De Manuel Ciges Aparicio, uno de los olvidados del 98, reedita Renacimiento Del periodismo y la política (1907), autobiografía y sátira que tiene la amenidad de una novela picaresca. El prologuista, José Esteban, cita en nota una nota del Laberinto español, de Gerald Brenan, que cuenta un secreto cuya revelación le valdría a Ciges Aparicio ser fusilado en 1936, nada más comenzar la guerra civil: “La única baja entre los oficiales en una corta campaña de 1893 fue el comandante en jefe general Margallo. Se le dio por muerto en acción de guerra. En realidad fue abatido de un tiro por el joven teniente Miguel Primo de Rivera, el mismo que más tarde se convertiría en dictador, indignado por el hecho de que los fusiles con que los moros estaban matando a los españoles hubiesen sido vendidos ocultamente por el general”. Quienes hablan de la decadencia del periodismo y del descrédito de la política, no deben perderse este viaje en el tiempo a la realidad española de hace un siglo. Hay cosas que nunca cambian, pero las que han cambiado no parece que –al contrario de lo que piensan apocalípticos y agoreros— lo hayan hecho siempre para peor.
Con el título de El pájaro y la flor (Alianza), Carlos Rubio compendia, en poco más de un centenar de páginas, mil quinientos años de poesía clásica japonesa. Ha escogido los poemas con los que se identifica más, pero no ha querido hacer una recreación personal, ofrecernos una versión que pudiera leerse como un poema español. “Me he esforzado –nos dice— por mantener las brumas y los silencios del original”. El resultado resulta un tanto duro a veces, pero a poco que el lector ponga algo de su parte no tardará en llegarle la magia de esta poesía milenaria, que no han logrado banalizar los miles de aficionados al haiku: “Flotando como / desvanecida espuma / paso los días, / sin rumbo, sin apoyo, / a la deriva”.
El creador es el mejor crítico, se ha dicho más de una vez. Y aunque no siempre es así siempre resulta ilustrativo escuchar a un gran escritor hablar de su trabajo. Es lo que hace Edith Wharton en Escribir ficción (Páginas de Espuma), aunque no se refiera expresamente a sus novelas. Son páginas escritas a mitad de los años veinte y en ellas subraya los dos riesgos de la narrativa del momento: el recelo hacia la técnica y el temor a no ser original. Heredera de los grandes novelistas del XIX, considera que “la verosimilitud es la verdad del arte”, que la novela debe dar una ilusión de vida: “Cualquier convencionalismo que dificulte la ilusión está en el lugar equivocado. Y pocos la dificultan más que ese descuidado hábito que tienen algunos novelistas de salir y entrar a trompicones de la mente de los personajes, para retirarse luego a escrutarles desde fuera como si fueran quienes manejan los hilos de las marionetas del teatrillo”. Su maestro, Henry James, “buscó el efecto de verosimilitud ajustando rigurosamente todos los detalles de su retrato al tamaño y a la capacidad del ojo que los miraba”. Algo ingenuas parecen, vistas desde hoy, algunas de las afirmaciones de Edith Wharton. Pero solo lo parecen. Detrás de ellas está menos el teórico que el artesano que conoce bien su oficio.
Una cita de Rudyard Kipling le sirve a Mathias Enard, novelista francés de 1972 que ha sido profesor de árabe en Barcelona, para titular su último libro Habladles de batallas, de reyes y elefantes (Mondadori). La cita dice así: “Ya que son como niños, habladles de batallas y reyes, de caballos, de diablos, de elefantes y de ángeles, pero no dejéis de hablarles de amor y de cosas semejantes”. Miguel Ángel, enfadado con el papa Julio II, que le adeuda grandes cantidades de dinero, abandona Roma. En Florencia recibe una invitación del sultán Bayaceto. Quiere que vaya a Constantinopla para construir un gran puente sobre el Cuerno de Oro. Leonardo da Vinci ha fracasado en el mismo proyecto. Mathias Enard no convierte el relato de la estancia de Miguel Ángel en Constantinopla (la invitación fue real, el viaje es una ficción verosímil) en una minuciosa novela histórica. Prefiere el fragmentario minimalismo que no desdeña el apunte ensayístico ni el poema en prosa. La anécdota narrativa es un pretexto para ofrecernos una teoría de la ficción como forma de seducción: “Sé que los hombres son niños que ahuyentan su desesperanza con la cólera, su miedo con el amor. Se aferran a los relatos, los ponen por delante como estandartes; cada uno hace suya una historia para inscribirse en la multitud que la comparte. Se los conquista hablándoles de batallas, de reyes, de elefantes y de seres maravillosos; contándoles la bondad que habrá más allá de la muerte, la intensa luz que presidió su nacimiento, los ángeles que lo acompañan, los demonios que lo amenazan, y el amor, el amor, esa promesa de olvido y de saciedad. Habladles de todo eso, y os amarán; harán de ti el igual de un dios”.
La reedición, con alguna supresión y varias adiciones, del Diccionario de las artes (Debate), de Féliz de Azúa, ofrece un buen pretexto para acercarse de nuevo a una obra inagotable, tan deslumbrante como irritante. Aunque la forma sea la de un diccionario, su intención no es la de recopilar con afán divulgativo lo que hoy se sabe sobre las diferentes actividades artísticas, sino la de exponer una tesis sobre “la muerte del Arte” que lo convierte no en un suceso fúnebre, sino en todo lo contrario, “ya que libera mútiples actividades espectaculares, estúpidas, juguetonas, políticas, sorprendentes, creadoras, cretinas, prentenciosas, ingeniosas, insignificantes, profundas, conmovedoras, grandiosas, miméticas, imbéciles, sublimes, aburridas, comerciales, curiosas, triviales o sensacionales”, actividades que siguen produciendo aquellos que se dedican a las artes.
Los escritores muy célebres en vida, suelen entrar en un más o menos largo purgatorio de silencio y olvido tras su desaparición, antes de convertirse en clásicos o de quedar arrumbados para siempre. No ha sido ese el caso de Borges. Un cuarto de siglo después de su muerte en Ginebra, ni su prosa ni su verso ha perdido nada de su capacidad de asombro y deslumbramiento. Una nueva edición de su Poesía completa (Lumen), quizá la más atractiva tipográficamente de las publicadas hasta la fecha, nos permite volver a poemas que podemos leer con los ojos cerrados porque resuenan desde hace años en la memoria: “Si para todo hay término y hay tasa / y última vez y nunca más y olvido / ¿quién nos dirá de quién, en esta casa, / sin saberlo nos hemos despedido?”. Y junto a ellos tantos otros que increíblemente hemos olvidado y que descubrimos de pronto, al azar de las limpias páginas, como inéditas revelaciones.
¡Qué fea foto!
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