jueves, 16 de diciembre de 2010
Charles Simic: Las calles y los libros
Charles Simic
Una mosca en la sopa
Vaso Roto Ediciones, Madrid-México, 2010
Traducción de Jaime Blasco
En una ciudad en guerra transcurre la infancia de Charles Simic. Su primer recuerdo coincide precisamente con un bombardeo: “El 6 de abril de 1941, cuando tenía tres años, cayó una bomba en el edificio de enfrente a las cinco de la mañana y provocó un incendio. Belgrado, mi ciudad natal, tiene el dudoso privilegio de haber sido bombardeada por los nazis en 1941, por los aliados en 1944 y por la OTAN en 1999”.
Como para los poetas españoles del cincuenta, para Simic una infancia vivida durante la guerra, incluso durante la más cruel de las guerras, puede no ser la peor de las infancias: “Era completamente feliz. Mis amigos y yo teníamos muchas cosas que hacer durante el día y tiempo de sobra para hacerlas. No había colegio y nuestros padres estaban ocupados o sencillamente no estaban. Vagábamos por el barrio, trepábamos por las ruinas y supervisábamos el trabajo de los rusos y de nuestros partisanos. Todavía quedaba algún francotirador alemán aquí y allá. Cuando oíamos disparos echábamos a correr. Había equipamiento militar por todas partes. Las pistolas habían desaparecido, pero quedaban otras cosas. Me hice con un casco alemán. Llevaba cartucheras vacías. Tenía una bayoneta”.
Charles Simic cuenta cómo se hizo poeta y cómo se hizo americano (“una patria se elige”) con humor y sin patetismo alguno, aunque no falten en su vida los episodios patéticos. El título que da a sus memorias, Una mosca en la sopa, tan poco convencional, ejemplifica bien una concepción de la literatura que no quiere condescender demasiado con lo que habitualmente se entiende por literatura. El editor de una de las revistas a las que enviaba sus primeros poemas, se los rechazó con una nota en la que decía: “Querido señor Simic, es obvio que es usted un joven inteligente. ¿Por qué pierde el tiempo escribiendo sobre cerdos y cucarachas?”.
Sobre cerdos y cucarachas, y sobre muchas otras cosas, escribe Simic en estas memorias, donde los sueños tienen tanta importancia como lo que convencionalmente se entiende por realidad.
Acierta al ensayar distintas técnicas, al no pretender darle unidad formal a la obra. Tras un primer capítulo reflexivo, el segundo toma como pretexto una fotografía, que se reproduce, de su padre “vestido de esmoquin con un lechón debajo del brazo”. Lo que sigue es un relato de apenas dos páginas en el que se entrelazan costumbrismo y surrealismo. Se nota que el autor ha sentido la tentación de redondear la anécdota, de hacer ficción a partir de pequeños detalles exactos. No es lo más frecuente. A menudo los capítulos se fragmentan en anécdotas, sueños, encuentros con personajes curiosos, y el lector adivina que podrían ser el germen de una historia y que el autor renuncia a desarrollarlos porque no quiere que sus memorias se conviertan en una novela de autoficción (aunque algo de eso tienen).
Uno de los capítulos reproduce el diario que llevó durante su estancia como policía militar, a principio de los años sesenta, en una pequeña localidad francesa. También escribió poemas entonces, nos dice, pero de los poemas se deshizo “hace mucho tiempo”. No tiene nada de extraño: la poesía, si no es gran poesía, envejece peor que la prosa sin demasiadas pretensiones; algo semejante ocurre con la fotografía artística y la meramente documental.
“La tristeza y la buena comida son incompatibles”, comienza otro de los capítulos, donde hace un recuento de algunos de los momentos felices que tuvieron que ver con la comida: “La mejor conversación es la que se celebra en torno a una mesa. La poesía y la sabiduría son meros acompañamientos. Las auténticas musas son los cocineros”.
De literatura, de religión, de política se habla en este libro. También de presentimientos y de sueños. Y se hace con sensatez, sin generalizaciones abusivas, sin acentuar un anticomunismo que no necesita ser subrayado. A algunos lectores les interesará conocer las lecturas que llevaron a Simic a ser el poeta que es (curiosamente el libro decisivo en su formación fue una antología de poetas latinoamericanos), pero para la mayoría los pasajes más interesantes son aquellos en los que aparecen los personajes de su familia, comenzando por el padre, un culto y seductor tarambana.
Muy precisos resultan los retratos del París en que su familia se refugió antes de lograr llegar a Estados Unidos, o de Chicago, “el mercadillo de todas las contradicciones que América podía ofrecer”.
“Mis mejores maestros, tanto en arte como en literatura, fueron las calles por las que vagué”, afirma. Las calles y los libros: “No sería demasiado exagerado afirmar que no soltaba los libros ni para mear. Leía hasta quedarme dormido y seguí leyendo cuando me despertaba. Leía en el trabajo, con el libro escondido entre los papeles de la mesa o en un cajón entreabierto. Leía de todo, desde Platón a Mickey Spillane. Creo que me enterrarán con un libro en la mano. Puede que el más apropiado sea El libro tibetano de los muertos, pero preferiría cualquier manual de sexualidad o los poemas de Emily Dickinson”.
“A estas alturas del siglo la historia de mi vida no parece tener nada de particular”, comienza. Si quiere decir que hubo quienes lo pasaron peor y no tuvieron un final feliz, tiene toda la razón. Pero pocas vidas tan particulares como la suya y tan divertida, disparatada e inteligentemente contadas.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
Por fin he roto todos los lápices.
ResponderEliminar(Para no caer en la tentación
de volver a escribir bajo este sol
que no me hace justicia ni un ápice.)
Ahora, lo que me toca es leer
a mis contemporáneos con fruición.
(Subir la escalera de caracol.)
¡Quién sabe si llegaré a hacer pie!
Algún día descansarán, selectos,
mis poemas, sobre la estantería
de algunos beneméritos maestros.
A ti es a quien quiero llegar un día,
lector que curioseas en mis versos,
esa es mi más profunda alegría.
© María Taibo