Fernando Vela
Ensayos
Fundación Banco Santander, Madrid, 2010
Edición de Eduardo Creus Visires
El ensayismo suele ser considerado un género menor. El ensayista que no se aventura en otros géneros está condenado a ser una nota a pie de página, o ni siquiera eso, en las historias de la literatura. Y más si apenas publica libros, si deja desparramada su obra por las páginas de los periódicos.
Fernando Vela tuvo la suerte de estar ligado a una de las más prodigiosas aventuras intelectuales del siglo XX, la Revista de Occidente, que sin él no habría sido lo que fue. Su nombre quedó así unido para siempre al de Ortega, al que consideraba, más que una figura individual, más que un filósofo, un acontecimiento: “Solo un acontecimiento puede influir con tal intensidad en los aspectos más heterogéneos de un país: en el pensamiento, en la literatura, la política, la enseñanza, las maneras y los estilos. A un hombre solo no se puede reconocer este fortísimo poder de trastocación y reforma que actúa en lo profundo, en la misma matriz de un pueblo”.
Pero Fernando Vela fue algo más que la sombra de Ortega y Gasset. La lectura de sus Ensayos, ejemplarmente seleccionados y prologados por Eduardo Creus, nos confirma que tenía un estilo propio, una curiosidad universal, una inteligencia siempre alerta. Y también que su prosa –menos brillante, pero también menos afectada— no ha envejecido como la de su maestro. La mayor parte de estas páginas se leen hoy con el mismo gusto y provecho que cuando fueron escritas.
En la trayectoria intelectual de Fernando Vela hay tres etapas. La primera está ligada a Asturias (nació en Oviedo, en 1888); la segunda, al Madrid de la Revista de Occidente; la tercera, al Tánger de su semiexilio.
Fernando Vela conoció a Clarín. Durante sus últimos años le veía casi diariamente: por la mañana, salir de la Universidad rodeado de discípulos (“como si la clase de hora y media les hubiera parecido corta”); por la tarde, en su casa (“un piso tercero de la calle de Campomanes y, en los últimos años, un bajo con jardín en la Puerta Nueva”). Uno de los hijos de Clarín, Adolfo, era compañero suyo de bachillerato y solían estudiar juntos. El gusto por la filosofía y por el periodismo lo aprendió Fernando Vela de Clarín, no tuvo que esperar a la llegada de Ortega.
Afiliado al partido de Melquíades Álvarez en 1913, impulsor de las actividades del Ateneo Obrero de Gijón (que convirtió en núcleo de una red de centros de cultura popular por la que pasaron todos los grandes nombres de la época), colaborador habitual del diario El Noroeste (en esta antología se ofrece una breve muestra de esa colaboración), la época asturiana de Fernando Vela resulta fundamental en su formación. Cuando en 1920 llega a Madrid ya está intelectualmente formado, dispuesto para ser el gran impulsor y divulgador de la vanguardia intelectual del momento.
Como no podía ser de otra manera, gran parte de los más memorables ensayos de Fernando Vela se publicaron entre 1923 y 1936 en las páginas de la Revista de Occidente. Algunas de esas colaboraciones las rescató él mismo en El arte al cubo (1927) y El grano de pimienta (1950), pero otras muchas quedaron allí olvidadas y ahora se reproducen por primera vez. De entre todas ellas, yo destacaría la reseña de El laberinto de las sirenas, de Pío Baroja, que es bastante más que una reseña. Comienza, muy autobiográficamente, con una evocación de “las húmedas piedras de Liquerica, el viejo muelle gijonés” y luego se entretiene en digresiones varias que acaban con una muy precisa silueta del novelista, “trapero de lo pintoresco”. Nada más adecuado para apreciar el arte literario de Fernando Vela que comprobar lo que es capaz de hacer con algo tan perecedero y ancilar como una reseña.
Fernando Vela fue uno de tantos españoles a los que los radicalismos de la guerra civil dejaron fuera de sitio. En el descabezado Madrid de los primeros meses de la guerra, fue denunciado por un presunto filósofo al que había rechazado un artículo; huido a la zona de los sublevados, allí su liberalismo no le servía precisamente de salvaguardia. En 1938, aceptó un puesto en el periódico España que el Alto Comisario de España en Marruecos quiso fundar en la ciudad internacional de Tánger para defender los intereses franquistas. Fernando Vela residió en Marruecos entre 1938 y 1943, pero siguió colaborando en el diario tangerino tras regresar a la Península. España, gracias a la colaboración de antiguos republicanos, no fue nunca un mero boletín propagandístico ni un periódico provinciano. En los años cuarenta, emulaba el rigor intelectual de El Sol y otros diarios anteriores a la guerra. Varias de las colaboraciones de Fernando Vela en España pasaron, sin necesidad de ser retocadas ni ampliadas, a las páginas de la segunda etapa de la Revista de Occidente.
Uno de sus últimos escritos, “Después de una lectura de Dostoyewski”, publicado en 1966, el mismo año de su muerte, comienza con una confesión: “Siempre he sido un mal lector de novelas y, más que malo, pésimo de las actuales”. Ya al comienzo de su vida literaria, en “La chimenea de leña” (es el primer texto que reproduce esta antología), nos habla de su pérdida de interés por el relato breve. Maupassant y Clarín, sus dos antiguas devociones, han dejado de serlo: el primero se le “cae de las manos”; los cuentos del segundo le emocionan aún, pero por lo que no es cuento, sino “confesiones íntimas del autor”.
No fue novelista ni autor de cuentos Fernando Vela, pero fue un prodigioso narrador de las aventuras de la inteligencia. Nunca quiso ocupar el primer plano, pero era el mejor actor de reparto en una época en que las estrellas se llamaban Unamuno y Ortega, Valle y Machado, y abundaban las figuras que luego se quedaron en figurones.
Hoy le leemos con el mismo gusto y el mismo tranquilo asombro con que en su momento le leyeron en El Noroeste, en la Revista de Occidente o en aquel periódico de Tánger donde la mejor España asomaba la nariz para no asfixiarse del todo. El tiempo no se ha puesto amarillo sobre estas viejas colaboraciones y su prosa se ha mantenido tersa, sin una arruga.
Ensayos
Fundación Banco Santander, Madrid, 2010
Edición de Eduardo Creus Visires
El ensayismo suele ser considerado un género menor. El ensayista que no se aventura en otros géneros está condenado a ser una nota a pie de página, o ni siquiera eso, en las historias de la literatura. Y más si apenas publica libros, si deja desparramada su obra por las páginas de los periódicos.
Fernando Vela tuvo la suerte de estar ligado a una de las más prodigiosas aventuras intelectuales del siglo XX, la Revista de Occidente, que sin él no habría sido lo que fue. Su nombre quedó así unido para siempre al de Ortega, al que consideraba, más que una figura individual, más que un filósofo, un acontecimiento: “Solo un acontecimiento puede influir con tal intensidad en los aspectos más heterogéneos de un país: en el pensamiento, en la literatura, la política, la enseñanza, las maneras y los estilos. A un hombre solo no se puede reconocer este fortísimo poder de trastocación y reforma que actúa en lo profundo, en la misma matriz de un pueblo”.
Pero Fernando Vela fue algo más que la sombra de Ortega y Gasset. La lectura de sus Ensayos, ejemplarmente seleccionados y prologados por Eduardo Creus, nos confirma que tenía un estilo propio, una curiosidad universal, una inteligencia siempre alerta. Y también que su prosa –menos brillante, pero también menos afectada— no ha envejecido como la de su maestro. La mayor parte de estas páginas se leen hoy con el mismo gusto y provecho que cuando fueron escritas.
En la trayectoria intelectual de Fernando Vela hay tres etapas. La primera está ligada a Asturias (nació en Oviedo, en 1888); la segunda, al Madrid de la Revista de Occidente; la tercera, al Tánger de su semiexilio.
Fernando Vela conoció a Clarín. Durante sus últimos años le veía casi diariamente: por la mañana, salir de la Universidad rodeado de discípulos (“como si la clase de hora y media les hubiera parecido corta”); por la tarde, en su casa (“un piso tercero de la calle de Campomanes y, en los últimos años, un bajo con jardín en la Puerta Nueva”). Uno de los hijos de Clarín, Adolfo, era compañero suyo de bachillerato y solían estudiar juntos. El gusto por la filosofía y por el periodismo lo aprendió Fernando Vela de Clarín, no tuvo que esperar a la llegada de Ortega.
Afiliado al partido de Melquíades Álvarez en 1913, impulsor de las actividades del Ateneo Obrero de Gijón (que convirtió en núcleo de una red de centros de cultura popular por la que pasaron todos los grandes nombres de la época), colaborador habitual del diario El Noroeste (en esta antología se ofrece una breve muestra de esa colaboración), la época asturiana de Fernando Vela resulta fundamental en su formación. Cuando en 1920 llega a Madrid ya está intelectualmente formado, dispuesto para ser el gran impulsor y divulgador de la vanguardia intelectual del momento.
Como no podía ser de otra manera, gran parte de los más memorables ensayos de Fernando Vela se publicaron entre 1923 y 1936 en las páginas de la Revista de Occidente. Algunas de esas colaboraciones las rescató él mismo en El arte al cubo (1927) y El grano de pimienta (1950), pero otras muchas quedaron allí olvidadas y ahora se reproducen por primera vez. De entre todas ellas, yo destacaría la reseña de El laberinto de las sirenas, de Pío Baroja, que es bastante más que una reseña. Comienza, muy autobiográficamente, con una evocación de “las húmedas piedras de Liquerica, el viejo muelle gijonés” y luego se entretiene en digresiones varias que acaban con una muy precisa silueta del novelista, “trapero de lo pintoresco”. Nada más adecuado para apreciar el arte literario de Fernando Vela que comprobar lo que es capaz de hacer con algo tan perecedero y ancilar como una reseña.
Fernando Vela fue uno de tantos españoles a los que los radicalismos de la guerra civil dejaron fuera de sitio. En el descabezado Madrid de los primeros meses de la guerra, fue denunciado por un presunto filósofo al que había rechazado un artículo; huido a la zona de los sublevados, allí su liberalismo no le servía precisamente de salvaguardia. En 1938, aceptó un puesto en el periódico España que el Alto Comisario de España en Marruecos quiso fundar en la ciudad internacional de Tánger para defender los intereses franquistas. Fernando Vela residió en Marruecos entre 1938 y 1943, pero siguió colaborando en el diario tangerino tras regresar a la Península. España, gracias a la colaboración de antiguos republicanos, no fue nunca un mero boletín propagandístico ni un periódico provinciano. En los años cuarenta, emulaba el rigor intelectual de El Sol y otros diarios anteriores a la guerra. Varias de las colaboraciones de Fernando Vela en España pasaron, sin necesidad de ser retocadas ni ampliadas, a las páginas de la segunda etapa de la Revista de Occidente.
Uno de sus últimos escritos, “Después de una lectura de Dostoyewski”, publicado en 1966, el mismo año de su muerte, comienza con una confesión: “Siempre he sido un mal lector de novelas y, más que malo, pésimo de las actuales”. Ya al comienzo de su vida literaria, en “La chimenea de leña” (es el primer texto que reproduce esta antología), nos habla de su pérdida de interés por el relato breve. Maupassant y Clarín, sus dos antiguas devociones, han dejado de serlo: el primero se le “cae de las manos”; los cuentos del segundo le emocionan aún, pero por lo que no es cuento, sino “confesiones íntimas del autor”.
No fue novelista ni autor de cuentos Fernando Vela, pero fue un prodigioso narrador de las aventuras de la inteligencia. Nunca quiso ocupar el primer plano, pero era el mejor actor de reparto en una época en que las estrellas se llamaban Unamuno y Ortega, Valle y Machado, y abundaban las figuras que luego se quedaron en figurones.
Hoy le leemos con el mismo gusto y el mismo tranquilo asombro con que en su momento le leyeron en El Noroeste, en la Revista de Occidente o en aquel periódico de Tánger donde la mejor España asomaba la nariz para no asfixiarse del todo. El tiempo no se ha puesto amarillo sobre estas viejas colaboraciones y su prosa se ha mantenido tersa, sin una arruga.
Sólo para dejar constancia de que yo, como te dije en Oviedo, sí te leo, aquí y en el blog, con permanente placer, y espero que con algún provecho. (Y, si no es así, la culpa será sólo mía). El silencio no quiere decir que no haya nadie al otro lado; quiere decir que lo que se ha leído alimenta, y es de mala educación hablar con la boca (o el espíritu) llenos. Así que aquí estamos, y aquí seguiremos, disfrutando y procurando aprender.
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