Transparencias. Antología poética
Circe Maia
Edición de Diego
Techeira
Visor. Madrid, 2018.
Qué sorpresa, para la mayoría de los lectores españoles,
encontrarse de pronto con Trasparencias,
la antología poética de Circe Maia. Nacida el año 1932, en Montevideo, no es
precisamente una desconocida: en su país, goza de todos los reconocimientos y
ha sido traducida a numerosas lenguas. Es también traductora de diversas
lenguas, especialmente del griego y del inglés, y uno de sus libros, La casa de polvo sumeria, entremezcla,
de manera ejemplar, versiones de diversos autores y reflexiones sobre la tradición
poética.
Podríamos
lamentarnos de la falta de comunicación entre la literatura que se escribe en
español a uno y otro lado del Atlántico (cosa cierta), pero mejor quizá ver las
cosas de otra manera: es tanta la riqueza de la poesía en español durante las
últimas décadas que incluso el lector habitual del género puede encontrarse de
pronto con un poeta peruano o mexicano o boliviano del que no tenía noticia y
que de pronto se le vuelve imprescindible.
Circe Maia
–es su auténtico nombre: Circe Maia Rodríguez, no un pseudónimo– comienza su
primer libro, En el tiempo (1958), con
unos versos de Antonio Machado, de los que toma el título, y glosa en el
prólogo sus ideas sobre la poesía; en el más reciente, Dualidades (2014), vuelve a citarle, al inicio (“Da doble luz a tu
verso, / para leído de frente / y al sesgo”) y en el interior de uno de los
poemas: “Tú no verás caer la última gota / que en la clepsidra tiembla”.
Esta
fidelidad machadiana no convierte a Circe Maia en un epígono del poeta de Campos de Castilla, como tantos que
proliferaron en la poesía española de posguerra. Ha seguido su ejemplo, su
mejor ejemplo, el de Soledades, el de
los poemas menos anecdóticos, pero lo ha llevado a un grado mayor de
invisibilidad retórica.
No es Circe
Maia de esos poetas que gustan de levantar la voz, de ponerse solemnes; no hay
en ninguno de sus libros los “trozos de bravura” que tanto detestaba Cernuda y
que tantos aplausos despiertan entre ciertos lectores y estudiosos.
Su lenguaje
es el de la conversación; sus temas, los de la cotidianidad. En los poemas de
Circe Maia parece no pasar nada, salvo el tiempo, para decirlo con palabras de
Ángel González.
Pasa el
tiempo, y eso no es pasar poco, y se escuchan cada vez más insistentes los
pasos de la muerte. No estuvo exenta de tragedia la vida de Circe Maia ni vivió
ajena a las turbulencias de su país: durante la dictadura militar se llevaron
preso a su marido y a ella, a la que también buscaban, la dejaron libre porque
tenía una hija de solo cuatro días. Expulsada de su trabajo como profesora de
filosofía, se ganó la vida durante años dando clases particulares. Pero todo
queda serenado, trascendido, en unos poemas que parecen hechos de nada y que de
pronto nos cortan el aliento.
Su poesía
nos invita a participar en el misterio de una vida, que es solo la suya, y que a
la vez es la de todos. “Invitación” se titula precisamente el poema en que se
dirige a cada uno de nosotros, sus lectores: “Me gustaría / que me oyeras la
voz y yo pudiera / oír la tuya. / Sí, sí. Hablo contigo, / mirada silenciosa /
que recorre estas líneas. / Y repruebas tal vez este imposible / deseo de
salirse del papel y la tinta. / ¿Qué nos diríamos? / No sé, pero siempre mejor
/ que el conversar a solas / dando vuelta a las frases, a sonidos / (el poner y
el sacar paréntesis y al rato / colocarlos de nuevo). / Si tu voz irrumpiera /
y quebrara esta misma / línea… ¡Adelante! / Ya te esperaba. Pasa. / Vamos al
fondo. Hay algunos frutales. / Ya verás. Entra”.
Y entramos
pronto en esta poesía de engañosa facilidad, que gusta de encubrir el andamiaje
intelectual –las bien asimiladas lecturas– desde las que está escrita. Hay
poemas que glosan a pintores –Vermeer, Klee, Van Gogh–, a escritores –Kafka
omnipresente, Kavafis en el poema “Prisionero”– o a filósofos, como el Berkeley
que negaba la realidad de la realidad, pero en ninguno de ellos asoma la
pedantería o el culturalismo que necesita la aclaración del estudioso. Están
escritos con el mismo tono de voz con que otros que hablan de “los quehaceres
cotidianos”, de un niño que juega a las adivinanzas, de las hierbas que crecen
entre las ranuras y que es preciso arrancar.
Palabra en
el tiempo la de Circe Maia que acierta a dar –como quería Machado– doble luz a
su verso, para que lo leamos de frente –la anécdota, la casi siempre mínima
anécdota– y al sesgo, con el temblor emocional de quien entreve la luz y la
sombra de la que estamos hechos.
De su infancia solo recordaba la gran mansión en la que se había criado. Ninguna mención a padres, hermanos, amigos... Y su vida transcurrió en un enorme espacio vacío.
ResponderEliminar© María Taibo
Hermoso comentario, sutil y cuidada lectura... Gracias. (Diego Techeira)
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