El Rastro. Historia, teoría y práctica
Andrés Trapiello
Destino. Barcelona,
2018.
El Rastro. Historia,
teoría y práctica es una obra enciclopédica, donde se encuentra todo lo que
a uno se le ocurriría preguntar sobre el famoso mercado de viejo madrileño
–casi un género literario en sí mismo– y también mucha erudición que a algún
apresurado visitante le puede parecer excesiva, como de aplicado cronista
municipal.
Un libro
como este solo lo podría haber escrito Andrés Trapiello, y no porque lleve
cuarenta años visitándolo fielmente todos los domingos a primera hora de la
mañana, como hacen los profesionales (lo normal es que, tras esa frecuentación,
cualquier lugar pierda toda su magia), sino por su incansable curiosidad hacia
las cosas viejas y las gentes en las que nadie repara, pero que llevan una
novela dentro.
El volumen
–que no es para leer de un tirón, sino para picotear y dejarse sorprender en
muchos ratos perdidos– tiene un minucioso índice (salvo la última parte) y una
estructura casi de manual. Afortunadamente, las apariencias engañan. Se trata
más bien de un centón, revuelto bazar o almoneda, que de una rigurosa
monografía, empeño quizá imposible.
La primera
parte está dedicada a la historia del Rastro y no cabe duda de que el autor se
ha procurado toda la documentación accesible y que incluso aporta datos
inéditos, pero lo que a nosotros nos interesa son los incisos, como “Historia
de un niño”, una novela en síntesis, o la visita a torre de las galerías
Piquer, desde donde, al alzarse la persiana en un piso deshabitado pudo
contemplar –por una única vez– la mejor vista del Rastro: “Fue como alzar el
telón de un teatro mostrando un escenario prodigioso”.
A la teoría del Rastro se dedica la segunda
parte, subtitulada “meditaciones y conjeturas”. No cabe duda de que Andrés
Trapiello tiene una habilidad especial para la divagación y es capaz de hacer
brillar su prosa con cualquier pretexto, pero el lector se cansa pronto de las
vueltas y revueltas en torno a unas citas de Benjamin o de cualquier otro
nombre más o menos prestigioso. Lo que este libro tiene de filosofía del Rastro
es quizá lo que menos interesa. Andrés Trapiello –como Eugenio d’Ors– trata de
convertir continuamente la anécdota en categoría, pero la categoría resulta a
menudo nebulosa y discutible y la olvidamos pronto, mientras que las anécdotas
–costumbristas, autobiográficas, ásperamente quevedescas las menos,
piadosamente cervantinas las más–, como las líricas descripciones de tantos
amaneceres, bastan para hacer memorable el volumen.
Destacan
muy especialmente las páginas que dedica al regateo. “Arte y maña del regateo”
se titula uno de los subcapítulos, pero de él habla en muchos otros lugares y
no nos queda la menor duda de que Andrés Trapiello es un maestro en esa especial
técnica de determinar el precio y el valor de las cosas. Si alguna vez se diera
un máster para profesionales del Rastro –cosas más raras se han visto–, sin
duda deberían formar parte de la bibliografía fundamental, y –mutatis mutandis– no cabe duda de que
también les sacarían buen partido en cualquier escuela de negocios y hasta en
la escuela diplomática.
Mucho hay
que admirar en este libro, pero a veces nos quiere hacer comulgar con alguna rueda
de molino. “La verdadera renovación del canon literario en los últimos años
empezó en el Rastro”, escribe el autor. Y lo explica por que, cuando él comenzó
a escribir –finales de los setenta, primeros ochenta–, “la inmensa mayoría de
los autores que nos interesaban desaparecieron de las librerías de nuevo”. Y no
solo los autores menores, sino los que “formaban parte del canon de la
literatura, los grandes e inalcanzables escritores del nuevo siglo de oro
(Unamuno, Azorín, Baroja o Juan Ramón, y en otro peldaño, los Pérez de Ayala,
Ortega, Gómez de la Serna o Azaña)”. Solo unos pocos –Valle o Machado– “habían
logrado sobrevivir a las purgas y menosprecios de los prescriptores, críticos y
mandarines del momento”.
Los
escritores, incluso los grandes escritores, se ponen de moda y pasan de moda,
sin necesidad de que en ello intervengan intereses inconfesables. En el Rastro, como en las librerías de viejo,
aparecen los grandes escritores junto a otros menores o sin interés, pero
nunca, nunca se perdería a Unamuno, Baroja, Ortega o Juan Ramón quien no
visitara el Rastro. Estuvieron siempre en las librerías de nuevo, entre otras
cosas porque eran lecturas recomendadas en los planes de estudio, y sus obras
estaban al alcance de todos en las bibliotecas públicas.
Pero mejor
mirar para otro lado cuando Trapiello habla del canon literario, de las
universidades o de las librerías de nuevo, en las que, contra lo que él cree,
no solo se encuentra lo escrito en los últimos años: también la mejor edición
del Quijote, una nueva traducción de Montaigne o de Virgilio, innumerables
maravillas que sorprenden incluso al frecuentador habitual, no solo el premio
Planeta o el bestseller de turno
(que, por cierto, no tardan en aparecer en el Rastro o en la cuesta de Moyano).
Las dos
últimas secciones del libro –el lector puede empezar por ellas– son las mejores
y justifican por sí mismas el volumen, aunque eso no quiere decir que en las
anteriores no haya pasajes trazados con mano maestra.
Cuanto
menos pretencioso teóricamente, más admirable se muestra Andrés Trapiello. Por
eso en la sección “Objetos y cosas”, una de las mejores del volumen, nos
interesa poco la distinción que, apoyándose en Remo Bodei, establece entre
“cosas” y “objetos” y mucho la descripción, ilustrada, de un puñado de objetos
o cosas encontrados en el Rastro y de su especial predilección: desde un tomo
de los Episodios nacionales con la
bandera republicana en la cubierta hasta una postal de san Isidoro de León que
le lleva a rememorar su infancia con unamuniana emoción.
El Rastro. Historia, teoría y práctica es
un libro ilustrado en el que las ilustraciones rara vez son un prescindible
complemento, especialmente las de la última parte, instantáneas fotográficas realizadas
por el propio autor y muy adecuadamente glosadas. Gran parte del encanto del
volumen proviene de esas imágenes, tan literarias, tan sugerentes.
Las
ilustraciones de la primera parte son de otro tipo y presentan menor interés, a
pesar del preciso pie de foto del autor, debido al pequeño tamaño en que a
menudo se reproducen. Un ejemplo, la que aparece en la página 210, cuyo pie de
foto dice así: “Un clásico del Rastro: las figuras políticas de los regímenes
pasados, en asociaciones bizarras. Un baratillo pedagógico. Lo mejor de esta
son los ojos azules del zorro”. Pero como la ilustración es de un tamaño poco
mayor que el de una uña ni siquiera con la mejor vista se pueden distinguir
esos ojos azules.
Reproduce
Andrés Trapiello, en la sección final, muchos pasajes dedicados al Rastro en los
diversos tomos de su diario. El lector lo agradece, tanto el que recordaba esas
páginas como el que no las había leído o no las recordaba. Hay repeticiones,
pero también puntos de vista nuevos. También se agradece que deje fuera las
poco simpáticas líneas que solía dedicar al único escritor que le disputaba sus
hallazgos bibliográficos, al que él llamaba “el poeta social”, Carlos Sahagún.
En cuarenta
años de asidua frecuentación, el Rastro ha cambiado mucho y sigue siendo el
mismo. Como Andrés Trapiello, quien tras cuarenta años de frecuentación
lectora, nos sigue causando el mismo asombro y la misma admiración que la
primera vez e irritándonos en algún que otro momento –cuando se pone estupendo
con sus descalificaciones de la izquierda, la universidad, las librerías de
nuevo o el canon que imponen los mandarines– de la misma manera. Genio y
figura.
Debe ser "mutatis mutandiS"
ResponderEliminar"Y lo explica por que". Debe ser porque.
ResponderEliminarMutatis mutandis[1] es una frase en latín que significa ‘cambiando lo que se debía cambiar’.[2] Se utiliza tanto en inglés como en castellano y en otros idiomas cuya raíz es el latín. Informalmente el término debe entenderse "de manera análoga haciendo los cambios necesarios".
ResponderEliminarEste término se utiliza frecuentemente en leyes y en economía. Implica que el lector debe prestar atención a las diferencias entre el argumento actual y uno pasado, aunque sean análogos.
Ponga la S de mutandis, que verlo es como un puñetazo en el ojo.
ResponderEliminarQué bobada, anónimo. Una errata es una errata. Se corrige cuando se puede (yo siempre agradezco que me las señalen) y, cuando no, porque el libro está impreso el lector inteligente la corrige por su cuenta. Eso es todo Don Puñetazo en un Ojo.
EliminarRespecto al autor del libro, con todos mis respetos por usted y, en cierta manera también, por el autor del libro, ándese usted con precaución con el personaje, pues él en cuestión, es, a mi manera de ver, muy voluble en casi todo, y más aun si no se le es adulador en todo lo suyo, especialmente en lo referente a sus, digamos, comportamientos sociales/políticos. Y esto viene a cuento a que en sus quehaceres en su blog, no permite comentarios que no ensalcen su persona y sus hechos. Y esto dicho por experiencia. No es su caso, señor García Martin, pues por aquí he leído comentarios no muy favorables a sus escritos y por aquí andan. Un cordial saludo a todos, autor del libro que usted comenta incluido.
ResponderEliminar(P.D. Comentarios parecidos ya le exprese en otro sitio de sus blogs)