El problema final
Arturo
Pérez-Reverte
Alfaguara. Madrid,
2023.
Como
en las dos novelas de Cervantes protagonizadas por don Quijote –tradicional y
erróneamente consideradas como partes de una única novela-- o en la serie de
relatos que Conan Doyle dedicó a Sherlock Holmes, es el diálogo entre dos
personajes lo que más interesa en El problema final, el brillante, y
finalmente frustrado, homenaje que Arturo Pérez-Reverte ha querido dedicar a la
novela policíaca que estuvo de moda en los años treinta, la novela-problema que
planteaba un reto al lector, un enigma que debía resolver en competencia con el
el detective. Se trata de un género, o subgénero, más intelectual que visceral
(de ahí la fascinación de Jorge Luis Borges) que arrumbarían en los cuarenta
los Dashiell Hammett y los Raymond Chandler para sustituirlo por el que hoy
prolifera, gore y denuncia de la corrupción policial y política, de la
pervivencia del heteropatriarcado y de otras lacras. Agatha Christie y sus
émulos de entonces –Dickson Carr, Ellery Queen, Dorothy L. Sayers-- se han refugiado en el cine y en las series
de televisión. Ahí están para demostrarlo las varias temporadas de Crimen en
el paraíso, siempre con la aclaración final del misterio (a menudo un
asesinato en una habitación cerrada o cualquier otra imposibilidad) en una
reunión del extravagante detective con todos los sospechosos, o Misterio en
Venecia, la más reciente –y la más memorable-- encarnación de Hércules
Poirot por parte de Kenneth Branagh, donde el referente es menos Agatha
Christie que Henry James.
Pérez-Reverte comienza de sugerente
manera su homenaje a la literatura de otro tiempo: “En junio de 1960 viajé a
Génova para comprar un sombrero. Había adquirido esa costumbre cuando rodaba
películas en Italia: pasar unos días en el Grand Hotel Savoia y comprar un
Borsalino de fieltro o panamá, según la época del año, en Luciana de la vía
Luccoli”. Atractivo resulta el narrador en primera persona--un viejo actor
inspirado en Basil Rathbone, el más famoso intérprete de Sherlock antes de que
apareciera Benedict Cumberbatch-- en esas primeras páginas, pero en la mayor
parte de la novela podía, y quizá debería, haber sido sustituido por una
tercera persona. La novela tiene mucho de teatral o de guion para una
adaptación cinematográfica. Los exteriores son pocos, pero muy visualmente atractivos,
como en las películas basadas en la serie protagonizada por Tom Ripley: la
Génova del prólogo, la villa junto al lago de Garda del epílogo y la isla
griega frente a Corfú en que transcurre la mayor parte de la acción,
“bellísima, un minúsculo paraíso de olivos, cedros, cipreses y buganvillas, con
el embarcadero en forma de espigón bajo las ruinas de un antiguo fuerte
veneciano, una colina espesamente arbolada que conservaba arriba los restos de
un templo griego” y, en una concavidad protegida de todos los vientos, el hotel
en el que durante unos días un inesperado temporal aísla a los personajes.
Hace un esfuerzo el autor por
abandonar su tono bronco característico (la única maldición que se permite el
protagonista es un reiterado “Por Júpiter”) y ofrecernos un relato amable, como
de sobremesa, un cosy crimen, en el que abundan las referencias
literarias y cinematográficas. La verosimilitud no parece preocuparle demasiado
y quien tenga la paciencia de seguir hasta el final, se sonreirá al comprobar
que una suplantación se descubre porque un personaje era alérgico a la fruta y
en el cadáver tenía “los incisivos manchados de un leve tono violáceo”, rastro
de un postre de moras que había comido a mediodía. Como el asesinato ocurrió a
media noche, hay que deducir que la adinerada y educada viajera inglesa no
tenía la costumbre de lavarse los dientes. Tampoco existían entonces –años
sesenta—las huellas dactilares y se podía conseguir pasaporte a nombre de otra
persona con tal de que en la fotografía uno se pareciera a ella.
¿Minucias? Si uno acepta las reglas
del juego, no estropean el entretenimiento. Pero –ya lo dijo Borges, el
inevitable Borges-- utilizar más de trescientas páginas para resolver un
acertijo resulta excederse un poco. Por eso, “el género policial se presta
menos a la novela que al cuento breve; Chesterton y Poe, su inventor,
prefirieron siempre el segundo”. Y cuentos, o novelas cortas, llenan las
páginas del Mystery Magazine, la revista en que Francisco Foxá, que
aspira a ser el equivalente de Watson en El problema final, publicó su
única obra traducida al inglés.
Para que nos interese una novela,
hace falta algo más que una serie de asesinatos aparentemente imposibles. Para
que los personajes no sean piezas de un mero juego o mecanismo hace falta
mostrarlos humanos y creíbles, como hizo el pionero Wilkie Collins en La
piedra luna. Los de Pérez-Reverte, salvo el viejo actor y el novelista de quiosco
(un homenaje a los José Mallorquí y Marcial Lafuente Estefanía), nos interesan
poco.
Por otra parte, en Pérez-Reverte el
relleno para llegar al número mínimo de páginas que exige el mercado editorial se
nota demasiado, como en los antiguos folletinistas que cobraban por líneas.
Baste un ejemplo: “Pedí a Evangelina que me sirviera el café en la terraza,
dejé la servilleta, me puse de pie y crucé el comedor en dirección a la puerta
vidriera”. ¿Hace falta decir que, cuando uno se levanta después de comer, deja
la servilleta?
Entre los crímenes –tres muertos en
unos pocos días, la mitad de los huéspedes en un hotel aislado-- y la sorpresa
final hay una elipsis de tres meses: los que transcurren entre el penúltimo y
el último capítulo. ¿Por qué el narrador deja de contar lo que pasó en ese
tiempo? ¿Por qué reanuda la escritura tres meses después? El autor ni siquiera
intenta justificarlo. Simplemente lo necesita para aumentar la sorpresa: en ese
tiempo, el narrador que se toma vacaciones ha ido averiguando datos, que se
ocultan al lector, y que luego va a irnos revelando en la traca final.
Metanovela más que novela es El
problema final. Los fanáticos de Sherlock Holmes, en el libro y en el cine,
disfrutarán con este bien documentado homenaje y pasarán por alto las
inverosimilitudes de la historia, o sonreirán ante ellas. No es la menor que de
seis personas que el azar reúne en un hotel, la mitad se sepan de memoria no
solo amplias citas de los relatos de Holmes, sino también de los diálogos de
sus películas (y en una época en que no era fácil ver las películas más de una
vez e imposible revisarlas en casa, como sin duda hizo el autor). Quienes no
sientan excesiva nostalgia del “elemental, querido Watson” de su adolescencia y
quieran distraerse con una historia adictiva e intrascendente, mejor harán
recurriendo a la televisión o yendo al cine a ver Misterio en Venecia.
Disculpa Martín.
ResponderEliminarYa se que me entiendes
La mejor novela sobre el caso de la habitación cerrada es "El misterio del cuarto amarillo" de Gaston Leroux. Creo que lo he escrito bien. No recuerdo la solución pero si al detective.