Escritos en la corteza de los árboles
Julia Uceda
Fundación José Manuel
Lara. Sevilla, 2013.
Nacida en 1925, el mismo año que Ángel González, Julia Uceda
es una de las pocas voces vivas y activas de su generación, la del cincuenta
(aunque ella siempre se empeñara en marcar distancia de sus compañeros
generacionales y no soliera ser incluida en antologías y recuentos).
Inició su obra en 1959 con Mariposa en cenizas, un libro intimista
y de un formalismo que pronto dejaría de lado. Se aproximó a la entonces
llamada poesía social con Extraña
juventud (1962) y Sin mucha esperanza
(1966), y encuentra luego su voz más personal con Poemas de Cherry Lane (1968) y, sobre todo, Campanas en Sansueña (1977), obras escritas ya fuera de España,
durante sus estancias como profesora en Estados Unidos e Irlanda.
Regresada a
España, retirada en Galicia, su poesía se va haciendo más esencial, más atenta
al misterio de las cosas, al mundo del sueño y a los recuerdos que parecen
venir de antes de nuestro nacimiento.
Escritos en la corteza de los árboles lleva
como prólogo una especie de ajuste de cuentas generacional y un intento de
formular en términos conceptuales su poética. “Nuestra generación –leemos– no
fue capaz, por circunstancias obvias, de advertir ni desenredar eficazmente los
hilos espesos que la enredaron y confundieron. De ahí que la literatura que la
representa ahora nos parezca débil y vacilante a la hora de demostrar la tímida
honradez que algunos mantuvieron y, sobre todo, la reacción libre y personal de
algunos ante determinados hechos de la historia que vivían”. Son afirmaciones
demasiado imprecisas, que no dan nombres ni distinguen etapas. “Por razones
conocidas –añade–, los únicos caminos que se podían recorrer eran los que el
poder marcaba”. No resulta enteramente cierto, al menos en los nombres más
memorables, como Jaime Gil de Biedma o José Ángel Valente, Manuel Mantero o
Aquilino Duque, por citar poetas de diferente ámbito ideológico.
Distingue Julia Uceda entre los
escritores de versos y los poetas. El trabajo de los primeros solo requiere
“dominar determinada información técnica y temática y algo de buen oído a fin
de no romper el ritmo del idioma”; buscan la precisión y la claridad, la
destreza expositiva. Pero la poesía, se escriba o no en verso, “es oficio más
complejo”; se trataría de la memoria “de algo conocido en otra forma de vida y
recordado por el alma”, “de un sexto sentido que trasciende experiencias
objetivas que le vienen al poeta de lugares remotos”.
A los ritos
y a los mitos ancestrales, al jungiano inconsciente colectivo, remiten los
mejores poemas de Julia Uceda, escritos como sin entenderlos del todo, como
quien cuenta un sueño que no acaba de comprender.
No son
poemas fáciles. Se nos escapan en una primera lectura, parecen cerrarse sobre
sí mismos e incluso incurrir en algún aparente balbuceo o torpeza expresiva.
Claro que hay excepciones, los poemas más breves, los menos interesantes.
Curiosamente entre esas excepciones se encuentran el primer y el último poema
del libro y resulta extraño que la autora haya colocado en lugares tan
significativos poemas tan poco significativos de su manera de escribir. El
primero nos cuenta en verso una anécdota que ya se nos había contado en prosa
en el prólogo, sin añadir matices nuevos; el último recurre, con no demasiado
acierto me parece, a la ironía.
Los poemas
se traducen “de un idioma perdido”, “de una lengua olvidada”, lo mismo que los
mitos y los sueños. En ellos se entremezclan anécdotas personales –“confusa la
historia / y clara la pena”, como en los
versos de Machado– con personajes históricos. En el poema “Álbum”, la
fotografía de una casa abandonada se asocia con “la batalla de Borodinó, uno de
los retratos que Munch hizo de Nietszche, Hirohito y su guerra y, finalmente,
Albert Camus y la renuncia del emperador a su condición divina”. La autora
confiesa en el prólogo no poder dar razón de esas coincidencias: los poemas los
escribe una mano que puede no ser la suya. Parafrasea una afirmación de Jung:
“Quizá mi verdadero yo es alguien que no soy yo”.
Si hubiera
que destacar algún poema, subrayaríamos el titulado “Shirayuki” (un famoso personaje del manga japonés se
llama Mizore Shirayuki, la referencias de Julia Uceda tienen los más variados
orígenes). “El potro blanco, como llama de nieve, / salta hacia la ventana”,
comienza. Pero tras esa impactante imagen visual el poema continúa por otro
camino que rompe las expectativas del lector: “Estoy allí sin estar: / lo
pasado, bulto negro, musita no sé qué, / bisbisea… No se entiende (las crines /
mueven el aire, ahuyentan la sombra), / más que a otra voz de acento detenido,
/ de otros mares, de otros medicamentos / (porque estoy enferma, me digo) para
/ enfermedades de muchedumbres, / de los que no hablan derecho / de los que
muerden letras y sonidos que sangran / sobre las mesas, / de esas mismas
figuras que un día alguien / hirió con una piedra en otra”.
Los poemas
de Julia Uceda siempre ofrecen algo distinto de lo que esperábamos. Su música
es asordinada y atonal, nada acariciadora ni mucho menos adormecedora, al
contrario de la de tanta poesía bien hecha y consabida. Se leen como fragmentos
de un libro sagrado escrito en una lengua muerta y traducidos por alguien que
no la conoce del todo. La verdad que encierran no puede ser expresada
plenamente, solo vislumbrada. Ni siquiera la autora acierta a explicárnosla,
aunque lo intenta prolijamente en el prólogo al volumen. En esa imposibilidad
está la grandeza de esta poesía. Y su riesgo mayor.
El poema que citas me parece excelente y yo creo que se entiende muy bien. Quizás sea por mis ejercicios recientes de traducción de poesía expresionista alemana, que también utiliza una sintaxis de sensaciones en imágenes para referirse a situaciones concretas. Tal vez lo más desorientador sea el título. Podría haberse llamado, por ejemplo, “La cena”. Aunque lo cierto es que el otro es más elegante.
ResponderEliminarOtro ejemplo de esta forma de escritura podría ser el poema de Georg Trakl que cuenta la historia de Kaspar Hauser (y toda su poesía en general):
EliminarVerdaderamente amaba el sol que baja purpúreo por las colinas,
los caminos del bosque, el pájaro negro que canta y la alegría de lo verde.
Habitaba serio la sombra del árbol
y su semblante era puro.
Dios hablaba una suave llama a su corazón:
¡Hombre!
Una tarde encontraron sus pasos la ciudad tranquila;
la queja oscura de su boca:
Quiero ser jinete.
Pero arbusto y animal le perseguían,
la casa y el jardín crepuscular del hombre blanco
y su asesino le buscaban.
Primavera y verano y el bello otoño
del justo, sus pasos silenciosos
junto a la oscura habitación de los durmientes.
Por la noche se quedó solo con su estrella;
vio la nieve caer en las ramas desnudas
y la sombra del asesino en el pasillo crepuscular.
Plateada se hundió la cabeza del no nacido.
Otro hermoso poema de Trakl es este:
EliminarUNA TARDE DE INVIERNO
Cuando la nieve cae junto a la ventana
y la campana de la tarde largamente suena,
para muchos ya está la mesa puesta
y bien aprovisionada la casa.
Algunos de su peregrinaje
llegan a la puerta por senderos oscuros.
Dorado florece el árbol de los frutos
del fresco néctar que de la tierra extrae.
En silencio el caminante entra;
el umbral petrificó el dolor.
Ahí brillan –luminosos, puros–
el pan y el vino en la mesa.