El tren, bajo el calor de julio, avanza por un campo llano en el que las huertas lucen esa fertilidad transitoria de las tierras inundables. Podía estar acercándose a Murcia o a Castellón, pero no: se aproxima a Venecia, ciudad a la que nunca se llega por primera vez y a la que siempre, por mucho que volvamos, se llega por vez primera.
Así comienza la Obra completa (Pre-Textos), de Ramón Gaya, un volumen manejable e inagotable que reúne los tres tomos ya publicados y otros muchos textos dispersos o inéditos. No quiso Gaya seguir el habitual orden cronológico, sino una caprichosa y sabia arbitrariedad que los actuales editores –Nigel Dennos e Isabel Verdejo— han respetado.
En Venecia descubrió Gaya el sentimiento de la pintura, una peculiar manera de entender el arte como naturalidad frente a la artificiosidad de la crítica. En Venecia están fechadas muchas de las anotaciones de su Diario de un pintor: “Amanece con tanta niebla que no veo, al abrir el balcón, no ya la orilla de enfrente, sino las góndolas o las barcas que pasan por el centro del Canal Grande. San Marcos y el Palacio Ducal parecen, no algo corpóreo que la niebla lograra borrar en unos instantes, sino algo ideado, pensado, y que empezara, de pronto, a tomar cuerpo, a convertirse en piedra”.
Como un pintor que escribe se definió a sí mismo Ramón Gaya, pero es bastante más: un testigo de lo mejor y lo peor de casi un siglo de historia, un pensador a contracorriente, un poeta en verso y prosa, un español que razona.
Muchos de los textos reunidos en la Obra completa –incompleta porque faltan sus cartas, también obra mayor— tienen un carácter aparentemente volandero: presentaciones, textos para una exposición, notas de agenda. Siempre añaden matices nuevos, por leves que sean, y no desmerecen junto a los títulos fundamentales, como Velázquez, pájaro solitario, publicado inicialmente en 1969 y su libro más reeditado.
Gaya gusta de las contundentes opiniones a contracorriente. Poco salva de la generación del 27, la de sus hermanos mayores (él nació en 1910, como Miguel Hernández): Lorca es un poeta “menor, decorativo, de un lirismo sobrante”; Alberti es un poeta muy frío, vacío, “uno de esos artistas jóvenes que, a la hora debida, no aciertan a sobrepasar su juventud”; Guillén, dejando a un lado su poesía inicial, se ha dedicado “tontamente a emborronarse, a desfigurarse”; Aleixandre, el más mediano de todos, “fue a desembarcar, sin más ni más, y después de unos primeros balbuceos grisáceos, en el río revuelto de un surrealismo tonto, gratuito, provinciano –como de veraneante desocupado—, pero muy de moda, una moda, por lo demás, un tanto atrasada, anticuada ya por entonces”. ¿Para qué seguir? Solo se salvan de la quema un esperable Luis Cernuda y un inesperado José Bergamín, los dos “más sustancialmente poetas” de esa generación. Pero para admirar a Gaya, no es ciertamente necesario coincidir con sus opiniones: a menudo nos enriquece más cuando nos incita a contradecirle.
Ramón Gaya es poeta en prosa, sin cultivar el género del poema en prosa, y también poeta en verso, no un versificador ocasional: sus “poemas imprecisos” tienen un dejo cernudiano, sus sonetos sobre la pintura aúnan intuición y concepto con una musicalidad de la que careció Unamuno.
Pero mis preferencias en esta Obra completa (que cabe en un elegante volumen de bolsillo) van hacia las anotaciones viajeras, especialmente, pero no solo, las dedicadas a Italia, que fue su perpetua academia de arte y de vida: “Siempre que paso por Vicenza procuro detenerme allí unas horas, atraído en parte por la ciudad misma y, sobre todo, por Palladio, ya que su limpia arquitectura nos conduce no hacia un tipo de bienestar disolvente, blando, sino al revés, porque parece empujarnos y forzarnos a una especie de severidad feliz”.
También merecen ser subrayadas las breves prosas del “Balcón español” –España evocada desde el exilio mexicano— o las glosas a algunos cuadros del Prado incluidas en “Recinto español” e incorporadas por primera vez a las obras completas. “Todo Goya parece reunido aquí –nos dice a propósito de “La familia de Carlos IV”—: el sensible, el feroz, el malhumorado, el delicado, el bruto, el sensual, el tierno, el desalmado, el sabio, el torpe, el poderoso, el truquista, el moderno, el tartamudo, el expresivo”. Sin olvidar sus aforismos –él prefiere llamarlos menos presuntuosamente “anotaciones”— que nunca condescienden con el ingenio, ni con la vacua brillantez.
“Como siempre, Venecia me sorprende con su actualidad, con su realidad. ¿De dónde saca tanto presente vivo?”, se pregunta Gaya en Diario de un pintor. En cualquier página suya, nos sorprende Ramón Gaya con su actualidad, con su realidad. Importa poco la cronología, todo en su obra –años de la República, la guerra civil, el exilio mexicano, la estancia en Roma, el regreso España, los retornos a Murcia— es, y para siempre, presente vivo.
jueves, 1 de julio de 2010
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Es posible que eso que dice de la generación del 27 responda a una necesidad personal. Debía de causarle mucha tristeza recordar esos tiempos.
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