El desapercibido
Antonio Cabrera
Pepitas de calabaza.
Logroño, 2016.
Decían sus discípulos –los otros heterónimos pessoanos– que
Alberto Caeiro era “el único poeta de la naturaleza”. Antonio Cabrera, no es el
único, pero sí uno de los pocos que en la actual poesía española sabe mirar y
ver en su verdad el mundo natural, los árboles, las aves, los insectos.
El desapercibido –todavía hay gramáticos
que censuran esa palabra y consideran solo correcta “inadvertido”, ya que no
tiene que ver con “percibir”, sino con “apercibir”– es un conjunto de prosas
breves que complementan su libro de poemas Corteza
de abedul, aparecido este mismo año.
Las
reflexiones más abstractas de Antonio Cabrera pueden resultarnos a veces demasiado
vagas o discutibles. Un ejemplo: “La poesía no conoce la realidad, entre otras
cosas porque la realidad no necesita ser conocida por la poesía; ese es el
trabajo encomendado a la ciencia”. Pero es bien sabido que la ciencia no se
ocupa de lo particular, sino de lo general y que en un mundo donde solo
existiera la ciencia, y no el arte ni la literatura, sería un mundo con amplias
zonas ciegas, del que ignoraríamos casi todo lo que más nos importa.
Un texto
como “Libélula” sirve para ejemplificar lo mejor de este libro. Comienza de
manera costumbrista. Una gran libélula –un anax imperator– entra en una tienda
de ropa y asusta a dependientas y clientas: “El pobre bicho, más desconcertado
que ellas, chocaba contra el cristal del escaparate. Me introduje allí y me fue
fácil atraparlo con las manos. Su tamaño ocupaba entera una de mis palmas. En
el abdomen recto y muy largo se combinaban el verde esmeralda, el azul cielo y
unos toques de negro y blanco, todo ello según una geometría de bandas
alternas, y a continuación pequeños paneles cuadrangulares en el tórax.
Verdosos, los enormes ojos facetados”. El monstruo que asusta a las mujeres, el
“pobre bicho” asustado es, para quien lo sabe mirar, un fascinante objeto
estético: “Lo mejor eran sus cuatro alas, rígidas, como de papel transparente y
quebradizo sobre el que se hubiera asperjado purpurina plateada. Unas alas casi
cursis si no fueran producto de la evolución, esto es, de la realidad más pura,
que en su estética nunca se equivoca”. Al final de esas pocas líneas, que nos
ayudan, como la mejor literatura, a ver el mundo de otra manera, el autor sale
a la calle y deja que la hermosa prisionera vuele libre “dentro del mediodía de
mayo”.
Antonio
Cabrera es autor de Tierra en el cielo,
un conjunto de haikus ornitológicas que en su precisión y en su variedad apenas
si tienen parangón en nuestra literatura, o en cualquier otra literatura. Al
petirrojo (erithacus rubecula), lo describe así: “El rojo otoño. / Cascabel de
noviembre / sobre un almendro”. Y al azor (accipiter gentilis): “Súbitamente /
aparece lo oculto. / Belleza o rabia”.
En relación
con esos haikus están algunas de las más sugerentes prosas de El desapercibido. Por ejemplo, “Ya canta
el mirlo”, esa criatura “inteligente y a la vez proclive a la torpeza”, cuya
belleza esquiva ha dado lugar a tanta literatura: “En el orto brumoso de la
campiña inglesa lo escuchó Ted Hughes. Y en el atardecer gris plata de Cracovia
ha despertado la compasión de Zagajewski”.
“Lo que
puedo decir de las oropéndolas” se titula otro de los brevísimos capítulos. Lo
que puede decir de ellas no es nada que haya aprendido en los libros, sino el
resultado de observarlas durante años. Su nombre –tan sonoro– las ha llevado a
muchos poemas modernistas (aunque a veces los poetas supieran tanto de ellas
como Villaespesa de los nenúfares si hemos de hacer caso a Unamuno). Fuera del
poema, nos dirá Antonio Cabrera, no son nada melifluos ni blandengues: “Pocos
pájaros hay tan pendencieros, tan malhumorados y retadores”. La oropéndola es
fácil de oír, pero difícil de ver: no toleran la cercanía humana, no soportan
nuestra mirada. Pero la paciencia tiene su recompensa y una vez el autor pudo
admirar de cerca a un macho adulto: “Se había posado de súbito sobre una rama
de adelfa en flor. Ante mí, aquella combinación inimaginable de colores: verde
mate, fucsia intenso, amarillo fortísimo y negro azabache. Fue un exceso, pero
un exceso hermoso porque era real. La oropéndola huyó enseguida llevándose la
mitad de los colores. Quedó oscilando la rama de adelfa, con su verde y fucsia
indiferentes, vívidos”.
Con Antonio
Cabrera aprendemos a mirar los insectos, las aves, y también los cambiantes
colores de la naturaleza. En “Vides de bobal” nos habla del color rebajado,
“para no llegar a sanguíneo”, de una vides en cuya modestia campesina “casa más
la herrumbre que el carmín”; “Pequeño encomio del granate” es uno de los más
precisos elogios de un color que hayamos leído.
Del tacto,
del silencio de la noche, del olor del cuero se habla también en este libro,
lleno de pasajes memorables (no faltan tampoco unas ingeniosas “greguerías de
agosto”), que nos enseña a ver aquello a lo que habitualmente no prestamos
atención, a reflexionar sobre todo lo que damos por supuesto y a apagar de vez
en cuando el pensamiento para que la realidad externa brille en todo su
esplendor.
¿No hay peros? Parece que no y me alegro de coincidir.
ResponderEliminarQué machadiano está usted en la foto, Sr. Martín.
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