sábado, 24 de septiembre de 2016

Antonio Cabrera, pensar con los sentidos


El desapercibido
Antonio Cabrera
Pepitas de calabaza. Logroño, 2016.

Decían sus discípulos –los otros heterónimos pessoanos– que Alberto Caeiro era “el único poeta de la naturaleza”. Antonio Cabrera, no es el único, pero sí uno de los pocos que en la actual poesía española sabe mirar y ver en su verdad el mundo natural, los árboles, las aves, los insectos.
            El desapercibido –todavía hay gramáticos que censuran esa palabra y consideran solo correcta “inadvertido”, ya que no tiene que ver con “percibir”, sino con “apercibir”– es un conjunto de prosas breves que complementan su libro de poemas Corteza de abedul, aparecido este mismo año.
            Las reflexiones más abstractas de Antonio Cabrera pueden resultarnos a veces demasiado vagas o discutibles. Un ejemplo: “La poesía no conoce la realidad, entre otras cosas porque la realidad no necesita ser conocida por la poesía; ese es el trabajo encomendado a la ciencia”. Pero es bien sabido que la ciencia no se ocupa de lo particular, sino de lo general y que en un mundo donde solo existiera la ciencia, y no el arte ni la literatura, sería un mundo con amplias zonas ciegas, del que ignoraríamos casi todo lo que más nos importa.
            Un texto como “Libélula” sirve para ejemplificar lo mejor de este libro. Comienza de manera costumbrista. Una gran libélula –un anax imperator– entra en una tienda de ropa y asusta a dependientas y clientas: “El pobre bicho, más desconcertado que ellas, chocaba contra el cristal del escaparate. Me introduje allí y me fue fácil atraparlo con las manos. Su tamaño ocupaba entera una de mis palmas. En el abdomen recto y muy largo se combinaban el verde esmeralda, el azul cielo y unos toques de negro y blanco, todo ello según una geometría de bandas alternas, y a continuación pequeños paneles cuadrangulares en el tórax. Verdosos, los enormes ojos facetados”. El monstruo que asusta a las mujeres, el “pobre bicho” asustado es, para quien lo sabe mirar, un fascinante objeto estético: “Lo mejor eran sus cuatro alas, rígidas, como de papel transparente y quebradizo sobre el que se hubiera asperjado purpurina plateada. Unas alas casi cursis si no fueran producto de la evolución, esto es, de la realidad más pura, que en su estética nunca se equivoca”. Al final de esas pocas líneas, que nos ayudan, como la mejor literatura, a ver el mundo de otra manera, el autor sale a la calle y deja que la hermosa prisionera vuele libre “dentro del mediodía de mayo”.
            Antonio Cabrera es autor de Tierra en el cielo, un conjunto de haikus ornitológicas que en su precisión y en su variedad apenas si tienen parangón en nuestra literatura, o en cualquier otra literatura. Al petirrojo (erithacus rubecula), lo describe así: “El rojo otoño. / Cascabel de noviembre / sobre un almendro”. Y al azor (accipiter gentilis): “Súbitamente / aparece lo oculto. / Belleza o rabia”.
            En relación con esos haikus están algunas de las más sugerentes prosas de El desapercibido. Por ejemplo, “Ya canta el mirlo”, esa criatura “inteligente y a la vez proclive a la torpeza”, cuya belleza esquiva ha dado lugar a tanta literatura: “En el orto brumoso de la campiña inglesa lo escuchó Ted Hughes. Y en el atardecer gris plata de Cracovia ha despertado la compasión de Zagajewski”.
            “Lo que puedo decir de las oropéndolas” se titula otro de los brevísimos capítulos. Lo que puede decir de ellas no es nada que haya aprendido en los libros, sino el resultado de observarlas durante años. Su nombre –tan sonoro– las ha llevado a muchos poemas modernistas (aunque a veces los poetas supieran tanto de ellas como Villaespesa de los nenúfares si hemos de hacer caso a Unamuno). Fuera del poema, nos dirá Antonio Cabrera, no son nada melifluos ni blandengues: “Pocos pájaros hay tan pendencieros, tan malhumorados y retadores”. La oropéndola es fácil de oír, pero difícil de ver: no toleran la cercanía humana, no soportan nuestra mirada. Pero la paciencia tiene su recompensa y una vez el autor pudo admirar de cerca a un macho adulto: “Se había posado de súbito sobre una rama de adelfa en flor. Ante mí, aquella combinación inimaginable de colores: verde mate, fucsia intenso, amarillo fortísimo y negro azabache. Fue un exceso, pero un exceso hermoso porque era real. La oropéndola huyó enseguida llevándose la mitad de los colores. Quedó oscilando la rama de adelfa, con su verde y fucsia indiferentes, vívidos”.
            Con Antonio Cabrera aprendemos a mirar los insectos, las aves, y también los cambiantes colores de la naturaleza. En “Vides de bobal” nos habla del color rebajado, “para no llegar a sanguíneo”, de una vides en cuya modestia campesina “casa más la herrumbre que el carmín”; “Pequeño encomio del granate” es uno de los más precisos elogios de un color que hayamos leído.
            Del tacto, del silencio de la noche, del olor del cuero se habla también en este libro, lleno de pasajes memorables (no faltan tampoco unas ingeniosas “greguerías de agosto”), que nos enseña a ver aquello a lo que habitualmente no prestamos atención, a reflexionar sobre todo lo que damos por supuesto y a apagar de vez en cuando el pensamiento para que la realidad externa brille en todo su esplendor.

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