por excelencia– se divide en veintidós breves capítulos. Hay un sustrato narrativo, realista: la muerte de la poesía (como la de cualquier ilustre personaje ya un tanto olvidado) se anuncia en televisión, se constata que fue un accidente, se avisa a familiares y amigos, se vela su cadáver en el tanatorio, se celebra el entierro.
            Un escenario urbano, casi de novela negra, y un lenguaje lleno de continuas sorpresas expresivas: “En la esquina del tarde y el pronto suceden la mayoría de los hechos. Se han registrado huellas digitales, hojas secas, un cuervo, un número de teléfono escrito a toda velocidad en una multa de tráfico, un kilómetro cansado de su propia distancia, una corona rota, un rumor de agua que parecía una conversación, un libro sucio y el plano de una ciudad mal doblada. Había muchas cosas, pero ningún signo de violencia”.
            Las frases coloquiales (“¿A qué hora es el entierro?”) alternan con otras convencionalmente poéticas: “el delantal sucio de la misericordia”,  “los desnudos que ruedan abrazados como un planeta en la noche del universo”.
            La poesía que ha muerto es la de hoy y la de ayer: “Estás muerto, Lucrecio, amigo mío, ya no sirve tu meditación y la nada vuelve hoy a su vertedero, y los peces muerden ciegos el cuerpo del ahogado”. Está muerto el autor de De rerum natura, también Manrique y Baudelaire y todos los poetas que en el mundo han sido. Muertos los poetas, el mundo pierde su magia y su misterio. Muerta la poesía, mueren los poemas y antes de hacerlo llaman por teléfono del autor de esta balada, que se niega a contestar: “Me llama el río Tajo. En el buzón se graba la soledad amena de un mensaje. Llama después la vida retirada, los lagartos que lloran y la niña más bella de nuestro lugar. Llama el amor constante para decir que no arde más allá de la muerte”.
            Alusiones a versos de Garcilaso, Fray Luis, Lorca, Góngora, Quevedo, como en el fragmento final se encadenan títulos de libros Alberti, Salinas, Cernuda, Gil de Biedma, Ángel González, Luis Rosales: “A puerta cerrada abro un cuaderno (…) y empiezo a escribir estos retornos de lo vivo lejano, este largo lamento, esta desolación de la quimera, estos poemas póstumos, estas palabras sin esperanza y con convencimiento, esta casa encendida, esta balada en la muerte de la poesía”.
            Balada en la muerte de la poesía homenajea también, en el título y en una de las partes, a la más famosa balada, la de Oscar Wilde: “Todos los hombres matan lo que aman”. Es el libro de un excelente lector de poesía y ofrece abundante materia para el comentario de texto en las clases y en los talleres de literatura, pero no acabamos de ver su intención más allá de un brillante, aunque un tanto tendente al amaneramiento, ejercicio de estilo.
            En el artículo “Las preguntas del Fénix”, que acompaña al libro como hoja promocional, García Montero se muestra más explicito. Habla de dos momentos en la historia reciente de la poesía; uno cuando, como reacción a “la sociedad utilitaria que condenó todo aquello que no se confundiese de manera inmediata con una mercancía”, se refugió en el hermetismo; el otro, el de ahora mismo, cuando banalizada en las redes sociales y en las lecturas en los bares, comienza a tener éxito comercial.
            En la prosa argumentativa del artículo, como en la prosa poética de la balada, García Montero gusta de hacer frases que suenan bien, pero en las que no conviene indagar demasiado: “La poesía reclama ahora lentitud y conciencia melancólica para salvar el significado de las sirenas de un corazón publicitario”.
            Para decirlo “en román paladino / con el cual suele el pueblo fablar con su vecino”, como quería Berceo: la poesía sigue gozando de una mala salud de hierro. Si los malos poetas (tan abundantes ahora como en cualquier otra época) no han podido acabar con ella, nada podrá hacerlo. Unas veces, antes y ahora, tiene la coquetería de ser oscura y otras el descaro de ser clara, de susurrar su secreto a unos pocos o de hablarles a todos. Y no siempre gusta de ir de la mano del veterano poeta que, como García Montero, se las sabe todas, sino que a veces se encuentra más a gusto con los balbuceos ingenuos del que empieza. Porque la poesía es literatura, pero no se conforma con ser solo buena literatura.

sábado, 20 de febrero de 2016

¿Qué hay de nuevo en poesía?


Re-generación. Antología de poesía española (200-2015)
Selección de José Luis Morante
Valparaíso ediciones. Granada, 2016.

¿Juventud y novedad van siempre unidas? En literatura, en el arte en general, no siempre es así. Estéticamente se nace viejo y luego se vuelve uno joven, aunque no en todos los casos.
            Re-generación, la antología preparada por José Luis Morante, ejemplifica a la perfección lo que acabamos de decir. Incluye a poetas nacidos entre 1980 y 1993 que comenzaron a publicar ya en el siglo XXI: de 2002 son los primeros libros de Elena Medel y Javier Vela.
            Lo primero que llama la atención es que se trata de poetas escasamente rupturistas, muy respetuosos por lo general con sus maestros inmediatos. Fernando Valverde, el que inicia la antología, es un muy correcto epígono de Luis García Montero, de quien ha aprendido a entremezclar coloquialismo y audacia expresiva, denuncia y sentimentalidad. Los sonetos de Rodrigo Olay o Xaime Martínez continúan la estela de Luis Alberto de Cuenca. También cercano a él se encuentra el desenfado de Diego Álvarez Miguel, quien en “Enciendo la luz de la mesita” homenajea al postismo y a Carlos Edmundo de Ory.
            Quizá el poeta que ejemplifica mejor esta línea neotradicional es precisamente Rodrigo Olay, quien tras el brillante soneto a la manera de Luis Alberto de Cuenca publica un poema enumerativo muy en la línea de Miguel d’Ors. Él mismo ironiza sobre los reparos que pueden hacerse a esta línea suya, entre el pastiche y el homenaje, en una décima en que cita, por este orden, a Borges, d’Ors, Almuzara, Piquero, Luis Alberto, González, Botas, los Machado.
            No menos respetuosa con la tradición resulta la poesía de Javier Vela, en la que tampoco faltan los explícitos homenajes (reescribe el “Beatus ille” horaciano en “El usurero”), pero en quien ya encontramos una voz madura y personal.
            Notable resulta el culturalismo de Francisco José Martínez Morán, con su inevitable homenaje a Hopper, y el ejercicio de síntesis de su “Ceremonia pictórica”: “Desata la galerna, William Turner. / Retrata el equilibrio, Boticelli. / Viérteme en los pinceles, Claude Monet…”
            No faltan los poemas en los que se homenajea a escritores: Rubén Martín Díaz reescribe a un cuento de Borges (“Nuevo encuentro con Ulrica”) y José Alcaraz a Thomas Merton. Poetas culturalista, a veces con ironía (como en el caso de Aitor Francos), en los que raras veces sorprende algún desliz, como la relación de Valente con Lisboa (en un poema de María Alcantarilla) o el que Martha Asunción Alonso titule “Castilla” y lo convierta en un homenaje a Antonio Machado un poema que habla de Ponferrada.
            En esta línea de poetas cultos (en la tradición de la poesía meditativa se incluye Pablo Núñez) y de aplicados aprendices, a ratos un tanto ingenuos, disuena la poesía de Elvira Sastre, mucho menos literaria, más ligada al recitado en nocturnos locales alternativos (de ahí su gusto por la anáfora: véase su poema “Yo no quiero ser recuerdo”) y a la inmediatez panfletaria de la canción protesta: en “Un país de poetas” habla de “capitalismo devorador”, “una mujer con una pensión de mierda”, “el pueblo nunca miente”.
            Pablo Fidalgo Lareo, también hombre de teatro, se inclina por la poesía narrativa, mientras que Ben Clark ha aprendido de ciertos poetas de lengua inglesa (de los que es buen traductor) a evitar el verbalismo tan ligado a nuestra tradición. No lo consigue del todo Miguel Floriano, pero se agradece el espesor lingüístico de sus versos frente a la chatura expresiva de tantos otros.
            José Luis Morante comienza su sumaria introducción, de la que esperariamos un mayor rigor crítico y menos atenerse a la convencional glosa del currículum de cada poeta, con una referencia a “la profunda conexión entre el momento poético más reciente y la crecida digital”. No se nota demasiado esa conexión, a no ser que aluda a que Diego Álvarez Miguel titula un poeta “Google maps” y Javier Temprado Blanquer comente en otro que “lee las noticias en Internet”.
            ¿Supuso algún cambio el que la poesía pasara de difundirse mediante manuscritos (incluso tiempo después de inventarse la imprenta) a hacerlo de forma impresa? ¿Cambia el libro electrónico la manera de escribir novelas, un blog personal la manera de escribir poemas? José Luis Morante y los periodistas más apresurados parecen pensar que sí.  No entienden que “nativo digital” es solo una metáfora que no hay que tomar al pie de la letra: un recién nacido de hoy no está más adaptado al mundo digital que uno nacido hace cien años.
            Cambian los tiempos, la sociología influye en la poesía, como no podía ser de otra manera, pero la historia de la literatura tiene un ritmo distinto al de la historia general. La difusión, el impacto de unos pocos de estos jóvenes poetas (pensemos en Luna Miguel,, un nombre a tener muy en cuenta) no sería el mismo sin Internet, pero la mayoría de ellos habría escrito exactamente lo mismo sin ella, pero no (pienso ahora en uno de los poetas que más me interesan, Constantino Molina) sin la lectura de Alberto Caeiro o de Eloy Sánchez Rosillo.
           

            

sábado, 13 de febrero de 2016

Juan Manuel Bonet, postales y nostalgias


Via Labirinto
Juan Manuel Bonet
La Veleta. Granada, 2015.

Juan Manuel Bonet, crítico de arte, minucioso historiador de las vanguardias históricas, era un poeta de obra escasa: menos de media docena de libros, que a veces no pasaban de folletos, en más desde treinta años, desde la publicación de La patria oscura (1983). Sorprenderán por ello a la mayoría de sus lectores las más de trescientas páginas de su poesía completa. Esa sorpresa, tras la lectura, no resulta enteramente positiva. Hay poetas que aprovechan la recopilación de su obra para podar, eliminar ramas muertas, dejar caer algunas hojas secas. Juan Manuel Bonet ha preferido vaciar los cajones, recuperar textos perdidos en viejas revistas juveniles, en el catálogo de alguna exposición y en reducidas ediciones con artistas.
            “Postales” titula una de las nuevas series; “Poesía de circunstancias”, otra. En “Nord-Sud” aparecen, junto a los poemas, las fotografías de Bernard Plosu que glosan. “Estas no son ilustraciones a los poemas –indica el autor en las notas finales–, sino que estos nacen de la contemplación de las fotos… y deben ir por siempre unidos a ellas”. Lo mismo podría decirse de buena parte de la obra lírica de Bonet: no parece sostenerse por sí misma, necesita la imagen que le sirve de pretexto.
            El mejor Bonet, el Bonet que aporta un tono nuevo a la poesía española del momento, está en La patria oscura y en las notas diarísticas, muchas de ellas verdaderos poemas, de La ronda de los días. Es un poeta que escribe con el lenguaje de la ensoñación y de la melancolía, que rescata a olvidados poetas crepusculares como Fernando Fortún o Andrés González-Blanco (el de los Poemas de provincia, un título tan bonetiano), que juega a dejar en el poema la impresión de la vida que pasa, o que parece pasar sin apenas dejar más huella que la fugitiva sombra en la pared: “Escribir –como si nada fuera importante– / el sencillo irse de las horas / sentado en la terraza de un café / de una provincia española. / Escribir, como si estuviera escrito / que el ruido de esas tazas sobre el mármol / tuviera que pasar al arroyo claro / de unos versos. / Escribir, como si nada fuera”.
            Bonet gusta de reducir al mínimo sus poemas, tan al mínimo que a veces parecen más los ingredientes para un poema que un verdadero poema, de ahí que su recurso literario preferido sean las enumeraciones. Pero en los mejores casos dos o tres pinceladas le bastan para crear una atmósfera inconfundiblemente suya.
            Al mundo de la provincia, le siguió el de la Europa de entreguerras. En su libro Praga se inventó un heterónimo checo, Pavel Hrádok, que escribe exactamente igual que él: “Mueren las farolas amarillas en la cuesta del Castillo / el recuerdo de las pinturas de Jakub Schikaneder / cantor de las horas foscas / los versos otoñales de Frantisek Halas / los lentos pianos incendiados / los trenes en la noche / los bosques centrales de la melancolía…”
            Polonia-Noche reúne los poemas dedicados a otra de sus patrias. Incluye en ese libro su versión de un poema vanguardista de Józef Czechowicz (1903-1039), que disuena por su extensión de la brevedad de los poemas propios, a menudo simples apuntes: “Contra el atardecer, / sobre el verdín / del estanque, el dibujo / que trazan los patos”.
            El modo de hacer de Juan Manuel Bonet lleva a que sus apuntes diarísticos superen a veces a los propios poemas, en exceso minimalistas. Él mismo nos ofrece el mejor ejemplo en las notas finales, tan precisamente imprecisas: habla –por ejemplo– de “una tercera de ABC que se ha reproducido varias veces” sin indicar fecha ni dónde. El poema “Noche de primavera en Jaime Vera”, no incluido en La patria oscura, nos dice que surgió a la vez que una de las anotaciones de La ronda de los días: “Escribir poesía. Me parece importante subrayar ese tiempo durante el cual el poema no está escrito, pero ya está ahí. Una conversación por la noche, en verano, con las ventanas abiertas. Crees que echa a llover y lo comentas. Al cabo de un rato, sí, llueve de verdad, torrencialmente. En ese mismo instante comienza a abrirse paso el poema. El poema, como una súbita claridad, un instante preciso, una iluminación en la sombra. Durante un tiempo, esa claridad o convencimiento del poema estarán ahí, rondando. En un momento dado, lo escribirás. Será importante entonces, será fundamental conservar fresco el motivo, la claridad hecha alrededor de un instante, de una cosa, de un rostro, de una ciudad, de un tiempo pasado o cercano, propio o ajeno, de un libro, de un olor”.
            Con buen criterio, en La patria oscura dejó fuera el poema que surgió entonces. Lo recupera ahora que la capacidad autocrítica ha desaparecido para ser sustituida por el afán recopilador: “No es la lluvia. Son los árboles. / Son ellos, sí. Único rumor / en la noche cantan. Pueblan la cálida, / doméstica primavera. Callamos / por escuchar su paso, su volver, / su brisa de presagio. Y en el silencio / no tarda en alzarse / la verdadera lluvia que anunciaban”.
            Via Labirinto  es una calle de Siracusa: (“metáfora de la ciudad, / ¿y no también de cualquier vida?”) y el título más apropiado para un libro que nos invita a perdernos en neblinosos lugares, librerías de viejo, viñetas ultramarinas, resonancias crepusculares y nostalgias ultraístas.

            

sábado, 6 de febrero de 2016

La poesía de Carlos Sahagún


Poesías completas (1957-2000)
Carlos Sahagún
Sevilla. Renacimiento, 2015.

Gil de Biedma es el caso más conocido, pero no el único. ¿Qué le lleva a un poeta, a un poeta notable, apreciado por la crítica y el público, a dejar de escribir en un determinado momento? No lo sabemos, pero eso nos indica que la poesía no es una actividad como las otras, que el oficio y la voluntad tienen en ella un papel menor.
            Primer y último oficio tituló Carlos Sahagún (Onil, Alicante, 1938) su último libro, aparecido en 1979. Desde entonces, hasta su reciente muerte, publicó muy poco, alguna reedición, una selección de su poesía amorosa. No fue un libro que pasó sin pena ni gloria: obtuvo el Premio Nacional de Literatura y su autor, incluido en todas las antologías de la nueva poesía española, fue considerado como uno de los nombres fundamentales de la generación del 50, que por entonces comenzaba a protagonizar congresos y tesis universitarias, elevados sus integrantes a la condición de clásicos contemporáneos.
            Había Sahagún sido un poeta precoz (en 1955 publica Hombre naciente, dos años después, a los diecinueve, obtiene el premio Adonais con Profecías del agua), que ya nos había acostumbrado a largos silencios. Tras Como si hubiera muerto un niño, de 1961, no vuelve a publicar hasta Estar contigo, de 1973. Esos cuatro libros citados –queda fuera Hombre naciente–, sin cambios significativos, son los que integran estas Poesías completas, Se les añade un puñado de inéditos escritos entre 1978 y 2000. Luego vendría otro periodo de silencio hasta su muerte, en 2015.
            Pero todo eso es historia externa. Lo que importa al lector es cómo ha tratado el tiempo a este poeta que quiso y supo retirarse a tiempo de la vida literaria. De un punto de partida elegíaco e intimista, pronto su poesía se fue acercando a lo que entonces se llamaba poesía social. Parafraseando una canción popular (“Del rosal vengo, madre”), escribe. “A la historia me lleva / la necesidad. / Cómo se llena el pecho / de realidad”. Sus poemas comprometidos son los más deudores de la retórica del momento. El titulado “Guevara: Octubre 1967” termina con estos versos: “Ser hombre significa desde ahora / ser guerrillero de la libertad”. En “Meditación” habla del “guerrillero que pelea en Vietnam” y no falta un mimético, y quizá prescindible, homenaje a Rafael Alberti. Pero hay también algunos momentos memorables en esta poesía de circunstancias. Un ejemplo, el mejor quizá, “Para este otoño súbito”, dedicado a la muerte de Franco, ajeno a cualquier simplismo panfletario: “Ahora, en la incertidumbre de esta muerte, / contemplo a solas una luz difusa, / cada vez más lejana. Hay en las playas / pura lluvia sin fin, y en los caminos / igual desesperanza, / más árboles sin vida / para este otoño súbito”.
            Los mejores poemas de Carlos Sahagún nos hablan de un niño perdido, de una historia de amor, de la creciente desesperanza. A su dura y hermosa infancia en la España de posguerra vuelve una y otra vez (incluso en poemas en prosa que algo tienen de fragmentos de una autobiografía); la historia de amor, una única historia de amor, comienza en el primer libro y se continúa en los siguientes. Una antología, Las invisibles redes, de 1989, reunió esos poemas.
            La sátira de la vida provinciana, la evocación de lugares vividos (como la machadiana Segovia, donde fue también profesor) y metafísicas perplejidades tienen igualmente su lugar en la poesía de Carlos Sahagún, un poeta que no desdeña ni el soneto ni la canción neopopular, aunque sus mayores logros vayan, me parece, por otro camino.
            En los “Últimos poemas”, como el Antonio Machado de Soledades, al que tanto se aproxima sin mimetismo alguno, prescinde al máximo de la anécdota. Machado no habría desdeñado firmar un poema como “Álamo”. El poeta “apoya su indolencia en el pretil del puente”  y observa en el horizonte “una esbeltez lejana”, un espejismo que le devuelve lo que fue suyo “en días de claridad e infancia”. Otros álamos, los del poema “La luz y el canto”, homenajean a Guillén: “Doraba un sol de puesta / la ascensión de los álamos. / Para mí, para nadie / cantaba un solo pájaro”.
            En mayo de 1987 se celebró en Oviedo un congreso dedicado a los poetas del 50 en el que participaron los más destacados representantes de la generación (salvo Gil de Biedma, ya enfermo por entonces) junto a sus principales críticos. Carlos Sahagún, que pronto se desentendería del grupo, fue uno de los participantes. “Pienso que la poesía es salvación –declaró–, salvación por la palabra”. Salvación del autor y, sobre todo, de nosotros los lectores. Le pedimos lo mismo que el poeta le pide al ruiseñor que canta “la eternidad del goce efímero” en uno de sus más hermosos poemas últimos: “dime el secreto de los vientos / que vienen de la infancia, acerca / tu insistencia en la luz velada / a este horizonte desvalido, / por entre tanta pesadumbre / la obstinación de tus violines / y cruzando bosque y muros /ven otra vez desde el olvido / a consolarme, a lastimarme”.

sábado, 30 de enero de 2016

Enrique García-Máiquez: ingenio, ortodoxia y buen humor


Palomas y serpientes
Enrique García-Máiquez
La Veleta. Granada, 2015.

Los libros de aforismos acostumbran a ser invertebrados, como la España de Ortega y Gasset: una acumulación de ocurrencias que oscilan entre el tópico y la arbitrariedad, el juego de palabras y la moralina.
            El primer acierto de Palomas y serpientes, de Enrique García-Máiquez, que es poeta y muchas cosas más, consiste en estar dotado de estructura: comienza con una serie de aforismos sobre el propio aforismo; termina con unos cuantos “puntos finales”. En medio, muy varias secciones. La más extensa de todos (y la que más se parece al cajón de sastre en que tienen a convertirse los libros de aforismos) se titula “Ideas y venidas”, un juego de palabras no demasiado afortunado.
            El capítulo más original es el que se titula “Repliques explícitos”, en el que cada aforismo cita a otro anterior y dialoga con él. “Diagnosticó Bergamín: En la oscura noche de agosto el lucero tiene taquicardia. Le completo el cuadro clínico: Es el síndrome de Stendhal”.
            “Títulos a crédito” comienza con aforismo de Kierkegaard: “Hay títulos tan buenos que uno se limitaría a paladearlos, ahorrándose la molestia de leer el libro”.  Entre los títulos que imagina García-Máiquez destaco uno, muy actual: “Para una suma de filosofía política: Trampantodos, tocomochos y simples tejemanejes”.
            Otra sección a destacar, “Pajarera”, entre el lirismo y la greguería: los estorninos son cuervos de juguete; las gaviotas que vuelan en la noche, esquirlas de luna; las crías de la cigüeña que abandonan el nido, preadolescentes que salen por primera vez de casa con tacones.
             Algunos aforismos juegan a definir una palabra, que figura como título y así “contradecirse” sería un “efecto secundario de la sinceridad”. A la contradicción y a la discusión invitan muchos de estos aforismos, escritos desde un punto de vista inteligentemente conservador. Un ejemplo: “Se buscaba la gloria; luego, la fama; luego, el éxito; ahora, los ‘Me gusta’ y los retuits; y todavía hay quien habla de progreso”. Puede parecer ingenioso, pero es tan falso como tantas apresuradas críticas del mundo digital: la gloria, la fama, el éxito se siguen buscando con el mismo afán que antes, pero la mayoría de los que la buscan tienen que conformarse con un puñado de “me gusta” y unos cuantos retuits.
            El carácter confesional de la escritura de García-Máiquez se trasluce sobre todo en la sección que lleva por título “Paraíso”. La mayor parte de las anotaciones que la componen carecen de la independencia y universalidad que caracteriza al aforismo: “Allí ya no hay pecados, pero de todas maneras habrá cola para confesarse con el Padre Nicolae Steinhardt”.
            Pero es propio de los libros de aforismos que a ninguno podamos asentir por entero. En Palomas y serpientes son más, muchas más, las sorpresas y las coincidencias que las discrepancias. Algo similar ocurre con los Escolios a un texto implítico, del más destacado quizá de los aforistas conservadores, Nicolás Gómez Dávila.
            De cualquier libro de aforismos, cada lector hace su propia antología. Buena parte de los de García-Máiquez se nos quedan para siempre en la memoria: “El malhumor crea moho”, “La tristeza atonta”, “La ingenuidad es un ingrediente básico de la inteligencia”.
            García-Máiquez es un moralista (como todo buen aforista), pero un moralista que nunca frunce el ceño, que siempre parece estar de buen humor. “Los grandes premios literarios, esa rama especializada de la geriatría o de los cuidados paliativos”. Por ello le perdonemos algunos rebuscados juegos de palabras (“La lujuria empieza como lujo y, como supo Acteón, acaba en jauría”) y otrosque parecen hechos para los antiguos dictados escolares: “En la desgracia es más fácil creer en Dios. Del ‘ay, Dios’ al ‘hay Dios’. Ahí hay, ay, un suspiro”.
            Un buen libro de aforismos es un repertorio de citas. Al principio de muchos diarios íntimos podría figurar la siguiente: “Lo interesante de los que hablan mucho de sí mismos es lo que callan”. Y al frente de un estudio sobre las relaciones entre Juan Ramón Jiménez y los poetas del 27 esta otra: “Lo más difícil para un maestro no es hacer todo lo posible para que su discípulos sea mejor que él, sino alegrarse de ello”.
           

            

sábado, 23 de enero de 2016

La poesía de Rafael Fombellida


Dominio (Poesía 1989-2014)
Rafael Fombellida
Sevilla. Renacimiento, 2015.

Los poetas se pueden clasificar de muchas maneras. Una de ellas es la de aquellos que dan lo mejor de su obra en los primeros libros –y luego, si no mueren jóvenes, se dedican a retirar una retórica– frente a quienes tardan en encontrar su voz, pero luego van enriqueciéndola y madurándola progresivamente.
            Rafael Fombellida, nacido en Torrelavega en 1959, pertenece al segundo grupo. Muy activo en la vida literaria de Cantabria durante las últimas décadas, junto a Carlos Alcorta y Lorenzo Oliván, al reunir y organizar su poesía completa en Dominio ha prescindido de sus publicaciones iniciales, “entre el hermetismo y el impresionismo”, para centrarse en la línea que culmina con  Di, realidad (2015), que le acredita como uno de los nombres imprescindibles en el panorama de la poesía española contemporánea.
            Rafael Fombellida escribe, como todos los poetas verdaderos, desde la experiencia y la cultura. Al contrario que a buena parte de los poetas surgidos en los años ochenta, no le ha interesado acercarse al lenguaje coloquial. Nunca ha pretendido escribir como se habla, dar voz al hombre de la calle. Lo suyo es el lenguaje literario, a veces incluso convencionalmente literario, lo que puede provocar el rechazo de algunos lectores impacientes. Los primeros versos del poema que inicia Dominio dicen así: “Blanco del cazador es el caído / en la celada inmóvil de la nieve. /  Una quietud profunda desampara / su indefensa pisada ante el abismo”. Y más adelante, en el mismo libro, Deudas de juego, nos encontramos con otros que en ocasiones suenan a ejercicios de estilo, como los poemas viajeros o los retratos y monólogos dramáticos (Antonio Machado, Umberto Saba. José Luis Hidalgo) de “Hombres solos”. Las continuas citas en diversos idiomas nos indican, quizá demasiado explícitamente, la voluntad del autor de trascender el provincialismo, de insertarse en la tradición mejor de la poesía occidental.
            Tantea, indaga, explora Rafael Fombellida y por fin encuentra un mundo propio y una voz inconfundible para expresarlo. Sus mejores poemas tienen un aire entre onírico y cinematográfico, narran una anécdota, muy visual, a la vez cotidiana y apocaliptica. Son poemas que hablan de insomnios, deformes cuerpos desnudos, inconcretas amenazas, un mundo hostil que está fuera y a la vez dentro de nosotros. Poemas expresionistas, de impactante trazo grueso, entre “El grito”, de Munch y la pintura de Lucian Freud (a quien se cita expresamente) o de Francis Bacon.
            La poesía más directamente confesional (la que habla, por ejemplo, de la muerte de los padres), la más propicia a la falacia patética, está resuelta de una manera ejemplar. En “Quiet song” el tono se vuelve sorprendentemente coloquial, próximo al que los poetas del realismo sucio: “Estoy sentado solo, bajo la marquesina / transparente de una estación de tren. / Una estación del extrarradio / con grafitos, orines y paneles / de polímero blanco. / Se ha levantado un viento del demonio”.
            Sorprende este lenguaje en un poeta que al que parece gusta hablar, más que de lo que pasa en la calle, de “los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa” (sin llegar, claro, a los extremos de un Caballero Bonald). Los versos finales nos aclaran por qué quien ha amado siempre las estaciones (“las del cine, / la de Valencia, la de mi ciudad, / Madrid-Príncipe Pío, aquella en donde muere / el guardavías de Ana Karenina”) convierte esa estación del extrarradio en una antesala del infierno.
            No son frecuentes estos poemas en que el lenguaje directo y sobrio contrasta con el descarnado contenido emocional. Rafael Fombellida prefiere los que nos cuentan minuciosamente una historia entre apocalíptica y absurda, pero siempre desasosegante, siempre una parábola del sinsentido de vivir.
            Los poemas viajeros de los primeros libros, aquellas gratas melancolías en Lisboa o Coimbra, reaparecen ahora metamorfoseados, convertidos en eficaces parábolas de su visión del mundo. En “Odiseo en el Báltico”, es un Ulises contemporáneo el que sabe que su sitio no está en la isla de Circe ni en ninguna Ítaca: “Bajo la neutra luz del aeropuerto / era yo quien rogaba una salida a la amplitud vacía / que se abría delante. Era quien imploraba la huida a un infinito / cruzado por coágulos sigilosos de nieve, / indefinido y blanco / en el cual nunca habría más allá, / nada para los pasos, nadie para un regreso”.
            Partiendo de donde tantos contemporáneos suyos, los poetas del ochenta, extraviándose a veces en los recodos del camino, Rafael Fombellida ha llegado hasta un dominio propio, hasta un territorio exclusivamente suyo. Di, realidad, el último libro publicado hasta la fecha, lo acredita cumplidamente. Áspero y confortador, desasosegante y lúcido, no salimos indemnes de sus páginas. Bastan los poemas de ese libro –pero hay muchos más en estas poesías completas voluntariamente incompletas– para que podamos considerarle como uno de los pocos autores imprescindibles de la poesía de hoy.

sábado, 16 de enero de 2016

La novela de una novela o los ocios de un embajador


La pasión de Mademoiselle S.
Anónimo
Edición y comentarios de Jean-Yves Berthault
Traducción de Isabel González-Gallarza
Seix Barral. Barcelona, 2016.

¿Cuántas veces se ha utilizado la técnica del manuscrito encontrado? El autor se disfraza de editor, y a menudo también de traductor, para hacernos creer que lo que cuenta no es invención suya sino verídica crónica. El trampantojo realista siempre ha sido uno de los efectos más buscados en la literatura de ficción.
            Jean-Ives Berthault, que fue cónsul de Francia en Tánger y luego embajador en el sultanato de Brunei, cuenta al comienzo de La pasión de Mademoiselle S. cómo, ayudando a una amiga a vaciar el sótano de una vieja casa, se encontró, debajo de tarros de conserva vacíos y amarillentos periódicos, con una cartera de cuero llena de cartas manuscritas.
            Eran cartas de amor, escritas por una mujer en los años veinte con un lenguaje erótico sorprendentemente directo y escandaloso para la época. Un tercio de ellas constituyen este volumen publicado por Gallimard en Francia y de inmediato traducido a las más diversas lenguas. Aspira a ser un nuevo best seller en la línea de Cincuenta sombras de Grey.
            Para facilitar ese objetivo a la agente literaria que está detrás del proyecto, Susanna Lea, una de las más importantes de Francia, se le ocurrió convertir un manido recurso literario en una superchería (algo también frecuente en la literatura, con ejemplos como los poemas de Ossian o las cartas de la monja portuguesa sor Mariana Alcoforado). Más interesantes que las fantasías eróticas de un embajador que se aburre en su destino serían las cartas reales de una mujer que se atreve a poner en práctica sus deseos sexuales y hablar de ellos sin veladuras en una época de incipiente liberación femenina. Como en cualquier buena mixtificaciòn, se nos ofrece toda clase de pruebas. El libro se ilustra con reproducciones de las cartas manuscritas y en la edición francesa aparece incluso un documento firmado por Frédéric Castaing, que se dedica al comercio de autógrafos, atestiguando la autenticidad de las cartas.
            Al lector medianamente atento, al contrario que al periodista cultural, le resulta difícil caer en la trampa. El copyright no engaña: figura a nombre de Jean-Ives Berthault. Si las cartas no fueran escritas por él, aunque se las hubiera comprado a una amiga (como indica en el prólogo), no sería el propietario de los derechos: cualquiera podría por lo tanto publicarlas sin pedirle permiso ni a él ni a su agente y la operación comercial se vendría abajo.
            ¿Y qué ocurriría si aparecieran los herederos de la autora de las cartas prohibiendo su publicación o exigiendo los correspondientes derechos de autor? En alguna entrevista, Berthault ha tratado de solverntar esas dudas embrollando más el asunto. Ha llegado a afirmar que otro paquete de cartas, encontrado también en la casa de su amiga, le ha permitido saber la identidad de la mujer: “Estaban datadas de tres años después, de otro amante; parece que estaba especializada en hombres casados –ironiza–. Allí había cartas de los dos, porque a veces el hombre devolvía las cartas a la mujer para evitar el chantaje, y algunos sobres con los nombres completos”. Un estudio genealógico le habría permitido averiguar que la mujer –a la que él llama Simone– no habría tenido ni hijos ni herederos que pudieran reclamar los derechos. Esas otras cartas nos presentarían a una mujer “casta, religiosa y espiritual, a imagen y semejanza del nuevo amante”. ¿Y entonces cómo es que guardó cuidadosamente las cartas procaces que escribió al amante anterior después de que este al parecer se las devolviera? ¿Y cómo es que no aparece ninguna de las que ese primer amante le escribió a ella? Y si sabe el nombre de la autora, ¿por qué se publica el libro como anónimo?
            Es una técnica habitual en la novela realista insistir en la verdad de lo que se cuenta y el lector finge creer al anónimo autor del Lazarillo, a Galdós o a Balzac, al Henry Jamen de Otra vuelta de tuerca o al Umberto Eco de El nombre de la rosa. Pero cuando esas apelaciones pasan del texto al paratexto, de la obra literaria a las informaciones sobre ella conviene que los informadores culturales –demasiado acostumbrados a ser meros transmisores de la publicidad de los grandes grupos editoriales– no contribuyan al engaño.
            ¿Importa eso para determinar el valor y el interés de un libro, La pasión de Mademoiselle S., que se nos presenta como anónimo? Importa, y mucho. La realidad no tiene por qué ser verosímil. Las cartas de alguien que nos cuenta lo mucho que disfruta cuando su amante la ata a la cama y la azota con violencia o cuando da nombre de mujer a su amante y lo trata como tal (e incluso le busca un hombre para que disfrute al ser penetrado lo mismo que ella disfruta), de ser reales, son dignas de estudio, tienen un gran valor psicológico y sociológico. Nos ayudarían a entender los enigmas de la sexualidad humana, constituirían un documento excepcional. Si son solo las procaces fantasías de un sexagenario embajador que se aburre, ¿a quién le pueden interesar? El engaño sobre la verdadera autoría resulta así fundamental para tratar de convertir el volumen en un rentable best seller.
            Como novela, vale poco: solo es un catálogo de monótonas audacias sexuales. Lo que tiene de novela está fuera de las cartas: en el prólogo y en las declaraciones de autor y editores para confundir al lector. Sobre su utilidad en prácticas autoeróticas, no me atrevo a opinar. Pero no hace falta tener mucha imaginación –solo conexión a Internet– para encontrar ayudas más eficaces.






viernes, 8 de enero de 2016

Claribel Alegría y los poetas de Twitter


Pasos inciertos
Antología personal (1948-2014)
Claribel Alegría
Prólogo de Benjamín Prado
Visor. Madrid, 2015.

Las redes sociales han vuelto a poner la poesía de moda. Han surgido infinidad de nuevos poetas que se han hecho populares a través de ella y que luego, en algunos casos, han llevado su popularidad al papel, vendiendo de sus libros miles de ejemplares, algo inusitado en el género. Los poetas y los críticos tradicionales –también de la tradición de la vanguardia– ponen el grito en el cielo y afirman que eso no es poesía, sino banalidad y desahogo sentimental.
            Claribel Alegría no es poeta de Twitter ni su nombre es un pseudónimo, aunque lo parezca. Nacida en 1924, lleva publicando poesía desde hace más de medio siglo (su último libro, Voces, apareció cuando ya había cumplido los noventa años) y muchos de sus versos podrian circular por la red como escritos por un Marwan o una Elvira Sastre para satisfacer el romanticismo postmoderno de los nativos digitales: “Todos los que amo / están en ti / y tú / en todo lo que amo”. Pasos inciertos nos ofrece una amplia selección de su obra con prólogo de otro poeta emocionante y preciso, Benjamín Prado.
            La poesía siempre ha gustado de volar fuera del libro. Nació unida a la música, para ser recitada, para quedarse en la memoria. El libro solo es para ella un almacén, un lugar de reposo, una manera de viajar segura, a salvo de olvidos y variantes, en el tiempo y en el espacio.
            Pero pronto, junto a la poesía fundamentalmente oral, surgió otra para leer y releer en voz baja, poesía erudita, llena de alusiones y elusiones, que necesita del comentario crítico para florecer plenamente en el lector. Bertold Brecht por un lado y Paul Celan por otro, para decirlo con dos nombres de la literatura alemana. O el José Ángel Valente de El fulgor y el Ángel González de Prosemas o menos, para ejemplificarlo con poetas españoles.
            Los poemas que viajan en las redes sociales van en busca del lector común, no del especialista en literatura, tratan de los temas de siempre y no le temen al sentimentalismo. Uno de los poemas últimos de Claribel Alegría se titula “Mi gata”: “Cómo envidio a mi gata / que no sufre de insomnio / sobre el sofá se duerme / sobre el piso / si la despierta un ruido / abre apenas los ojos / y los vuelve a cerrar”. Nos imaginamos el éxito inmediato de este poema en youtube con las imágenes de la gata ronroneando.
            Claribel Alegría, nacida en El Salvador, de familia nicaragüense, gusta del lenguaje directo y coloquial, tan aparentemente fácil, tan difícil de conseguir en poesía sin que se contagie de banalidad. Estudió en Estados Unidos y allí tuvo como mentor a Juan Ramón Jiménez, quien la ayudó a preparar su primer libro, Anillo de silencio (1948). Pero la obra de Claribel Alegría no comienza a interesarnos hasta que deja atrás los presupuestos de la poesía pura juanramoniana, de la poesía despojada de anécdota, y se hace confesional y realista. Huésped de mi tiempo se titula uno de sus libros; “Documental”, uno de sus poemas. La realidad latinoamericana está en sus versos con verdad, sin esquematismos. A Roque Dalton, el poeta asesinado por sus propios correligionarios guerrilleros, se le dedican varios textos, entre ellos una de las prosas autobiográficas de Luisa en el país de la realidad. También gusta de recurrir a la ironía, como en al poema “Desilusión”, sobre la inutilidad de la violencia: “Ametrallé turistas / por la liberación / de Palestina. / Masacré católicos / por la independencia de Irlanda. / Envenené aborígenes / en las selvas amazónicas / para abrirle camino / a la urbanización / y a progreso. / Asesiné a Sandino, / a Jesús, / a Martí. / Exterminé Mai-Le / para bien de la democracia. / De nada me ha servido; / a pesar de todos mis esfuerzos / el mundo sigue igual”.
            Claribel Alegría es maestra en el poema breve y también en el de cierta extensión. Algunos de sus mejores poemas forman una especie de libro de familia. “Raíz madre” es quizá el mejor de todos ellos. Pocas veces una relación de amor odio (“Eres la anaconda / que me va a tragar / la anaconda que ondea / sus escamas jaspeadas / con la mirada fija  / sobre mí”, le dice a la madre) está descrita con tanta minuciosa verdad.
            Engaña la apariencia directa de los versos de Claribel Alegría. Hay en ellos geografía e historia, la torturada peripecia del siglo XX, y también una muy personal recreación de la mitología y de la historia de la cultura. Fedra y Prometeo, Dafne y Selene protagonizan algunos de sus poemas. Pero no hay en ellos arqueología ni distanciamiento. Son otra manera de decirse, de decirnos: “Duerme / duerme, Endimión / no quiero despertarte / con mis besos / déjame que te mire / déjame que te narre / mi odisea / tus ojos medio abiertos / se extravían / y yo sé que me escuchas”.
            ¿El medio es el mensaje, como quería McLuhan? ¿Han creado las redes sociales un nuevo tipo de poesía? Parece que no, y Claribel Alegría, como tantos poetas que escribían para ellas antes de que se inventaran, lo demuestra (“Quiero ser todo en el amor / el amante / la amada / el vértigo / la brisa / el agua que refleja / y esa nube blanca  / vaporosa / indecisa / que nos cubre un instante”).  Solo ayudan a que la poesía llegue mejor a los lectores habituales y a que encuentre nuevos lectores en quienes no tenían costumbre de acercarse a ella

sábado, 2 de enero de 2016

Unamuno, el tren y otras historias


Por tierras de Portugal
Un viaje con Unamuno
Agustín Remesal
La Raya Quebrada. Zamora, 2015.

La relación entre Unamuno y Portugal ha sido ya bien estudiada, pero Agustín Remesal, periodista de larga trayectoria, vuelve a ella de una manera novedosa, entremezclando la investigación erudita con la reconstrucción imaginativa y el relato de sus propias andanzas con las del autor de Por tierras de Portugal y de España.
            El primer viaje de Unamuno a Portugal tuvo lugar en 1894. Iba acompañado de su primo Telesforo Aranzadi, antropólogo y estudioso de la cultura vasca y utilizaron la línea ferroviaria, hacía poco inaugurada, que unía Salamanca con Oporto. En la estación de Barca d’Alva había que cambiar del tren español al portugués. “Fue aquella construcción una obra de titanes”, nos informa Agustín Remesal. Más de ocho mil jornaleros llegaron a trabajar simultáneamente. Lo más notable es el puente internacional: “Su trazado diagonal sobre el río realza los perfiles metálicos que forman la cruz de San Andrés, la grafía nueva de la ingeniería del hierro iniciada por Gustave Eiffel. La ligereza metálica de este entramado de barrotes y traviesas otorga una elegancia admirable a los cuatro pilares cónicos de piedra donde se asientan los hierros reflejados en el agua”. El puente fue construido por empresas portuguesas y, según instrucción de las autoridades, en los pilares había varias troneras donde colocar cargas explosivas para volar el puente “en caso de conflicto bélico o invasión militar desde España”.
            En este primer viaje fue huésped Unamuno del poeta Guerra Junqueiro, una de sus grandes amistades portuguesas. Las conversaciones entre ambos, admirablemente recreadas por Agustín Remesal, lo mismo que las que luego tendría con Eugénio de Castro o Texeira de Pacoaes, son uno de los mayores atractivos del volumen.
            El poeta Eugénio de Castro le sirvió como guía en Coimbra; Texeira de Pascoaes le llevó a su quinta de Amarante. Pascoaes fue el fundador de la revista A Águia, en la que Pessoa se dio a conocer con un trabajo crítico en el que anunciaba la pronta aparición de un “supra-Camoens”, de un poeta que superaría en grandeza al mayor escritor portugués conocido. En la misma revista publica Unamuno su soneto “Portugal”, que influiría en el Mensagem pessoano, aunque ambos escritores no llegaron a conocerse y Pessoa mirara siempre al amigo de Pascoaes con evidente antipatía.
            Durante varios años fueron frecuentes los viajes de Unamuno a Portugal. Le habían nombrado miembro del consejo de administración de la Companhia das Docas do Porto e Caminhos de Ferro Peninsulares y eso le permitía viajar gratis. En Espinho, cerca de Oporto, pasó varios veranos y allí se hizo amigo del doctor Laranjeira, de quien tomó muchas de las ideas que le llevaron a considerar a Portugal como “un pueblo de suicidas”. En Espinho, gracias a la nueva línea ferroviaria, veraneaba una abundante colonia española, de la que formaban parte Gregorio Martínez Sierra y María de la O Lejárraga. Allí vivieron “jornadas de mucha actividad teatral”, alejados de la maledicencia madrileña para esconder “su matrimonio homosexual y de conveniencia” (de conveniencia, sí –ella escribía lo que él firmaba y promocionaba–, pero ¿homosexual?). Según nos cuenta Agustín Remesal, el doctor Laranjeira habría participado con ellos en “una escena de amor perverso a trío”. Poco verosímil resulta tal afirmación.
            El verano de 1914, el del comienzo de la Gran Guerra, lo pasó Unamuno en Figueira da Foz. Esa estancia supuso un punto y aparte en sus relaciones con Portugal. No volvería hasta 1935 y en condiciones muy distintas.
            Los años de los frecuentes viajes de Unamuno a Portugal resultan decisivos para la historia del país. Son los años del regicidio (el reyy el príncipe heredero fueron asesinados en 1908) y la proclamación, en 1910, de la república. Cuando vuelve, el país es otro. La turbulencia y ingobernabilidad han desaparecido. Ahora es España la que se ha convertido en una república inestable, amenazada por los extremistas de uno y otro signo, mientras que Portugal vive en la tranquilidad del Estado Novo. La política cultural del salazarismo la lleva entonces Antonio Ferro, amigo de Pessoa y de los vanguardistas de Orpheu. Suya es la idea de reunir en Lisboa, para conmemorar el milenario de la ciudad, a lo más destacado de la intelectualidad europea. Y allá va también Unamuno, ciudadano de honor de la República española, que rechaza encontrarse con Salazar, pero que no tiene inconveniente en reunirse en Estoril con el general Sanjurjo, quien por entonces preparaba un golpe de Estado que tendría más éxito que el frustrado de agosto del 32.
            Mucha historia, sobre todo historia olvidada, de España y de Portugal hay en este libro, en el que los viajes de ayer, protagonizados por Unamuno, se alternan con los de hoy y en el que a lo vivido y lo leído se añaden diálogos y situaciones recreados con bien informada imaginación. Un libro para los admiradores de Unamuno, para los amantes de Portugal, para quienes gustan de los viajes en el espacio y en el tiempo.