El monarca de las sombras
Javier Cercas
Random House.
Barcelona, 2017.
Pocos lectores se acercarán a El monarca de las sombras, investigación histórica y autobiografía,
sin conocer lo fundamental del libro. El autor lo ha explicado minuciosamente
en sus entrevistas promocionales y además nos lo resume en el primer párrafo y
vuelve una y otra vez sobre ello en el capítulo inicial. Manuel Mena, un tío
abuelo suyo, murió en la batalla del Ebro a los diecinueve años. Era
falangista. Le dedicaron una calle en su pueblo, Ibahernando, el mismo en que
nació Javier Cercas. Era el héroe de la familia, pero siempre se negó a
escribir sobre él porque había luchado en el bando equivocado, el mismo en el
que militaba el resto de sus familiares.
Javier
Cercas es un excelente investigador y un espléndido narrador, pero desde el
éxito inesperado de Soldados de Salamina parece
que solo publica libros artificiosamente hinchados por exigencias de la
industria editorial. La intriga de El
monarca de las sombras no está en lo que se nos cuenta del joven alférez
provisional, de las peripecias de la guerra en un pequeño pueblo o de la
batalla del Ebro, sino en ver cómo se las arregla el autor para convertir lo
que podía haber sido una magistral crónica de cuarenta o cincuenta páginas en
una “novela” con cerca de trescientas.
El primer
recurso técnico consiste en desdoblarse en dos narradores. Los capítulos
impares se cuentan en primera persona y nos narran cómo y por qué se escribió
el libro; los capítulos pares están en tercera persona (al autor se le menciona
por su nombre, como un personaje más) e intentan referir lo que sabemos de
Manuel Mena “con el desapego y la distancia y el escrúpulo de veracidad de un
historiador”.
Pero incluso
con este desdoblamiento resulta difícil llegar al número de páginas que se ha
propuesto. Se nota demasiado el esfuerzo del autor para conseguirlo, fatiga
tanto relleno (incluye íntegros artículos suyos anteriores, aunque contengan
datos equivocados que luego se ocupa de refutar), pero en alguna ocasión esos
superfluos entremeses se convierten en lo más divertido del volumen. Es lo que
ocurre con la aparición de David Trueba en el capítulo tercero, que protagoniza
casi por completo, y luego en algún otro. El pretexto para incluirle es que el
escritor y director de cine le lleva en coche hasta Ibahernando para
entrevistar a un anciano que conoció a Manuel Mena. Javier Cercas se las
arregla para convertir estas páginas casi en una exclusiva de la prensa del corazón
–y así se anticiparon, por ejemplo, en El
Español– o de Sálvame: David
Trueba llega incluso a llorar al contarnos cómo su pareja (Ariadna Gil, la
protagonista de Soldados de Salamina,
aunque para ello hubiera de cambiar de sexo al personaje principal) le abandona
por Viggo Montersen. Morbosamente divertido, sin duda, pero bastante fuera de
lugar.
Algo mejor
trabadas con el resto del libro están las apariciones de la madre del autor, a
la que caricaturiza amablemente hasta convertirla en un personaje entrañable,
pero de la quizá abusa un tanto. Le adjudica (y lo califica de dicho memorable
que él nunca olvidará) un conocido chiste sobre los pasos de cebra y nos la
presenta fascinada ante una lenta y tediosa película de Antonioni, La aventura porque sin duda le recuerda
“la orfandad de peripecias y los silencios inacabables de Gran Hermano”, un programa del que dice disfrutar él también –aunque
solo parece conocerlo de oídas– y al que se refiere varias veces.
El recursos
a determinadas obras literarias sirve, además de para alargar el libro (la
verdadera obsesión de Cercas) para darle trascendencia a la historia familiar
que narra, una de tantas como ocurrieron durante la guerra civil. Se alude
reiteradamente a El desierto de los tártaros, la novela de Dino Buzzati, a un cuento
de Danilo Kis, “Es glorioso morir por la patria” (el lema de Horacio que Cercar
coloca al frente de su libro) y a los poemas de Homero. El título procede de
unos versos de la Odisea. Ulises
encuentra a Aquiles en el reino de los muertos y este le dice que preferiría
ser un siervo con vida que un monarca de las sombras. Aquiles, ejemplo de una
“bella muerte”, sería el arquetipo de Manuel Mena. Pero no parece un buen
ejemplo: Aquiles no luchaba por ninguna patria, dejó de hacerlo cuando se
enfadó con Agamenón a causa del reparto del botín, volvió al combate solo para
vengar a su amigo Patroclo.
Tanto como
estas divagaciones literarias, o quizá más, fatiga el recurso a la anáfora y a
la reticencia para alargar los párrafos. El historiador de los capítulos pares
escribe (p. 144) “podría imaginarlo”, “sería capaz de imaginar el momento”,
“podría imaginar”, “podría imaginarle”, etc., y nos refiere todo lo que podría
imaginar pero presuntamente no imagina (“o por lo menos fingiré que no lo
imagino”, aclara, por si no estaba claro) “porque ni esto es una ficción ni yo
soy un literato”. No es la única vez que el cronista de los capítulos pares
insiste en que es solo un historiador y por lo tanto no puede hacer hipótesis
(como si estas no fueran fundamentales en cualquier trabajo científico), pero
no por eso se priva (desmintiéndose a sí mismo) de hacer literatura.
La tesis
política de Cercas –que los propietarios agrícolas, agrupados en sindicatos de
derecha, se equivocaron al apoyar al franquismo– resulta cuando menos
discutible. Otra cosa es que la familia de Manuel Mena, la familia de Cercas,
no sacara especial rendimiento de esa adscripción.
Pero lo más
disonante del libro resulta el final, una especie de revelación mística en la
que el autor-narrador cae en la cuenta de que la muerte no existe “porque
estamos hechos de materia y la materia no se crea ni se destruye solo se
transforma”. Solo se transforma, vale, pero a veces se transforma de materia con
vida en materia inerte. ¿Que luego esos átomos puedan llegar a formar parte de
otro ser vivo, un hombre o un gusano? Sí, pero el ser humano que perdió la vida
la perdió para siempre. Nos deja con una cierta sensación de incredulidad tan
inesperado e inverosímil sesgo místico.
Javier Cercas
sabe contar y sabe investigar. El monarca
de las sombras, aunque artificiosamente hinchado, aunque no convenza en su
interpretación de la guerra civil, está lleno de páginas admirables. Conviene
subrayarlo.
Mi abuelo materno perdió un hermano en cada bando, según me contó mi madre, y por eso no se posicionaba por ninguno. Él empezó a trabajar con 11 años, según nos repetía siempre a mi hermano y a mí. Era un daimieleño gran lector de El Quijote y murió viendo su película favorita, “Qué bello es vivir”.
ResponderEliminarLa misma sensación de "relato estirado" que tuve con lo anterior de Cercas ("El impostor"). Las mismas ganas de saltarme páginas o leerlas en diagonal. Aunque, en verdad, ¿qué novela no es un "cuento estirado"?
ResponderEliminarNo todas las novelas son un cuento estirado, ni esta lo es propiamente: es solo una crónica de un hecho real a la que añaden pegotes y más pegotes que no vienen a cuento.
EliminarAcabo de leer la novela y suscribo lo que dice JLGM en su reseña. Me ha parecido una tomadura de pelo, un barco sin rumbo que, a ratos, está en medio de una tormenta, y a ratos, en mar calma. Está totalmente desestructurada, carece de la idea de estilo, es decir, criterio. A ratos, cuando aparece Trueba, o con la madre, viendo Gran Hermano, el texto tiene un color que luego se desdice completamente con la crónica que quiere hacer de su tío. Hacia el final, esos paralelos entre su historia y Ulises y Aquiles son otro despropósito, un símil que no pinta nada. Y sí, es un texto hinchado, que se lee muchas veces en diagonal. Cercas, te queremos, pero otra vez, hazte un guion previo y niégate a hinchar el texto, aunque lo digan los monarcas de las editoriales, los reyes midas de la edición.
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