martes, 2 de octubre de 2012

Andrés Trapiello: Campo de minas


Andrés Trapiello
Ayer no más
Destino. Barcelona, 2012


¿”Otra maldita novela sobre la guerra civil”, como tituló Isaac Rosa una de las suyas, la nueva novela de Andrés Trapiello? Solo en cierto modo. Ayer no más el título viene de Rubén Darío: “yo soy aquel que ayer no más decía”– trata menos de la guerra civil que de sus todavía vivas consecuencias, como las iracundas controversias que suscitó la Ley de la Memoria Histórica promulgada por Rodríguez Zapatero.
            Novela de tesis, con páginas que derivan hacia el ensayo histórico y el columnismo de opinión, Ayer no más corre el riesgo de ser juzgada por sus ideas sobre la guerra civil y no por valores estrictamente literarios. La tesis que propugna Trapiello es bien conocida: no hubo dos Españas, una democrática y liberal y otra fascista que se enfrentaron en la guerra civil, sino tres, y la democracia y el liberalismo estaban en esa tercera España –la de su beatificado Chaves Nogales, por ejemplo– que tuvo que exiliarse porque no encontraba sitio en ninguno de los bandos totalitarios en lucha, ambos igualmente responsables de crímenes atroces.
            El protagonista, el historiador José Pestaña, pierde consistencia como personaje para convertirse en una transparente máscara del autor: “Si denunciaba como una patraña de la propaganda el que los mejores intelectuales y escritores españoles solo estuvieran de parte republicana, los intelectuales y escritores de derechas se me acercaban con sonoras palmadas en la espalda, pero no les gustaba tanto si recordaba la mediocridad de sus pensadores, ideólogos y periodistas y poetas orgánicos, y cuando he dicho que no hay mucha diferencia entre los poemas de guerra del comunista Fulano y los del fascista Belgrano, no les he contentado ni a los unos ni a los otros”.
La tentación de discrepar de esas afirmaciones, o al menos de matizarlas, es grande. Pero el crítico literario debe dejarla de lado  y ocuparse de Ayer no más como obra de ficción.  Sin embargo, me permitiría aconsejarle al prestigioso historiador José Pestaña un libro, El holocausto español, de Paul Preston, en el que los crímenes de “los hunos y los hotros”, para decirlo a la manera unamuniana, se cuentan con el mismo estremecedor rigor, sin que por ello se considere que eran idénticas la España republicana y la fascista. De la barbarie en la zona republicana –especialmente en los primeros meses de la guerra civil cuando el gobierno se quedó sin medios para ejercer su autoridad– ya se había hablado, y mucho, antes de que Pestaña-Trapiello comenzara a distanciarse de unos y otros para alabar a la tercera España.
            La novela comienza con un juego perspectivístico: cada breve capítulo, en primera persona, expresa el punto de vista de uno de los personajes. El autor prescinde de los primores de su estilo literario para acercarse a una especie de sincopado monólogo interior que no desdeña el uso de dialectalismo, como el peculiar uso de “cual” que rechina casi en cada página: “Ese paisano que diga lo que quiera, puede haberse equivocado de persona, el cual no podrá probarlo”, “Encontré a don Mames en el confesionario, el cual no me reconoció”, “Habiendo llegado don Damián Lezama a León, en 1921, fundó la Bilbaína, fábrica de componentes y suministros eléctricos, el cual era un hombre emprendedor”, “No podía creer que era yo, lo cual que llevábamos sin hablar treinta años”.  El léxico de Raquel, una joven profesora universitaria, también sorprende un tanto; “joder, tronco, deja ya la puta moneda”, “un coche mazo de molón”, “se chinó porque se me piró llamarle paisano”.  El lector agradece que, según avance la novela, el autor se vaya olvidando de la caracterización lingüística de los personajes y cuente la historia de un modo más neutro, próximo –sobre todo cuando habla José Pestaña– al de sus ensayos y artículos periodísticos.
            Lo mejor de Ayer no más es lo que tiene de novela de familia, de ajuste de cuentas, y de perdón final, de un hijo con su padre; lo más discutible, la sátira del ambiente universitario –un mundo que quizá el autor conoce menos bien– y la caricatura de las asociaciones en defensa de la memoria histórica. Aunque se traslucen antipatías personales (la de Ian Gibson es la más evidente), sí es de agradecer el evidente afán de no ser partidista en un tema tan vidrioso como el de las responsabilidades históricas.
            Algo inverosímil resulta el punto de partida. Un niño se encuentra por primera vez, después de setenta años al asesino de su padre, y lo reconoce solo por la voz. ¿Tan inconfundible era esa voz? El asesino era un hombre bien conocido en León, todo el mundo le conocía y le saludaba, ¿nunca habían tenido ocasión de encontrarse antes en esos setenta años?
            Pero al autor, en esa novela de tesis, no le interesa demasiado la verosimilitud, juega incluso con ella. En un guiño cervantino, hace aparecer la novela dentro de la propia novela como escrita por el protagonista y nos describe el escándalo que suscita en la provinciana León, muy semejante al que ocasionaron algunos de sus libros (Andrés Trapiello mantiene con esa ciudad una peculiar relación de amor-odio). La cubierta del libro de ficción es semejante a la del libro real; la fotografía que en ella aparece resulta clave en la obra porque recoge un momento de felicidad antes de que se rompiera la relación entre el padre y el hijo.
            Reproduce Trapiello “Spoon River, Euskadi”, el conocido poema de Jon Juaristi, tantas veces citado al hablar del conflicto vasco: “¿Te preguntas, viajero, por qué hemos muerto jóvenes, / y por qué hemos matado tan estúpidamente? / Nuestros padres mintieron, eso es todo”. Lo curioso es que se lo atribuye a Kipling, no sabemos si maliciosamente: el poema de Juaristi es, en realidad, una variación, casi un plagio, de uno de sus epitafios de la guerra.
            No, Ayer no más no es “otra maldita novela sobre la guerra civil”. Es un esforzado intento de ajustar cuentas que no terminan de ajustarse nunca. La guerra civil –tantos años y tantos libros después–  todavía no es la guerra de Cuba, un asunto solo para historiadores, todavía su sangre puede salpicarnos si nos adentramos en terrenos que guardan minas aún por estallar, como hace y seguirá haciendo Andrés Trapiello y como quiso hacer, fuera de la literatura, el juez Garzón, con el resultado de todos conocido.

jueves, 27 de septiembre de 2012

Curzio Malaparte: Un genio fascista y narciso


Maurizio Serra
Malaparte. Vidas y leyendas
Traducción de Juan Manuel Salmerón
Tusquets. Barcelona, 2012


La vida de un escritor acaba formando parte de su obra. La de Curzio Malaparte, tan bien contada por Maurizio Serra, está a la altura de sus dos obras mayores, Kaputt y La piel. Fue un fascista de primera hora, amigo de la violencia, cómplice en uno de los casos más turbios que llevaron a Mussolini a afianzarse en el poder: el asesinato de Matteotti. Tras las elecciones de 1924, ganadas por la “lista nacional” mussoliniana, un diputado veneciano, Giacomo Matteotti, presenta en el parlamento pruebas de fraude electoral y  malversaciones, pruebas que implican directamente al ministro del Interior. Pocos días después es secuestrado a la salida de su casa; su cadáver aparecerá meses más tarde. Gran escándalo internacional, hay una investigación que lleva hasta una de las “squadras” del partido fascista, dedicadas a amedrentar adversarios y obreros díscolos. Dirigidas por personas de la máxima confianza del Duce, la investigación del asesinato cada vez se acerca más a su persona. Y en ese momento interviene Malaparte –un llamativo pseudónimo que encubre su origen alemán: el apellido real era Suckert–, que se presenta a declarar voluntariamente. Según él, la misma noche del crimen, el principal acusado, Amerigo Dumini, un matón con el que mantenía cierta amistad, le confesó que su intención era darle una lección al diputado, no matarlo, que su muerte fue accidental. Dumini, que hasta entonces lo había negado todo, se acoge a esa versión, ya que la pena por homicidio involuntario no podía ser demasiado grave. Se le prepara además un atenuante, con la intervención también de Malaparte. Poco antes había sido asesinado en París, por un anarquista, un diplomático italiano; de ese crimen se acusa con pruebas falsas a Matteotti: la “lección” que quiso darle Dumini estaría así justificada por la indignación que le causó ese crimen. Mussolini puede respirar aliviado y los contrarios al fascismo saben desde ese momento a qué atenerse.
Curzio Malaparte no recibió el premio que esperaba por sus servicios –un alto cargo en la política o en la diplomacia– y desde entonces guardó un cierto resquemor hacia Mussolini. En contra de lo que dijo a partir de 1943, nunca fue antifascista mientras el fascismo estuvo en el poder. Cierto que en 1931 se le confinó a la isla de Lipari, pero por su enfrentamiento personal con uno de los capitostes del fascismo, Italo Balbo, y los cinco años que decía haber pasado en el destierro fueron poco más de un año.
            Muchos puntos negros hay en el comportamiento de Curzio Malaparte, siempre atento a sus intereses, siempre dispuesto a venderse al mejor postor, y Maurizio Serra no perdona uno y con paciencia y buena documentación va desmontando todas las mentiras con las que el escritor adornó o directamente falsificó su vida.  El libro, sin embargo, está escrito desde la simpatía. Y el lector acaba sintiéndola también. Curzio Malaparte atrae y repele al mismo tiempo. Exhibicionista y a la vez lleno de secretos, practicaba el culto a la virilidad, pero eso no le impedía utilizar un discreto maquillaje. Agresivamente homófobo, se le tildó de homosexual, pero el único hombre del que estuvo enamorado –si no tenemos en cuenta su relación de amor-odio con Mussolini– fue él mismo. Tampoco parece que estuviera nunca enamorado de ninguna mujer, aunque muchas lo estuvieron de él y una de ellas, la actriz norteamericana Jane Sweigard, llegó hasta el suicidio por amor. A las mujeres las trató con una displicencia que a veces se confunde con los malos tratos. Aparte de a sí mismo, parece que solo amó a los animales, especialmente a sus perros, con los que gustaba de pasear a solas.
            Era un dandy y un monje, un insaciable acaparador de elogios y honores y un escritor dedicado obsesivamente a conseguir la verdad de cada página. Fue el cronista de los horrores del siglo XX, un cronista que siempre presumía de haber estado allí, de haberlo visto todo con sus propios ojos. Mentía, mentía continuamente, como periodista y como escritor, pero solo era para mejor decir la verdad, para hacerla más verdadera. Más de una vez le descubrieron fechando todavía sus reportajes en el frente cuando ya llevaba meses viendo en Roma o en Capri.
            Sus dos obras mayores, Kaputt y La piel, nos hablan de los desastres de la guerra. Se trata de dos inmensos e inolvidables reportajes alucinados. En Kaputt acompaña, como enviado especial de un periódico italiano, a los soldados alemanes en su ocupación de Polonia y la Unión Soviética. El periodista Lino Pelegrini, que le acompañó entonces, y al que Maurizio Serra entrevista en su biografía, ha puesto en cuestión alguna de las anécdotas que Malaparte cuenta en Kaputt. Importa poco. Lo que se le puede reprochar a un periodista no se le puede reprochar a un escritor. Lo que le han contado, aquello de lo que se ha enterado por otros medios, lo cuenta como si hubiera sido testigo presencial; consigue así que la eficacia sea mayor, y a veces también la verdad.
            Los napolitanos tardaron en perdonarle a Malaparte el retrato que de ellos hizo en La piel, un libro que es a la vez el retrato más fiel de la ciudad en los días terribles de la “liberación” y una onírica pesadilla.
            Mucho de tragedia grotesca, de comedia a la italiana, tuvo el final de Malaparte, los largos meses que pasó en una clínica romana tras habérsele detectado cáncer durante un viaje a China. Todos sus amigos y sus enemigos, todo el que era alguien en la Italia de entonces, fue a visitarle y él, a pesar de los terribles dolores, estaba encantado de haberse convertido en lo que siempre quiso ser: el centro del mundo. Poco antes de su muerte le entregaron, con mucho ruido mediático, el carnet del partido comunista (con los comunistas había coqueteado desde que se quedó huérfano de Mussolini), pero murió, según se anunció también estruendosamente, convertido al catolicismo. Eran tiempos, años cincuenta, en que en Italia como en España (recordemos el caso de Ortega y Gasset) había clérigos especializados en aprovechar los momentos de debilidad de los agonizantes ilustres para lograr que volvieran al redil de la fe. Los padres jesuitas que lograron la “conversión” de Malaparte explicaron a los periodistas que, en su presencia, había roto el carnet del partido comunista que le habían entregado poco antes. Pero ese carnet, que todavía se conserva, apareció intacto escondido bajo el colchón. Malaparte, que solo se quería a sí mismo, jugó hasta el último momento a dejarse querer por unos y por otros.
            La biografía que le dedica Maurizio Serra lleva el subtítulo de “vidas y leyendas”. No solo de esas vidas, raramente ejemplares, y de esas leyendas, que aún no han perdido su capacidad de fascinación, se nos habla en este libro; también de la compleja historia de Italia en la primera mitad del siglo XX y de la obra literaria, muy minuciosamente analizada, de una de los nombres fundamentales de su tiempo.
            Una biografía ejemplar, a pesar de alguna inexplicable desidia de los editores (como ofrecernos la lista íntegra de las traducciones de Malaparte al francés y solo tres o cuatro traducciones recientes al español), de un seductor que no habría sido el gran escritor que fue sin haber sido la persona a menudo poco ejemplar que también fue.

lunes, 17 de septiembre de 2012

Hölderlin, Azúa y la gran poesía


Friedrich Hölderlin
Poemas
Lumen. Barcelona, 2012
Versión e introducción de Eduardo Gil Bera


En su brillante –y discutible, como luego veremos– prólogo a la nueva versión de la poesía de Hölderlin en español, escribe Félix de Azúa: “Las traducciones son como un concierto, una interpretación musical a cargo de un artista. Es cierto que Beethoven es uno, pero solo llegaremos hasta él sea de la mano de Furtwängler o de la de Haarnoncourt, dos modos antagónicos de traducir a Beethoven. Y Bach puede tener la opalina luz pietista de Leonhardt o la abrumada desolación romantica de Richter, que tocaba a la luz de una vela”.
            Los motivos de Eduardo Gil Vera para ofrecernos otra traducción de una poeta que ha tentado ya a grandes traductores (y a poetas, como Luis Cernuda, que no conocían el alemán) se encuentran en su desagrado “ante las oscuridades gratuitas y efervescencias sobrevenidas que percibía en las versiones disponibles”; su propósito es ofrecernos una traducción “de máxima transparencia y absoluta confianza en el poema y en el lector”.
            Gil Bera prescinde del ritmo y busca atenerse a la más estricta literalidad. A veces no es necesario más para que, a través de su algo áspero español, se transparente la grandeza de la poesía de Hölderlin. Pero en otras nos hace añorar otras versiones, no menos exactas, pero más literarias. Baste un ejemplo. Los primeros versos del poema “Pan y vino”, en la versión de Gil Bera, dicen así: “Reposa la ciudad a la redonda, se aquieta la calle iluminada, / y se alejan ruidosos los coches adornados de antorchas. / Se retiran a descansar los hombres saciados de las alegrías del día / y una cabeza reflexiva sopesa ganancias y pérdidas, / contenta y en casa. Vacío de racimos y flores, / y de manufacturas, el mercado laborioso descansa”. Jenaro Talens busca, además de la fidelidad, que el poema alemán siga siendo un poema en español: “Alrededor reposa la ciudad; se calma la calleja iluminada, / y adornados con teas pasan coches ruidosos. / Hartos del día y sus placeres vuelven los hombres para descansar, / y en su casa sopesa, sumamente contento, un hombre moderado / la pérdida, el provecho; queda vacío de uvas y de flores, / y de manos solícitas descansa el mercado en tumulto”. Pero no siempre es fácil compaginar ambas intenciones, y el “mercado laborioso” de Gil Bera parece preferible al “mercado en tumulto” de Talens (si está “en tumulto”, ¿cómo va a descansar?).
            Félix de Azúa, que fue poeta antes que ensayista y narrador, recurre a la comparación con la música para caracterizar a los diversos traductores: “Cuando leemos una traducción de Hölderlin estamos oyendo la música del poema a través de una versión instrumental específica, a veces es una orquesta sinfónica como en las viejas ediciones de Díez del Corral, a veces es una orquesta mozartiana como en la reciente versión de Helena Cortés y Arturo Leyte. La de Gil Bera me parece música de cámara y más específicamente de inspiración schubertiana. Tiene una coloración crepuscular y muestra la mirada del viajero: es la traducción de un wanderer que lleva el libro de poemas en la mochila durante años”. Lenguaje poético, no ensayístico: no hay nada que decir ante esas intransferibles impresiones subjetivas absolutamente indemostrables.
            Gusta Azúa de las afirmaciones brillantes y rotundas. Las pocas páginas de su prólogo resultan, para quien ya conoce otras versiones de Hölderlin, quizá lo más atractivo del volumen. “¿De que hablan los poetas?”, se pregunta en el título. Y para responder distingue entre la gran poesía y la “poesía pequeña”.  La poesía pequeña puede hablar de muchas cosas, la gran poesía habla siempre de lo mismo: “Todo gran poema es un canto y un homenaje a la fuerza inasible y atemporal del bios que cada año renueva la vida de la tierra, pero también a la misma que cada año la adormece cuando llega el invierno”. La gran poesía, añade más adelante “es un inmenso SÍ a la vida” (y el lector malicioso no deja de pensar que en eso coincide con la letra de tantas malas canciones).
            Pero Azúa no se limita a las rotundas vaguedades, a las afirmaciones indemostrables, se atreve a dar nombres, y entonces ya es posible poner objeciones a sus deslumbrantes fuegos artificiales. Poesía pequeña, “bien escrita”, sería la de Lorca, Verlaine, Browning; gran poesía, la de Shakespeare, Rimbaud, Hölderlin (más adelante menciona también a Larkin, Yeats –pero solo en sus últimos poemas– y a Celan). ¿Canta Celan más que Lorca la fuerza de la vida y el sucederse de las estaciones? ¿Un gran poeta es siempre gran poeta o solo cuando canta y homenajea a “la fuerza inasible y atemporal del bios”? ¿No hace falta nada más que ese “tema fundamental” para ser un gran poeta? ¿No se puede homenajear a la vida de manera torpe y tópica?
            Demasiadas preguntas, quizá impertinentes. Félix de Azúa adopta los modos del ensayista, pero sus afirmaciones rotundas tienen más que ver con el lenguaje irracional del poeta que con cualquier razonamiento.  “Larkin canta nuestra fugacidad con la gran música barroca de Ronsard”, afirma; suena bien, pero no parece ajustarse demasiado a la realidad textual de Larkin. En cambio, qué hermoso y preciso comentario nos ofrece, en unas pocas líneas, del poema de Yeats “Among school children”.
            Algo de tramposo suele haber casi siempre en el ensayismo de Azúa, tan gustoso de la rotundidad, la hipérbole, la paradoja. Pero pocos tan fértiles, tan enriquecedores; enseña a pensar, aunque sea a la contra, y a leer de otra manera.

martes, 11 de septiembre de 2012

José Ángel Mañas: La crítica asnal


José Ángel Mañas
La literatura explicada a los asnos
Manual urgente para jóvenes y no tan jóvenes
Ariel. Barcelona, 2012


¿Es La literatura explicada a los asnos una obra humorística, una parodia de los manuales de literatura? Así parece indicarlo el título, y también ciertas erratas que podrían considerarse intencionadas (el narrador asturiano Ricardo Menéndez Salmón, se convierte en Menéndez Salmerón) unidas a los abundantes lapsus: se afirma que para Todorov “lo maravilloso es la oscilación entre lo real y lo sobrenatural” (p. 60), entendiendo al revés la distinción que el semiólogo búlgaro establece entre lo maravilloso y lo fantástico; a Góngora se le alude como “el avispado sevillano” (p. 78); Feijoo (nacido en el siglo XVII) se incluye entre los autores que son mayores que Larra, nacido en el XIX,  “por pocos años” (p. 206); el término “modernismo” se emplea casi siempre como sinónimo de “vanguardismo” y no con el sentido que tiene en la historia de la literatura española.
            Humorística resulta también la manera de recomendar “un puñado de buenas lecturas” al final de cada página. No se toma el trabajo de indicar siquiera el autor, con lo que el lector se encuentra con las siguientes recomendaciones, por citar solo algunos pintorescos ejemplos: El Parnaso español, Sobre la delicadeza de gusto y pasión, Cinco años de cama, Mis cien mejores artículos. ¿No había otra manera más explícita de referirse a la poesía de Quevedo que mencionar el título de la primera recopilación póstuma de sus poemas? ¿Y esos Mis cien mejores artículos son los de Jaime Capmany, González-Ruano o los de algún otro? Con los Cinco años de cama sin duda se alude a Cinco años en cama, uno de los libros de Roger Wolfe. Parece que a José Ángel Mañas no le han contado aquella historieta de la señora que va a una librería y pregunta por un libro del que no recuerda el autor, pero sí el título: Antología.
            ¿Un libro humorístico? Eso parece indicarlo que, a continuación del epígrafe “El teatro congelado de la posguerra: Historia de una escalera (1949), de Buero Vallejo”, se incluya un fragmento de esa obra sin ningún comentario. Es recurso frecuente. Sin cambio de tipografía, a veces indicando en nota que se trata de un texto de otro autor y a veces no, con frecuencia se incluye un texto ajeno, no como ejemplificación de un capítulo del libro, sino sustituyéndolo. En el apartado que dedica a la poesía, tras el título “El romanticismo de Gustavo Adolfo Bécquer (1836-1870)”, se reproduce una de sus rimas y luego inmediatamente, sin ninguna explicación de ese “romanticismo”, encontramos otro epígrafe “Antonio Machado (1875-1039”. De Antonio Machado sí se nos dice algo, aunque no sabemos si habría sido mejor que se limitara a reproducir uno de sus poemas. De esta peculiar manera comienza la explicación de la poesía machadiana: “Prácticamente cada mañana, nada más levantarme, lo primero que hago es calzarme unas zapatillas y salir a correr una decena de kilómetros por el campo que me rodea. El paisaje, yermo, típicamente mesetario, palidece allí donde el invierno lo cubre con escarcha; verdea tímidamente en la primavera cuando florecen el jaramago, el diente de león, las malvas, los retamares, las zanahorias salvajes, y se agosta en verano, antes de que, al llegar el otoño, se inicie de nuevo el ciclo. Todo en medio de un sin fin de encinas, con el espinazo de Guadarrama y Gredos al fondo. A cualquier español que contemple ese paraje le resulta imposible no pensar en Machado”. O en Unamuno, añadiría yo. Aunque las “zanahorias salvajes” le harán pensar a Mañas quizá en Mortalelo y Filemón (en contarnos el comienzo de El sulfato atómico, una de sus aventuras, ocupa todo el espacio que este manual dedica al cómic).
            Apenas hay página que no sorprenda con algún disparate, que no provoque nuestra sonrisa o nuestra perplejidad. A Mañas el “celebrado detallismo” de Azorín, su doloroso sentir, su profunda tristeza, su preocupación por España y la política –enumera todos esos elementos– le “importan en realidad un pimiento” (p. 211). Del Quijote nos dice que nunca le ha gustado “esa adoración casi mística que se le tributa”. ¿Por qué?, se pregunta él mismo. Y nos da esta respuesta, que no precisa de comentarios: “Pues en primer lugar a causa de su extensión y su dificultad. Son, entre la primera y la segunda parte, más de mil páginas de lectura a veces obligada en la escuela. Pese a ello, estoy convencido de que uno puede viajar por toda la Península para preguntar pueblo por pueblo quién ha leído el Quijote de principio a fin, y si la gente es sincera, las manos que se levantarán no serán muchas”. A Galdós, nos dirá un poco más adelante, “la realidad le importaba poco”.
¿Es necesario citar más perlas? “Para entender a Teresa lo único que hace falta es quedarse un rato mirando una noche estrellada, a ser posible desde algún refugio aislado en lo alto de la sierra de Gredos. En cambio, para entender a Juan hace falta un manual completo”.  Teresa es Santa Teresa y Juan, por supuesto, San Juan de la Cruz, un autor del que “lo que más le molesta”, además de su aspecto “hermético, críptico, casi gongorino”, son sus “muchas referencias a una cultura religiosa de la que desafortunadamente carezco”, como si el buen fraile tuviera la culpa de las carencias culturales del autor de este pintoresco manual.
Un manual que, contra lo que pudiera parecer, no es un libro deliberadamente humorístico. Toda la comicidad que en él encontramos resulta involuntaria. En el prólogo nos cuenta que se trata de una obra de encargo. Un editor (“de la nueva generación de directivos. Con una visión mucho más comercial del negocio que sus mayores. Hablando en plata: no tenía demasiada idea de literatura”), el editor de Ariel, le solicita que escriba un libro de divulgación literaria: “Tienes el perfil idóneo para enganchar a la gente joven”. Solo le impone dos condiciones: que lo estructure por géneros y que “le dé un repaso” a los clásicos españoles.
José Ángel Mañas, un buen profesional, se toma el encargo con seriedad. Aunque no cita más obras de referencia que algún diccionario (especialmente el Diccionario del español actual de Manuel Seco), pone todo su leal saber y entender en este compendio que pretende demostrar que la literatura “no es aburrida”. Y muestra condiciones de eficaz narrador en algún pasaje autobiográfico. Y una espontaneidad y una, a ratos, perspicacia intuitivas nada desdeñables. Después de elogiar como se merecen los diarios de Andrés Trapiello, escribe: “Quizá lo que más chirríe sea el tono. No me acaba de convencer esa falsa modestia, esa sensación de que va de pobre por la vida con el uno por delante: ‘uno, que es tan poco en esta vida’. Va de humilde, de barojiano, cuando, a poco que uno rasca, se le nota que tiene un ego de aquí a China”.
Si José Ángel Mañas se hubiera limitado a hablar de sus novelas y de sus lecturas, habría escrito un libro posiblemente de tanto interés sociológico como sus exitosas Historias del Kronen. Al aceptar el encargo de un editor “sin demasiada idea de literatura” (quizá también sin demasiada idea del negocio) y ponerse a redactar un manual de historia literaria, algo muy al margen de sus intereses y capacidades, ha conseguido una obra poco recomendable como obra de divulgación, aunque no deja de tener su mérito como muestra de humor involuntario. Los alumnos no aprenderán nada con ella, pero los profesores se reirán bastante.

lunes, 3 de septiembre de 2012

El enigma Ehrenburg


Joshua Rubenstein
Lealtades enmarañadas
Vida y obra de Iliá Ehrenburg
Siglo XXI. Madrid, 2012


La historia no se escribe en blanco y negro, pero pocos periodos tan próximos al negro absoluto como la época de Stalin. Y pocos más inexplicables. En la Rusia de Stalin, donde nadie se sentía seguro, la amenaza mayor era precisamente para los miembros del partido comunista, para sus militantes más idealistas y fieles, muchos de los cuales morían con el nombre del verdugo en los labios, entonando loas al dictador. Los historiadores deben ir acompañados de psiquiatras si quieren entender ese tiempo.
            El escritor Iliá Ehrenburg (1891-1967) lo tenía todo para ser una de las primeras víctimas del estalinismo: era judío con un pasado juvenil antibolchevique (incluso de había burlado de Lenin en algún escrito), era amigo y protegido de Bujarin, había vivido en Francia y siempre defendió la renovación vanguardista de los años veinte, nunca fue capaz de someterse, aunque lo intentara, a los estrictos códigos estéticos que el partido comunista propugnaba en cada momento… Pero Stalin siempre le protegió y él correspondió a esos favores siendo la cara ilustrada y amable del régimen en los más polémicos momentos de la guerra fría. Sus mejores amigos desaparecían sin juicio o eran condenados en esperpénticos procesos mientras él elogiaba a Stalin o negaba en la prensa occidental que tales crímenes, que en algunos casos le tocaban muy de cerca, estuvieran sucediendo.
            Pero si la historia no se escribe en blanco y negro, tampoco la biografía de nadie. La vida de Iliá Ehrenburg está llena de claroscuros y quizá finalmente, contra lo que muchos pensábamos, haya en ella más luces que sombras. Él mismo, en constante lucha con la censura, fue escribiendo y publicando en la Rusia soviética unas monumentales memorias, Gente, años, vida, que constituyen una crónica ejemplar de buena parte del siglo XX, con sus grandezas y sus miserias.
            La biografía que Joshua Rubenstein le dedicó en 1996, y que solo ahora se traduce al español, resulta ejemplar. Bien documentada, escrita con claridad, no se pierde en minucias, aunque procura no dejar fuera ningún detalle significativo. Todas las facetas del contradictorio personaje que fue Iliá Ehrenburg quedan puestas de relieve en ella. Nacido en Kiev en una familia de judíos asimilados nunca supo yiddish ni practicó el judaísmo, pero fue uno de sus mayores defensores en un siglo profundamente antisemita.
La Alemania de Hitler aplicó eficaces procedimientos industriales para la eliminación de los judíos, pero el antisemitismo no era mucho menor en Polonia, en Ucrania, en la Rusia zarista o soviética. De no haber muerto oportunamente, a punto estuvo Stalin de poner en marcha un plan para acabar con el problema judío que no tenía mucho que envidiar al de Hitler. En enero de 1953 se anunció la detención de nueve médicos judíos que conspiraba para acabar con los personajes públicos más significativos mediante el uso de tratamientos médicos manipulados. Todos los médicos judíos se convirtieron automáticamente en sospechosos, lo mismo que los enfermeros o cualquier otro trabajador en la sanidad. Algún médico tuvo incluso que probar los medicamentos que recetaba para demostrar que no estaban envenenados. El rechazo y el odio se extendieron rápidamente hacia todos los judíos. Ehrenburg comenzó a recibir cientos de cartas solicitando ayuda. Joshua Rubenstein reproduce una especialmente significativa: “Tengo treinta y dos años y nací y me crié en Moscú; no conozco otra patria ni otro régimen. Ni siquiera he salido nunca de Moscú. Mis padres, que habían ido a ver a mi hermana a Minsk un mes antes de la guerra, fueron brutalmente asesinados allí. Mi esposo cayó cerca de Stalingrado. En ese momento, yo estaba embarazada y no abandoné Moscú durante la guerra, sino que trabajé y colaboré todo lo que pude. Tengo un hijo de once años al que estoy criando sola. Hace unos días en la escuela otros alumnos le encerraron en el baño y empezaron a pegarle gritando: ‘¡Así es como hay que tratar a los judíos!’. ¿Qué está pasando? ¿Es posible que no sepa usted nada de esto? ¿Es posible que no cuente usted estas cosas a las autoridades competentes?”. Lo que la mujer ignoraba es que “las autoridades competentes” ya habían ideado la mejor manera de “salvar” a los judíos de la ira del pueblo: nada menos que enviarlos a todos a Siberia. Pero esa deportación no podía aparecer como una ocurrencia del régimen, sino como una solicitud de los propios judíos. Ehrenburg recibió múltiples presiones para que firmara una carta en ese sentido que iba a ser publicada en el Pravda. No solo no firmó, sino que se atrevió a escribir directamente a Stalin –no era la primera vez que lo hacía– para oponerse sin parecer que se oponía, tratando solo de explicarle lo negativo que podía ser para la Unión Soviética una actitud semejante.
            Contradictorio Ehremburg: estalinista que atenuó en lo posible los crímenes de Stalin y que hizo más que nadie por reivindicar a las víctimas; afrancesado, cosmopolita y a la vez profundamente ruso; pacifista y el más feroz periodista combativo durante la Segunda guerra mundial (incitaba a los soldados rusos a no tener piedad con Alemania, a no dejar un alemán con vida).
El personaje es fascinante, digno de Dostoyeski, y Rubenstein resulta un cronista a su altura. ¿Y el escritor? ¿Qué queda hoy de uno de los escritores más prolíficos y conocidos de su tiempo, abundantemente traducido al español en los años treinta? Queda, sobre todo, su primera novela Las extraordinarias aventuras de Julio Jurenito y sus discípulos, disparada sátira del mundo desquiciado que surgió tras la Gran Guerra, y Gentes, años, vidas, el titánico empeño al que dedicó sus últimos años, más que biografía personal memoria de un siglo (pronto aparecerán por primera vez completas en español). Y algún gran reportaje –novelado o no, recordemos La fábrica de sueños, sobre el mundo del cine–  que destaca entre la inabarcable hojarasca ideológica.

martes, 28 de agosto de 2012

Algo de su magia: poemas de la Alhambra



Memoria poética de la Alhambra
Edición de José Carlos Rosales
Fundación José Manuel Lara
Sevilla, 2011


La poesía no gusta de lo poético. En una antología de poemas sobre Venecia, ¿cuántos poemas encontraríamos? Tan pocos quizá como en la Memoria poética de la Alhambra que ha preparado José Carlos Rosales. Es un libro amplio y de precisa erudición. Se lee con gusto el prólogo (sagaz indagación de un tópico que alcanza su plenitud en el romanticismo) y con no menos gusto y provecho las semblanzas finales de los poetas, figuras mayores de la historia literaria unos, olvidados –no siempre injustamente- otros.
     A la Alhambra, como a Venecia, nunca se llega por primera vez y siempre se llega por primera vez. Su seducción no la desgasta ningún tópico, resiste inmune la cascada de elogios y malos versos.
¿No los hay buenos en este cumplido centón? Por supuesto, comenzando por los maravillosos romances fronterizos: “¿Qué castillos son aquellos? / ¡Altos son y relucían! / La Alhambra era, señor, / y la otra la Mezquita, / los otros los Alixares, / labrados a maravilla”.
     Pero en los mejores la Alhambra es solo una resonancia, una sugestión, o ni siquiera está presente. Es lo que ocurre en Boscán (“Quien dice que la ausencia causa olvido / merece ser de todos olvidado”), o Ángel González, que en su poema “Sol ya ausente” habla de “la piedra que recoge lo que el cielo desdeña”; solo un dato externo –se escribió en el Carmen de la Victoria– nos permite relacionar esa “piedra” con las piedras de la Alhambra:

       Todavía un instante,
       mientras todo se apaga,
       la piedra que recoge lo que el cielo desdeña,
       esa mancha de luz
       para cuando no quede
       un poco de calor,
       para cuando la noche…

    A cartón piedra nos suena casi toda la quincallería romántica y modernista, comenzando por Zorrilla y sus infinitos imitadores: “Dejadme que embebido y estático respire / las auras de este ameno y espléndido pensil. / Dejadme que perdido bajo su sombra gire, / dejadme entre los brazos del Darro y del Genil…”
Mejor que los versos han resistido la crónica periodística de Rubén Darío o los apuntes autobiográficos de García Gómez y Francisco Ayala.
    La poesía no gusta de lo convencionalmente poético. Ante la Alhambra, ante el Generalife, “huerta que par no tenía”, el poeta debe callar, o dar un rodeo, no mirar directamente al tema para que su luz no queme los versos sino solo los ilumine con algo de su magia.

lunes, 20 de agosto de 2012

Clarín y Botrel o cómo no debe editarse un clásico contemporáneo


Leopoldo Alas “Clarín”
Cuentos morales
Edición de Jean-François Botrel
Cátedra. Madrid, 2012


Jean-François Botrel es uno de los máximos especialistas en la obra de Leopoldo Alas, y responsable, junto a Yvan Lissorges, del rescate del total de su obra periodística. Se podría afirmar, sin mucha exageración, que sabe todo lo que hay que saber sobre Clarín. Sin embargo, su reciente edición de Cuentos morales está lejos de ser una edición ejemplar.
Francisco Rico, a propósito precisamente de la colección Letras Hispánicas, en la que se incluye la edición de Botrel (y que es la más difundida entre los estudiantes), escribió que “con su hojarasca erudita a pie de página” sirve, sobre todo, para alejar de la lectura de los clásicos a los lectores de buena voluntad.
Cuentos morales es quizá el mejor fruto de la madurez creativa de Clarín. Incluye algunos de sus relatos más conmovedores e inolvidables –“El Quin”, “Viaje redondo”, “El sustituto”–, pero a nadie que no conozca esa obra le aconsejaría yo esta nueva edición. En nada mejora, y en algo empeora, a cualquiera de las anteriores que se limitan a reproducir los cuentos de Clarín, con la ortografía actual, y el único añadido de un breve prólogo.
Y no es que Jean-François Botrel sea un editor especialmente desafortunado. Se limita a aplicar, con mejor o peor fortuna, las ideas corrientes entre los estudiosos universitarios sobre lo que es una edición crítica, rigurosa, “científica”. Y son esas ideas las que están equivocadas, especialmente cuando se aplican a la literatura contemporánea. Trataré de explicar por qué.
Editar un texto no es convertirlo en pretexto para exhibir nuestros saberes sobre el autor, la época o cualquier otra cosa que tenga con él alguna relación. Ni ir señalando, sin perdonar minucia, todas las erratas que se han corregido. Ni mucho menos tratar de ahorrar al lector la consulta al diccionario copiando a pie de página la definición de las palabras que nos parecen poco usuales.
Editar una obra literaria es ofrecerles a los lectores, con ortografía actual, un texto lo más cercano posible a la intención última del autor. Un texto limpio, sin más notas a pie de página que las imprescindibles. ¿Y cuáles son las imprescindibles? Las que aclaran términos que tenían un significado cuando se publicó la obra y hoy tienen otro distinto; las que se refieren a hechos históricos o culturales que el autor daba por supuestos en sus lectores y hoy han dejado de ser patrimonio del lector común. La función del editor de una obra de otro tiempo es conseguir que los lectores se enfrenten a ella, en lo posible, de la misma manera que lo hicieron los lectores coetáneos.

Exactamente 1029 notas añade Botrel a los cuentos clarinianos. De ese largo millar por lo menos la mitad sobran sin ninguna duda, y de la mayoría de las otras hay pocas dudas de que también deberían desaparecer.
Puede parecer una afirmación en exceso rotunda, pero cualquiera que lea el libro (estas ediciones más o menos eruditas solo suelen hojearse por encima, por eso gozan de tanto crédito) se dará cuenta de que resulta evidente. Veamos algunos ejemplos: Botrel nos aclara en nota que la Marsellesa es el “himno nacional francés”, que Judas es el apóstol que traicionó a Cristo, que las Bucólicas, la Geórgicas y la Eneida son “las obras más famosas de Virgilio”, que el “Infierno”, de Dante, es una de las partes de La divina comedia o que Poncio Pilato es “el procurador romano de Judea que al ser pedida la muerte de Jesús por la muchedumbre se lavó las manos para manifestar que no se hacía responsable, y entregó Jesús a la muchedumbre”. Ejemplos como estos hay casi uno en cada página. No me resisto a citar otras muestras de “erudición”. Alude Clarín, en el relato “Don Urbano”, a “las siete colinas de Roma” y Botrel, nota al canto, aclara: “siete colinas de Roma: el Capitolio, el Palatino, el Aventino, etc.”. No le importa que Clarín, que escribía en los periódicos, explique ya un término que puede resultar extraño. “Si Rosario hubiera sido bas-bleu, una literata…”, escribe en “Snob”, y Botrel aclara: “mujer con pretensiones literarias”. Otas notas nos indican que el volterianismo es la filosofía de Voltaire, que el Nalón es un río de Asturias y muchas más obviedades. Pero no siempre sus innecesarias informaciones resultan lo suficientemente precisas. El protagonista de “Boroña” soñaba con el pan de maíz de su niñez incluso “paeándose en Nueva York por el Broadway”, y el editor nos aclara: “desde mediados del siglo XIX, la calle de Nueva York había venido a ser el barrio de los teatros”. Pero Broadway no es una calle, sino una avenida de muchos kilómetros y solo un trozo de ella, en torno al cruce con la calle 42 se convierte en el barrio teatral (espero que los lectores me perdonen que haga de Botrel, explicando lo que nadie ignora, para criticar a Botrel).
Al contrario que otros editores, cuando Botrel no sabe algo lo indica en nota. Pero eso aumenta nuestra perplejidad. En un pasaje de “El cura de Vericueto” se oye tocar las campanas (“Es la misa de fray Fernando”, dice Clarín) y los personajes dejan de jugar a las cartas para asistir a la función religiosa. “Misa por ahora no documentada”, anota Botrel. ¿Qué documentación querrá de esa misa ficticia en un relato ficticio?
¿Y qué decir de las definiciones copiadas del diccionario de la Academia? Pues que son arbitrarias. No sabemos por qué considera necesario copiar la definición de “parroquiano” y no la de “cenobita”, la de “Nochebuena” (“noche de la vigilia de Navidad”) y no la de “cofradía” o “laico”.
La explicación que nos da es que anota las palabras que pueden plantear alguna duda a “un aprendiz de hispanista francés”. No entraré yo en si deja o no en un buen lugar a estos “aprendices de hispanista”, pero estoy seguro de que todos saben consultar por sí mismos el diccionario (en papel o en Internet) cuando lo necesitan.
Notas todavía más superfluas son las que nos aclaran que ha corregido una errata (son las notas preferidas en los pseudoeditores que quieren ofrecer una edición “rigurosa” y “científica”). Erratas evidentes, como cuando en la edición original aparece un “mas” sin tilde y el sentido nos dice que se trata del adverbio. ¿Se imaginan una edición actual de cualquier libro en la que el editor anotara a pie de página todas las erratas y lapsus que le ha corregido al autor?
Parece replicar Botrel a estas observaciones Botrel cuando escribe: “En cualquier caso, el lector siempre tiene la libertad de prescindir de lo que, para él, puede resultar engorrosa ayuda”. Lo que viene a ser como si, en un concierto, cuando protestamos porque ante las explicaciones de alguien en medio de la música, nos respondieran: “Pues si para ti no son necesarias mis explicaciones. no las escuches”.
La lectura literaria, que no el análisis ni el comentario de un texto, tiene su ritmo y su magia y su atmósfera; no puede ser interrumpida a cada poco por las pedanterías, más o menos pertinentes, de ningún erudito y, mucho menos aún, por explicaciones del tipo “eso es una trompeta” cada vez que suena una trompeta (Botrel resulta especialmente aficionado a esas redundancias).
El sentido común es el menos común de los sentidos, habría que repetir una vez más. Y sentido común es lo primero que le pediríamos a cualquiera que ha de realizar una actividad intelectual. Algunos de los relatos de Cuentos morales se publicaron, seriados, en la prensa, y en ese caso cada entrega terminaba con la indicación “continuará”. Naturalmente esas indicaciones desaparecieron al incluirlos en libro. ¿Qué sentido tiene recuperarlas ahora en nota? Ninguno, salvo que quede claro que Botrel ha consultado la primera aparición en prensa. Y que no piensa en los lectores al preparar su edición, sino, quizá, “en los aprendices de hispanista”.



Todos estos reparos se dirigen menos a un estudioso concreto, Jean-François Botrel, al que todos los interesados en Clarín (y en la literatura española del XIX) debemos estar agradecidos, que a una equivocada idea de la edición “crítica”, muy extendida entre los investigadores universitarios.
Pero el último reparo que voy a poner sí va dirigido directamente a Botrel. Escribe en su nota a la edición: “En la misma puesta en página se sigue la de la edición prínceps (con sus asteriscos, blancos, etc), incluso cuando la estructura dialogada, como en La tara, podría apuntar hacia una presentación ‘tipográfica’ teatral, conocida del asiduo lector de ediciones dramáticas y del autor de Teresa y, por ende, se supone que rechazada por Clarín”. Párrafo confuso donde los haya. Y absurdo en lo que puede entenderse: señala Botrel que no ha cambiado la disposición tipográfica de “La tara” (¿y por qué había de hacerlo?) ya que Clarín, si lo hubiera querido, la habría dispuesto como una obra de teatro. Pero resulta que, por un lado, en “La tara” los diálogo se disponen como en las obras de teatro (con la indicación al comienzo de cada frase del personaje que habla), y que, por otro, precisamente en ese cuento no se ha respetado la “puesta en página” de la edición prínceps (se añaden blanco tipográficos donde no los había, se cambian a versalitas los nombres de los personajes). Tanto afán “científico” y luego resulta que, según indica, reproduce el texto de la edición prínceps “a partir de la versión informática utilizada por Cátedra para el tomo primero de Narrativa completa de Leopoldo Alas Clarín”. Y sin tomarse el trabajo de cotejarlo con la primera edición (esto no lo indica, lo deduzco yo: hay otros cambios menores en la “versión informática” reproducida que le han pasado inadvertidos).


Una cancioncilla de Antonio Machado (que le gustaba repetir a Luis Rosales) dice así: “Por dar al viento trabajo / cosía con hilo doble / las hojas secas del árbol”. Habría quizá que repensar los estudios universitarios de literatura: trabajo inútil, cuando no contraproducente, basura curricular en buena parte de los casos. No en todos, por supuesto.



martes, 14 de agosto de 2012

Vicente Luis Mora: Falso Apocalipsis

Abundan las teorías apocalípticas acerca de Internet. Y no solo, ni especialmente, entre la gente común. En El lectoespectador (Seix Barral), de Vicente Luis Mora, “premiado como bloguero, como investigador y como ensayista”, encontramos una “microdistopía” situada en un futuro cercano, el 2014. Un atentado terrorista destruye el superordenador de Google localizado junto al río Columbia; cientos de millones de personas en todo el mundo se quedan sin acceso al conocimiento: “Nadie quería aprender nada porque había desaparecido el índice, el diccionario, la referencia, el jerarquizador. Los escritores y periodistas no podían documentarse, y se negaban a escribir. Se perdió la confianza en las posibilidades del ser humano de conocer la realidad de las cosas, y los relativistas tomaron el poder”.
            Esa aterradora fabulilla, al contrario de lo que piensa su autor, “no es más verosímil de lo que parece”, sino completamente inverosímil. Google, como nadie ignora, es un buscador, y ni siquiera el único, no un archivo del conocimiento universal. Si se destruyen sus servidores, se destruye lo almacenado en ellos, no las páginas web dispersas por el mundo a las que permite acceder. Aunque desaparezca Google podemos seguir comprando libros por Internet, consultando el diccionario de la Academia, los ficheros de la Biblioteca Nacional. Y no es Google un “jerarquizador” del conocimiento, sino más bien todo lo contrario. Hace falta algo más que la destrucción de un buscador para que se pierda la confianza en las posibilidades de conocer la realidad y para que el deseo de aprender desaparezca del mundo. No conviene confundir, como hace a menudo Vicente Luis Mora (apenas hay capítulo de su libro que no constituya un ejemplo de ellos), la teoría con la generalización abusiva y sin demasiado fundamento. Ni con la acumulación de no bien asimilada bibliografía.
Internet facilita las cosas. Ayuda en el trabajo, la diversión, la vida práctica. Es solo una herramienta, aunque a menudo parezca un inexplicable prodigio. No nos da nada que no hayamos puesto previamente en ella: las tonterías de unos, la inteligencia y el arte de otros.
Con Internet o sin Internet el sentido común sigue siendo el menos común de los sentidos. Y el más imprescindible. 

jueves, 9 de agosto de 2012

Fértiles minucias


Está de moda el aforismo, texto sin contexto, decantado de la reflexión o incitación a darle la vuelta a las convenciones. Tres títulos muy diversos coinciden en las librerías: Más árboles que ramas (Tusquets), de Jorge Wagensberg, Pura lógica (Hiperión), de Benjamín Prado, y Pensamientos de intemperie (Renacimiento), de Manuel Neila. Wagensberg llega al aforismo desde la ciencia, Prado y Neila desde la poesía. Todos ofrecen “una guía para navegar por la realidad”.
            El juego de ingenio tienta al aforista. De los tres, Benjamín Prado es el que más incurre en él y Jorge Wagensberg el más inmune. A la tentación de la paradoja ninguno puede resistirse.
            “Las personas que no saben nadar no suelen morir ahogadas”, escribe Wagensberg. Pero no todos sus aforismos valen por sí mismos.  A menudo tienen plomo en las alas: “La complejidad de un ser vivo es la riqueza de sus estados accesibles”. Un chiste que necesita ser explicado pierde toda su gracia, un aforismo toda su efectividad. Pocos libros tan enriquecedores, sin embargo. Y difícil resulta superar la sugestiva brillantez con que se ejemplifica el método científico en “El misterio del pez impaciente”, una de las partes del prólogo a Más árboles que ramas.
            Benjamín Prado incide en la crítica social: “Los poderosos son los que dan las órdenes a los que mandan”. No desdeña incurrir en la facilidad o en la gratuidad: “Un poema es una respuesta no una apuesta”, “La rutina es una ruina con un árbol en medio”. No hay lector de aforismos que no se convierta en aforista: “Un poema es una pregunta no una respuesta”, “La rutina se convierte en ruina en cuanto pierde una letra” podríamos replicarle.
            Manuel Neila es el más solemne. Cuando escribe sus Pensamientos de intemperie, parece mirar de reojo a los grandes moralistas franceses. Pero también sabe dar muestras de inteligente ironía: “Escribir de cuestiones morales está al alcance de cualquiera medianamente instruido: incluso de los más indeseables”.
            Tres libros inagotables para el diálogo, la discusión y el asombro.

miércoles, 1 de agosto de 2012

Anna Maria Ortese: Fábula y verdad

Anna Maria Ortese
Silencio en Milán
Traducción de César Palma
Minúscula. Barcelona, 2012


Dos libros recientes  remiten a la Italia de los años cincuenta. Stephen Gundle en La muerte y la dolce vita (Seix Barral) toma como punto de partida el asesinato de la joven Wilma Montesi y en torno a él recrea una Roma provinciana y cosmopolita, donde contrasta el lujoso exhibicionismo de los nuevos ricos con las públicas virtudes y los vicios secretos de la oligarquía de siempre. Anna Maria Ortese en Silencio en Milán nos lleva a la capital de la industria y el desarrollismo. Al contrario que Gundle, que reconstruye con bien documentada amenidad una época pasada, Ortese describe como periodista el tiempo presente: su libro se publicó en 1958. ¿Como periodista? Solo en apariencia. Las primeras páginas pueden confundir. En “Una noche en la estación” visita la estación central de Milán para realizar “un artículo bastante técnico”. Anota las preguntas que quiere hacer: movimiento de viajeros, eficiencia del servicio, balance de gastos e ingresos… Pero ninguna de las respuestas aparece en una crónica que en seguida se vuelve lírica y alegórica sin dejar de ser minuciosamente realista. Sigue una visita al Reformatorio de Arese la mañana de un 24 de diciembre, a medio camino entre Dickens y Dostoievski. Continúa con el irreal Milán de los locales nocturnos, los grandes edificios de apartamentos, los emigrantes del sur que no encuentran trabajo y se sienten perdidos en la inhóspita ciudad. No hay sociología ni costumbrismo en Ortese, aunque esa sea su intención: escribe con extrañeza y piedad y como quien cuenta un sueño que no entiende del todo. El libro, de apariencia menor, termina con una obra maestra, el relato “La mudanza”, en el que la alusión a la invasión de Hungría en 1956 nos aclara que no solo se habla de las pobres gentes que lo protagonizan, sino del fracaso de una ilusión colectiva, la de la izquierda italiana. Nadie como Ortese ha sabido unir fábula y verdad, certeza histórica y desasosegante ensoñación.

martes, 24 de julio de 2012

Tsvietáieva, Pasternak, Rilke: Un hermoso verano

Marina Tsvietáieva, Borís Pasternak, Rainer Maria Rilke
Cartas del verano de 1926
Minúscula. Barcelona, 2012

Los epistolarios de los escritores, como cualquier otra colección de cartas, tienen muy desigual valor. En unos casos, interesan solo a los investigadores y a los admiradores más fetichistas. En otros –ocurre con Juan Valera o con Pedro Salinas, por citar dos ejemplos españoles–  son parte de su obra literaria, y en ocasiones la parte que menos envejece.
Las Cartas del verano de 1926 se incluyen en ese segundo grupo de una manera especial. Marina Tsevietáieva, Borís Pasternak y Rainer Maria Rilke viven y escriben a tres bandas una de las más fascinantes novelas epistolares que se hayan escrito nunca. También son tres los editores –Konstantín Azadovski, Evgueni y Elena Pasternak–, coautores del libro con su división en capítulos y sus precisas soluciones de continuidad, y tres los traductores.
Selma Ancira ya lo había traducido en solitario hace más de treinta años, poco después de su primera edición. Ha querido volver a hacerlo ahora, después de tantos años de pasión por la literatura rusa y especialmente por Marina Tsvietáieva: “He aprendido a conocerla, a conocer su lenguaje y las exigencias de su poética. He afinado el oído, he descubierto sus preceptos y he seguido sus huellas en mis empeños como traductora”.
La primera versión fue en solitario. Ahora ha preferido que las cartas en alemán las traduzca Adan Kovacsics y para la versión de los poemas de Tsvietáieva y Pasternak ha tenido la colaboración de Francisco Segovia. El resultado es un volumen ejemplar que puede utilizarse como modelo en las escuelas de traducción, esa labor siempre mejorable, casi imposible, imprescindible.
            Pero lo que más importa son estas prodigiosas cartas de amistad, de admiración y, sobre todo, de amor. ¡Con qué pasión hablan de sus versos y de los ajenos estos poetas! Con tanta pasión como implacable lucidez e inteligencia. La fascinación que Rilke tenía por Rusia, país que había visitado en su juventud, y un curioso azar en el que tiene que ver el pintor Leonid Pasternak, padre del poeta, está en el origen de la milagrosa y casi inverosímil relación.
Imposible leer estas cartas sin enamorarse perdidamente de Marina Tsvietáieva, tan apasionada como finalmente desdichada. Un día le dijo a su mimado hijo Mur: “Soy un estorbo en tu camino y no quiero que sea así, habrá que eliminar ese obstáculo. “No estaría mal pensarlo”, respondió el hijo, y se fue a dar una vuelta. Al volver, encontró a su madre ahorcada. Ni siquiera fue capaz de salvarla el recuerdo de aquel hermoso verano, perdido para siempre y para siempre presente en estas cartas.

martes, 17 de julio de 2012

Palimpsesto y Óscar Hahn

Palimpsesto 27
Revista de creación
Dirección: Francisco José Cruz
Carmona (Sevilla), 2012


La principal cualidad de una revista literaria es la misma que debe tener un escritor: personalidad. Y no cabe duda de que Palimpsesto, publicada por el Ayuntamiento de Carmona y dirigida por el poeta Francisco José Cruz, la tiene. Presta especial atención a la literatura latinoamericana y limita el número de colaboradores de cada número para poder concederles la atención suficiente. Tres son los puntos fuertes de la más reciente entrega: el chileno Óscar Hahn, el colombiano Luis Vidales y el brasileño Casiano Ricardo. Se completa la oferta (cada entrega de Palimpsesto va acompañada de un volumen antológico) con Caballo de fuego, selección poética de la venezolana Enriqueta Arvelo Larriva.
            Luis Vidales publicó en 1926, a sus veintidós años, Suenan timbres, un libro que trata de poner punto final a las epigonales prolongaciones del modernismo. Tardó más de medio siglo en volver a publicar otro libro, muy distinto. El humor evita que los poemas de Suenas timbres –se ofrece una amplia selección– tengan un mero valor histórico, aunque quizá ese sea el principal.
            Relacionado también con la vanguardia, con el modernismo brasileño, está también Cassiano Ricardo. Más que el poeta –la selección de Pablo del Barco no parece muy afortunada– interesa el teórico, muy ejemplarmente presentado por Eugenio Montejo. Para Cassiano Ricardo, la poesía es “una isla rodeada de palabras por todas partes”.
            Neorromántica, intimista, algo “naïf”, Enriqueta Arvelo Larriva (1886-1962) tiene un aire de otro tiempo, no exento de encanto: “Knut Hamsum: amo tu libro / no por premio Nobel, / sino porque huele profundamente a bosque. / Porque me embriaga de astros / y del misterio de las cosas sencillas”.
            Pero para recomendar este número de Palimpsesto bastaría la presencia de Óscar Hahn. Al contrario que los otros poetas, casi inéditos en España, Óscar Hahn resulta bien conocido entre nosotros. Su poesía completas, Archivo expiatorio, fueron publicadas por Visor en el 2009. A tres poemas inéditos se añade una entrevista, lúcida como pocas, que firma Francisco José Cruz. En Óscar Hahn coinciden el poeta atento a la cotidianidad y al misterio con el reflexivo ensayista. Habla de su poesía, pero sus reflexiones tienen un valor más general. Selecciono algunas:
            “No soy un cronista de mi propia vida, pero mi vida siempre está presente en mis poemas. No aparece en forma de crónica, sino de una manera más bien oblicua, que va surgiendo sola, desde los laberintos de la memoria, sin que haya una intención biográfica”.
“La forma confesional es un modo literario como cualquier otro, pero no es la única manera de hacer uso de los materiales que provienen de la experiencia vital del poeta”.
            “Lo esencial que hay en uno, la sustancia que define al individuo como único e irrepetible en el universo, no cambia. Todo lo demás, incluido el cuerpo, es una suma de accidentes”.
            “Todas las obras literarias son contemporáneas, hayan sido publicadas en el siglo XV, XVII o XX, por la simple razón de que el lector no realiza un viaje fantástico hacia el pasado para leer esos libros: los lee en su presente”.
            “El soneto es un pequeño laberinto cuya puerta de salida solo puede encontrarse mediante la alta concentración y la creatividad”.
            “En algún momento los signos de puntuación me empezaron a molestar. Los veía como hormigas muertas en un vaso de leche”.
            “Si tengo que escribir o revelar cosas íntimas nunca me censuro. Cuando las excluyo, no es por temor al qué dirán, sino porque no funcionan poéticamente hablando”.
            “Todos los poemas de amor, sean de Shakespeare, de Bécquer o de Neruda, están siempre al borde de lo cursi. Lo importante, como diría Borges, es la inminencia de algo que finalmente no se produce.”
            “El aire juvenil que tienen mis poemas de amor no creo que sea una manera de resistirse al paso del tiempo. El amor es siempre joven, no importa a qué edad uno se enamore”.
            “Nunca podría tener el problema de la página en blanco por el simple hecho de que jamás me instalo frente a la página, a menos que ya sepa las palabras exactas que voy a escribir”.
            “Mis poemas de corte fantástico buscan acceder no a la irrealidad, sino a una realidad más honda que no puede ser alcanzada por el realismo a secas. No hay cansancio de la realidad inmediata, sino un intento de ir más allá y de ampliar el concepto de realidad”.
            “Nada es ajeno a la poesía. No lo es antes, pero, curiosamente, puede serlo después, cuando lo elementos que se llevan al poema no funcionan. Pero en este caso no es culpa de ellos, sino del poeta”.
            “Sin el cine, mi poesía no sería lo que es. En la arquitectura de mis poemas el montaje es fundamental. Los visualizo como si fueran un cortometraje, en el que diversas escenas forman secuencias que van apareciendo una tras otra. No me atrae que las imágenes verbales vayan saliendo a borbotones, en un orden azaroso, como si uno abriera un grifo de agua. Son poemas que se podrían filmar sin ningún problema, usando el texto mismo como guión”.
            “Nunca me he propuesto experimentar nada, como plan previo. En poesía, el fin justifica los medios. Si intuyo que para logar un determinado fin debo usar medios poco convencionales simplemente los uso y ya está”.
            “Desde el punto de vista formal, mis últimos poemas tienden al adelgazamiento. Los versos tienen cada vez manos sílabas. Es como si el lenguaje empezara a perder cuerpo, como si se estuviera fantasmagorizando”.
            “Casi todo es fungible en el mundo contemporáneo. Pero la poesía permanece, a pesar de todo. Es una forma de resistencia contra las frivolidades del mundo actual y el lugar donde se preserva el legado de la especie. La poesía es una de las pocas señales que nos quedan de que hay vida humana en este planeta”.

martes, 10 de julio de 2012

Jaime García-Máiquez: Humor y fe

Jaime García-Máiquez
Oh, mundo
Fundación Altair. Sevilla, 2012


Con Nihil obstat del censor eclesiástico e Imprimatur del vicario general del arzobispado de Madrid se publica, al igual que los anteriores, el nuevo libro de Jaime García-Máiquez. Parece un rasgo más de humor de un poeta que destaca precisamente por su sentido del humor. Y quizá lo sea, pero también constituye una declaración de principios. Como lo son las razones por las que se considera “maldito, pero de verdad”: “Me bastó con contar los versos con los dedos, escribir sonetos, creer en la rima y en León Bloy, descreer de esa dictadura basada en la publicidad: la democracia, no hacer feos a la belleza, ir a misa y rezar el santo rosario”.
            No parecen las mejores razones para que el lector que no gusta de fundamentalismos ni proselitismos se decida a abrir el libro. Solo los más avisados no se dejarán engañar. El poeta de verdad, no el predicador, habla siempre a todos, aunque para hacerlo parezca parapetarse tras sus dogmas.
            Otras barreras encontramos. La primera, incluso antes que el Nihil obstat, la precaria distribución de una colección de poesía casi invisible, aunque en ella hayan publicado algunos de los más notables poetas jóvenes de hoy (pero los aficionados han aprendido, gracias a Internet, a saltarse ese obstáculo). La segunda, un modo de escribir que no oculta sus maestros –Borges y Miguel d’Ors ya en el primer poema– y que incurre en un demorado prosaísmo que algunos podrían considerar excesivo.
            Detrás de todas ellas, nos aguarda el milagro: un puñado de poemas escritos con emocionada inteligencia que nos hablan de la vida de un hombre que no oculta sus insuficiencias, que se ríe de ellas, que tiene los ojos muy abiertos, que sabe escuchar el gran silencio.
            Descreemos del comunismo y seguimos leyendo, fascinados, las Odas elementales de Pablo Neruda. No vamos a misa ni rezamos el rosario (ni pensamos, como él, que la democracia sea una dictadura publicitaria), pero vemos la realidad de otra manera después de que García-Máiquez, sin levantar la voz, sin jugar a ponerse sublime, nos hable de la noche estrellada, la ropa tendida, las playas de Madrid (“olas frescas, / eternas, milagrosas, / orillas que arribamos como náufragos, / caracolas tiradas en mitad del asfalto / con su océano dentro”), los renglones torcidos que nos enseñan a escribir derecho y el inagotable misterio del mundo: 

miércoles, 4 de julio de 2012

Poesía siempre joven


Poesía española 1900-2010
Edición de Juan Lamillar
Ilustraciones de Unai Zoco
Castalia. Madrid-Barcelona, 2012


No son estos malos tiempos para la lírica, como quiere el manido tópico. Los libros de poesía, salvo unos pocos, se venden tan poco como se han vendido siempre porque la poesía prefiere otros medios para extenderse por el mundo: la oralidad, el canto, la simple copia manuscrita (así se conoció la gran poesía del Siglo de Oro). Hoy Internet le ha dado nuevas alas a los versos y de un ordenador a otro, de un teléfono a otro, de unos ojos o de unos oídos emocionados a otros vuelan libres, al margen de toda obligación curricular o escolar.
            Poesía española 1900-2010, la antología preparada por Juan Lamillar, se dirige a los adolescentes, pero será leída con placer y provecho por los lectores de cualquier edad. No todo son obras maestras –hay alguna concesión al ingenio, como en el caso de Juan Bonilla–, pero raro es el texto seleccionado que, por una u otra razón, no resulta memorable. Comienza con León Felipe y termina con Pedro Sevilla; los nombres imprescindibles –Machado, Juan Ramón, Cernuda–  alternan con alguna intercambiable sorpresa, pero no hay ningún capricho. Lamillar, además de poeta, es un excelente lector, y eso se nota. Prescinde de engorrosos didactismos, pero no de un preciso epílogo donde con sencillez se trazan unas líneas básicas sin perderse en el laberinto de teorías, nombres, generaciones.
            Los poemas se ordenan temáticamente, los títulos de cada sección proceden de versos bien conocidos por los aficionados. Gil de Biedma es el autor de la mayor parte: “Que la vida iba en serio…”,  donde “el poeta medita sobre la vida, sobre su sentido” (destacan Miguel d’Ors y Luis Alberto de Cuenca): “Como todos los jóvenes…”, poemas sobre la infancia y la juventud, que comienza con Antonio Machado: “Era un niño que soñaba / un caballo de cartón”; y “El juego de hacer versos”, donde se incluyen textos metapoéticos.
Los títulos de las otras partes proceden de José Hierro (“Cuanto sé de mí”), Cernuda (“La verdad del amor verdadero”) y Juan Ramón Jiménez (“El viaje definitivo”). Junto a los nombres consabidos, e imprescindibles, otros menos frecuentes: César González Ruano, Jacobo Cortines, Pedro Sevilla, que en “Tierra leve” trata de espantar el temor a la muerte.
            Una pequeña obra maestra esta antología, hecha con inteligencia, sensibilidad y rigor que rara vez condesciende con amicales querencias. Los adolescentes descubrirán versos que los acompañarán para siempre. Los demás lectores, resonancias familiares y otras inéditas. Un breve tesoro que no se agota nunca.   

jueves, 28 de junio de 2012

Edward Thomas: Naturaleza, verdad, poesía


Edward Thomas
Poesía completa
-Traducción e introducción de Ben Clark
Linteo Poesía. Orense, 2012
-Edición, traducción y notas de Gabriel Isausti
Pre-Textos. Valencia, 2012


El azar editorial ha querido que de Edward Thomas, un poeta del que apenas tenía noticia el lector español, aparezcan simultáneamente dos versiones de la poesía completa. La primera está a cargo de Ben Clark, un joven poeta; la segunda, de Gabriel Insausti, también poeta, pero además profesor, especialista en literatura inglesa. En la comparación gana por goleada, especialmente por el espléndido prólogo, escrito con un rigor y una inteligencia poco comunes. No quiere ello decir que el trabajo de Ben Clark resulté desdeñable. Sus traducciones no pretenden ser poemas, sino solo una ayuda para leer el texto inglés. Cierto que algunas veces se excede en la literalidad, como cuando en el poema “Luminosas nubes” (p. 359) habla de “una bahía de altos juncos” y de que todo “yace iluminado como el sol” (lies bright as the sun); Insausti traduce “un grupo de altos juncos” y “todo brilla por el sol” (tampoco queda mal traducir literalmente: “yace brillante como el sol”, que no “iluminado”, puesto que el sol ilumina, no está “iluminado”).
            Gabriel Insausti, con titánica aplicación, quiere hacer de los poemas de Edward  Thomas poemas en español y por eso utiliza la métrica tradicional y, en ocasiones, la rima. A Cernuda nos suena el romancillo de “Intervalo” (en el original se utilizan cuartetas): “Las hayas ahora encuentran / un reposo silente, / hondamente respiran / el viento del oeste. // El bosque está muy oscuro, / lo recubre la niebla. / Arriba, entre las nubes, / solo un rayo penetra”. En nada desmerece su labor el que algún verso resulte fácilmente mejorable: un octosílabo como “el bosque está muy oscuro” disuena en la secuencia de heptasílabo (habría sido preferible quizá “al bosque muy oscuro / lo recubre la niebla”). Pero cualquier traducción, y más la traducción de poesía cuando se quiere hacer en verso, es siempre un trabajo inacabado y provisional. Y en todo caso, el trabajo de Gabriel Insausti podrá ser discutible en algún punto concreto, pero resulta difícilmente superable.
            Edward Thomas, muerto en 1917 en tierras de Francia durante un bombardeo, tiene poco en común con el resto de los poetas ingleses que combatieron en la Gran Guerra: los horrores de ese conflicto, que comenzó como una fiesta patriótica y pronto se convirtió en la mayor carnicería conocida hasta la fecha, apenas aparecen en sus versos, aunque  casi enteramente fueran escritos a partir de 1914.
            Todo en la trayectoria de Edward Thomas resulta original. Al contrario de lo que suele suceder, no comenzó su labor literaria como poeta. Antes que poeta, fue un escritor profesional que se ganaba la vida como forzado reseñista (se cuenta que llegó a reseñar quince libros en una semana) y como autor de libros de encargo sobre pintores, escritores, ciudades o comarcas inglesas. No habría llegado a escribir versos de no ser por un encuentro decisivo: el 5 de octubre de 1913, en una tertulia literaria londinense, le presentan al poeta norteamericano Robert Frost. Es Frost quien le convence de que hay más poesía en muchos pasajes de su prosa que en la mayoría de los mediocres poetas que reseñaba. Y así, cosa extraña en un poeta contemporáneo (pero ocurre también en Antonio Machado), algunos de sus poemas son reelaboración, puestas en verso, de anteriores fragmentos en prosa.
            La poesía de Edward Thomas tardó en ser aceptada por sus contemporáneos. Por un lado, no tenía nada que ver con el vibrante patriotismo de poetas como Rupert Brook ni con la denuncia bélica de Siegfried Sassoon; por otro, estaba al margen de la ruptura con la tradición que supusieron Pound y Eliot.
            Descriptivo, cantor de un mundo rural en trance de desaparecer, Edward Thomas parecía un epígono de los poetas georgianos, un hombre y un poeta de otro tiempo. Y es posible que se lo siga pareciendo al apresurado lector español actual.
No es Edward Thomas un poeta para los que consideran que la poesía no es literatura, que en poesía todo lo que se entiende es periodismo o que la poesía debe buscar ante todo la destrucción del lenguaje y el sentido. Thomas sería “el eslabón que une a Hardy con Larkin”, el ejemplo de que la tradición de la vanguardia no es la única tradición de la modernidad.
            Pero, al contrario que al estudioso, al lector común le interesa poco el lugar que un poeta ocupa en la historia de la literatura. Lo único que le interesa es si esa poesía sigue o no viva. Y en este caso sigue viva.
Edward Thomas es algo más que el minucioso cantor de una Inglaterra, de una época, a punto de ser borradas por el torbellino de la historia. Habla de la naturaleza y del lugar que los seres humanos ocupan en ella. Habla de nosotros y de este mundo nuestro, siempre recién creado y siempre en trance de desaparecer. Y lo hace con una sutileza y una riqueza de matices que el estudio preliminar de Gabriel Insausti (un ejemplo de cómo unir rigor académico y sensibilidad literaria) nos ayuda a percibir y plenamente disfrutar.

jueves, 21 de junio de 2012

Antonio Ruiz Vilaplana: Los hechos, solo los hechos

Antonio Ruiz Vilaplana
Doy fe… Un año de actuación en la España nacionalista
Edición de Francisco Espinosa Maestre y Luis Castro Cerrojo.
Espuela de Plata (Renacimiento)
Sevilla, 2012


Hemos leído docenas y docenas de testimonios sobre la guerra civil, pero no por eso hemos perdido nuestra capacidad de conmovernos y estremecernos ante tanta deliberada barbarie. Durante un año, entre julio de 1936 y junio de 1937, Antonio Ruiz Vilaplana fue secretario del Juzgado de Instrucción de Burgos. En un principio, cuando comenzaron a aparecer cadáveres en los descampados se ponía en marcha la habitual maquinaria judicial; luego, para evitar engorros, se hacía desaparecer a las víctimas de la represión en lugares más discretos, aunque bien conocidos de todos.
Antonio Ruiz Vilaplana, un liberal republicano, pero ante todo un buen profesional, no pudo soportar por mucho tiempo aquella situación y marchó a Francia, donde en 1937 contó lo que había visto en un libro, Doy fe…,  que pronto se convirtió en uno de los más eficaces instrumentos de la propaganda republicana (aparecieron de inmediato ediciones en francés y en inglés).
La obra consta de dos partes. La primera se titula “Los hechos”; la segunda,  “La España nacionalista”. Ambas tienen desigual valor. El análisis que Ruiz Vilaplana hace de la España nacionalista no siempre resulta acertado (trata, por ejemplo, de atenuar el papel de los falangistas en la represión), aunque hay capítulos espléndidos, como el que dedica a la psicología y a la sociología de los militares. Su carácter más explícitamente propagandístico convierte esta segunda parte en otro de tantos textos como se escribieron en defensa de la causa republicana. La primera parte ofrece un carácter bien distinto. El autor quiere limitarse a contar lo que ha visto, lo que ha vivido en su condición de testigo excepcional, de funcionario de la justicia.
            No disminuye en nada la sensación de verdad que tenemos al leer estas páginas el que en ellas abunden los pequeños errores: a veces una visita de Mola, un discurso de Franco, el juicio sumarísimo contra 49 vecinos de una determinada localidad, no tuvieron lugar en la fecha que él indica. Los editores del libro –luego hablaré de ellos– van señalando en las notas todas estas imprecisiones. Pero el autor escribe en París, con pocos papeles, confiando solo en la memoria, sin posibilidad de contrastar el dato exacto. Puede equivocarse en algún detalle menor, pero nunca en lo fundamental.
            ¿Por qué asesinaron a Antonio José, músico y poeta, un talentoso joven de treinta años querido por todos? Pues porque alguna vez había colaborado en la revista Burgos gráfico, una revista ilustrada, nada revolucionaria, de la que solo aparecieron seis números entre septiembre de 1935 y febrero de 1936. ¿Y cuál era la razón del odio de los medios clericales hacia esta revista? Oigámosla, no tiene desperdicio: “Había ocurrido en Estépar, pueblo cercano a Burgos, un hecho escandaloso; el párroco había abusado de varias niñas y el pueblo, justamente indignado, se amotinó pidiendo su castigo. El sumario se llevó en nuestro Juzgado y la Audiencia condenó al inculpado a la pena de doce años de prisión. El hecho trascendió enormemente en Burgos y aun en toda España, pero en la ciudad levítica se hizo a su alrededor el silencio más forzado. Ni en la prensa ni de un modo público se permitió hablar de ello, y ante aquel absurdo atenazamiento de la verdad circularon unas hojillas con coplas que la gente, ansiosa de conocer el caso, arrancaba de manos de los vendedores”. El autor y los repartidores fueron detenidos y encarcelados con el aplauso de todos, salvo de Burgos gráfico, que achacó la difusión de las coplas “al forzoso y absurdo silencio que la prensa y opinión reaccionaria habían impuesto en torno a este asunto”. De los delitos de los clérigos no se podía hablar y, si alguien hablaba, que se atuviera a las consecuencias: “Aquel artículo produjo sensación en Burgos y provocó tan vivas protestas que la revista hubo de ser suspendida, pues los suscriptores, los lectores y hasta los propios anunciantes fueron advertidos ‘píamente’ de lo pernicioso y dañino que era tal publicación y, sobre todo, de que ningún católico debía prestarle aliento”. Pero eso no fue todo: cuantos habían colaborado con la revista quedaron marcados para siempre y ejecutados sumariamente en cuanto las circunstancias lo permitieron. Así se las gastaba la iglesia en 1936. Del cura violador y pederasta no sabemos nada más, pero fácil resulta suponer que el Glorioso Alzamiento supondría su liberación y la vuelta a sus piadosos menesteres.
            Después de la difusión inicial (era una obra que contrarrestaba la propaganda nacionalista sobre el “orden” de su zona frente a los paseos y crímenes republicanos), Doy fe…, según resulta fácil suponer, no volvería a editarse en España hasta 1977. Hay alguna otra edición posterior. La nueva edición de Renacimiento ejemplifica, una vez más, cómo no debe editarse un texto. Francisco Espinosa Maestre, estudioso de la represión franquista, y Luis Castro Berrojo, especialista en el Burgos de la guerra civil, aprovechan cualquier ocasión para hacer alarde de su erudición, precisando o contradiciendo las indicaciones del autor. Se les pueden disculpar esos añadidos, aunque atenúen el impacto de la obra: son como comentarios en voz alta en medio de un concierto. Del todo superfluas resultan otras anotaciones, como la que encontramos en la página 111. El autor, en razón de su oficio, ha de asistir al levantamiento de una serie de cadáveres: “A pesar de que todos sabían perfectamente quiénes eran los aparecidos, nadie osó reconocerles oficialmente y tanto en el cementerio –al que fueron trasladados–  como en los folios sumariales, rezó la repetida y fatídica inscripción: Siete cadáveres desconocidos”. Tras el correspondiente punto y aparte, continúa el texto: “Cumplido nuestro deber (!), regresábamos a la ciudad…” Y los editores colocan una nota sobre el paréntesis y explican: “Cabe preguntarse si un secretario de juzgado cumple con su deber al registrar como desconocidas a personas que, como acaba de señalar, conocía relativamente bien”.
            Son docenas y docenas las notas no pertinentes. Como todos los eruditos a la violeta, los editores parecen creer que una edición es tanto más seria y “científica” cuanto más notas tiene. Las más curiosas son las que nos indican “este párrafo fue omitido en una redacción anterior”, “párrafo añadido a la versión original”, “esta frase y la anterior tenían una redacción ligeramente distinta en una versión anterior”. Porque lo curioso es que ni en el prólogo ni en ninguna parte se nos ofrece referencia alguna a esas versiones anteriores ni a esa presunta “versión original”, aunque en las notas se nos ofrezcan las variantes.
            La primera condición que debe cumplir un editor literario es respetar, lo más fielmente posible la intención última del autor; la segunda, no interrumpir el texto con nota alguna que no resulte imprescindible (las aclaraciones, en el prólogo, en el epílogo o en la nota a la edición). Y si por casualidad encuentra un borrador o una versión previa con alguna errata que, por favor, no nos indique en nota las correcciones que el autor ha efectuado. Editar un texto contemporáneo –y pido a los lectores disculpas por repetir esta obviedad– no tiene nada que ver con la preparación de la edición crítica de un texto medieval que solo nos ha llegado en discordantes manuscritos.