El purgatorio
Javier Salvago
Renacimiento.
Sevilla, 2014
Javier Salvago sorprendió en 1980 a los lectores de
poesía con un libro, La destrucción o el
humor, a contracorriente de la poesía hermética, culturalista, heredera de
las vanguardias, que entonces, tras el reiterado descrédito del realismo y el
compromiso, parecía la única posible. Recuperaba la métrica tradicional (el
libro terminaba con una sextina) y el lenguaje de todos los días, no desdeñaba el
confesionalismo, pero le añadía un toque irónico que evitaba la falacia
patética.
No era el
primer libro de Salvago –antes había publicado Canciones del amor amargo, luego borrado de su bibliografía, aunque
no enteramente desdeñable–, pero sí el primero en que encontraba una
personalísima manera de hacer y de decir que continuaría, siempre igual a sí
misma, pero cada vez más verdadera y desolada, hasta 1997 en que aparece una
recopilación de su poesía completa a la que muy pocos textos, y por lo general
prescindibles, ha añadido después. “No busco la variación, sino la hondura”,
escribió. Y como explicación de su silencio: “La poesía también puede ser un
método para curarse de la poesía”.
El purgatorio, continuación de las Memorias de un antihéroe, nos habla de
los años en que Salvago escribió sus poemas y de cuál fue la razón por la que
dejó de escribirlos. Nos cuenta, con sinceridad a ratos desasosegante, cómo se
hace y cómo se deshace un poeta.
El volumen
comienza de una manera impactante: “Había conseguido dejar de beber, pero no
había aprendido a vivir sin el alcohol. Todo lo que había hecho hasta entonces,
durante los diez últimos años de mi vida, lo había hecho con una copa en la
mano, y ahora no sabía vivir de otra manera”. Tiene veintiocho años y se
siente, como Papini, un hombre acabado.
Pero, al
igual que Dante extraviado en medio del camino de la vida, también Salvago
encuentra su Virgilio, en este caso el poeta sevillano Fernando Ortiz, solo
tres años mayor, pero buen conocedor de las tradiciones poéticas, especialmente
de la que él mismo ha denominado “la estirpe de Bécquer”, y uno de los primeros
cabecillas de la rebelión contra la estética novísima.
Al
admirador de la poesía de Salvago quizá le defraude un poco el capítulo inicial
de su libro, “Volverlo a intentar”, dedicado precisamente a la trayectoria
literaria. Apenas si nos habla de sus lecturas y prefiere detallar los premios
y copiar algunos de los artículos elogiosos (o de las cartas privadas) que se
le dedican. Incurre incluso en ingenuidades que nos hacen sonreír. No solo copia
el telegrama que le mandó el ministro de Cultura tras recibir un premio, sino
también la formularia carta del “Jefe de la Casa de S. M. el Rey” tras enviarle al monarca dedicado
el volumen, y añade lo siguiente: “Pese a la amable misiva, jamás fui invitado,
como lo fuera José Ramón Ripoll, ganador del Premio Rey Juan Carlos I en la
edición anterior a la mía, a ninguna de la puntuales recepciones del rey en
palacio, con motivo de su cumpleaños, a comunicadores, intelectuales y
artistas, y la verdad es que lo agradecí. Ni me gustan ese tipo de actos donde
la gente se disfraza ni entiendo, a estas alturas de la historia, ese
antinatural maridaje entre monarquía y democracia”. Curiosa manera de decir
exactamente lo contrario de lo que dice: que todavía no ha olvidado que no le
invitaran a él y sí a otro poeta ganador del mismo premio.
Tras
Fernando Ortiz hay otro personaje fundamental en la vida de Javier Salvago. Se
trata de Jesús Quintero, quien en 1984 le llamó para que participara como
guionista en su programa “El loco de la colina”, y a cuyo lado estuvo, con
intermitencias, durante más de treinta años.
Las páginas
más interesantes de El purgatorio no
se dedican al mundo de la poesía, sino al de la comunicación. Además de con
Quintero, Salvago trabajó con Iñaki Gabilondo y con Encarna Sánchez, además de
hacer de negro para diversos famosos, como Isabel Pantoja. El personaje de “El
loco de la colina”, que durante un tiempo fascinó a la más variada audiencia,
es casi por entero una creación de Salvago. A él se deben las líricas
divagaciones que lo hicieron, desde muy pronto, inconfundible: “Te ofrezco un
sueño. No me preguntes si es peligroso. Cruza la frontera y no me preguntes si
es prudente. No me preguntes si es correcto. Ven y no me preguntes dónde
conduce ni para qué sirve. No me preguntes si es moral o inmoral. No me
preguntes si es delito. No me preguntes si es pecado. No lo sé. Solo sé si es
hermoso”.
En la
calderilla de sus guiones desperdició Salvago el oro de sus intuiciones
poéticas: “Cuántos sentimientos y pensamientos que habrían sido materia de
poemas los malgasté en estúpidas reflexiones. Cuántas experiencias tuve que
machacar para sacar adelante el trabajo de un día. Era un mercenario que fusilaba
las palabras sin tregua y sin descanso, y las palabras comenzaron a desconfiar
de mí, a huirme o a no darse nada más que superficialmente, profesionalmente,
como putas que se entregan un rato por dinero”.
Quien
escribe estas memorias ya no es el poeta admirado, sino el guionista maltratado
por la vida y cansado de su oficio. Más que como una obra literaria, a ratos
las leemos como un desahogo personal que nos hace sentir un tanto incómodos. El
autor se nos presenta como un hombre sin voluntad, como un fatalista que acepta
las cosas como vienen, siempre a merced de las decisiones de unos y de otros.
La lúcida ironía de los poemas se encuentra ausente de estas desoladas
memorias. También contradictorias: arremete contra la televisión basura, que
encumbra personajes sin interés como Belén Esteban, y él le dedica páginas y
páginas e incluso transcribe –sin venir a cuento– una entrevista con ella.
Documento
humano, y apenas obra literaria, es El
purgatorio, un libro que tal vez interese más a quienes sienten curiosidad
por los entresijos de los medios de comunicación de masas (o por las
personalidades complejas y autodestructivas) que a los lectores de la poesía de
Salvago, que nada gana –quizá todo lo contrario– con un mejor conocimiento del
anecdotario vital de su autor.
Es terrible. Se impone el merchandising, el vender a toda costa (las librerías languidecen y parece que tienen que rebajarse a esto), y hace falta que el autor formal del libro sea alguien famoso, alguien que salga en la tele, aunque obviamente el libro no lo ha escrito él (ni ella), sino un "negro" (qué palabra tan fea).
ResponderEliminarLlega la feria del Libro y sale un aluvión de libros supuestamente escritos por famosetes, y resulta que son los únicos libros que tienen tirón y hacen que se formen colas ante sus casetas.
¿Por qué los buenos escritores tienen que quedar para eso: para escribir textos que se atribuyen otros? Lo del Loco de la Colina me deja de piedra. Vale que la Pantoja necesite un escritor para juntar palabras, pero el Loco de la Colina (no recuerdo ahora su nombre real) creo que es un periodista. Entonces...
No pertenezco, por suerte, a ese mundo, pero la verdad es que no entiendo nada.
"Tras Fernando Ortiz hay otro personaje fundamental en la vida de Javier Salvago. Se trata de JESÚS QUINTERO, quien en 1984 le llamó para que participara como guionista en su programa “El loco de la colina”, y a cuyo lado estuvo, con intermitencias, durante más de treinta años". (JLGM aquí mismo)
EliminarAquí consideramos periodista a cualquiera que tenga posibilidad de acceso a un medio de comunicación, sin que conste en parte alguna si tiene titulación universitaria o formación que le habilite para ello. Personalmente no creo que sea necesaria titulación alguna para ser periodista, ayuda, lo importante es saber preguntar y escribir. Con absoluto conocimiento de este asunto, pude constatar que Jesús Quintero, no es que no tenga suficiente formación, es que no sabe escribir, sí sabe preguntar y leer lo que le escriben, y lo digo porque trabajé con él seis meses en el primer programa que hizo para una televisión: "el perro verde" y no soy Javier Salvago.
EliminarGracias, Anónimo. Pero la cuestión quizá sea: Un señor que ni siquiera escribe lo que se autoatribuye, que se aprovecha de la inventiva de un “tapado” o “negro” llevándose él la fama de lo que no crea , ese señor -sea el Loco de la Colina o el Cuerdo de la Llanura-… ¿se merece que sepa yo su nombre? Obviamente no.
ResponderEliminarEn otro orden de cosas, en Babelia de hoy leo un artículo sobre la “regla Bambi” para críticos literarios. Significa que el crítico nunca debe hablar mal de un libro, sino que simplemente se limitará a ignorarlo, a no reseñarlo. ¿Qué opina al respecto la peña seguidora de este blog?
En el mismo artículo de Babelia viene una frase de Auden que mola mazo: “Es imposible hablar mal de un libro sin pavonearse”. Ahí queda eso.
(Sandra Suárez)
Respecto a lo de hablar o no de un libro, hay, pienso, una distinción que hacer. No hablar (en público, se entiende, y por escrito) de lo que uno cree un mal libro puede ser castigo suficiente, y es desde luego una actitud muy sensata. Pero también puede ocurrir que un autor disfrute de una fama que creemos sinceramente inmerecida, e incluso que un libro que nos parece muy malo sea grandemente elogiado, sólo porque es de un autor consagrado. En estos casos puede ser útil, higiénico y (a veces) hasta necesario dejar constancia de nuestro desacuerdo. En el caso de un libro de autor poco o nada conocido, seguramente lo más sensato es el silencio.
ResponderEliminarY no estoy de acuerdo con la frase de Auden: es perfectamente posible hablar de un mal libro sin pavonearse; eso, lo de pavonearse o no hacerlo, depende bastante más, a mi entender, de la calidad del crítico que de la del libro.
Yo tampoco estoy de acuerdo, JLGM se pavonea incluso cuando habla bien de los libros.
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